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El gran Salvador

Un pequeño país forjado por el fuego de volcanes milenarios, lleno de secretos y lugares por descubrir.

Santiago La Rotta / El Salvador
18 de mayo de 2013 - 10:37 a. m.

El gran Salvador es el país más densamente poblado de Centroamérica, con apenas 21 mil kilómetros cuadrados (Colombia tiene más de un millón). El valor nacional acá es el tamaño: venga porque somos pequeños, podría rezar algún eslogan publicitario. En apenas una fracción de territorio, El Salvador concentra una bella línea de playas sobre el océano Pacífico, zonas cafeteras a 1.800 metros sobre el nivel del mar, 25 volcanes activos, ruinas mayas y un sinnúmero de pequeños pueblos llenos de una belleza simple, perfecta para descubrir a pie, lejos del aire acondicionado del bus turístico.

En esa misma fracción de territorio, y durante 12 años, El Salvador también concentró una de las guerras civiles más feroces de un continente demasiado acostumbrado a matarse hacia adentro. Si todos hacen el mismo chiste sobre el tamaño del país, también todos tienen algo que ver con la guerra. Los recuerdos heridos del conflicto se repartieron por igual: uno intentó ser oficial del Ejército (tan sólo para darse cuenta de la crueldad de una vida entre las armas), otro más allá perdió a su padre a manos de guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln).

De tanto en tanto, mientras se atraviesa el territorio a toda velocidad, aparecen las cicatrices de una guerra civil que se reinventó a un país plagado de gente amable: un grafiti del Fmln en una pared mohosa y abandonada, una amplia carretera que fue usada como pista de aterrizaje para aviones militares, la tumba de monseñor Óscar Arnulfo Romero (mártir del conflicto) en pleno centro histórico de la capital, San Salvador. Se dice que una de las provincias más grandes del Salvador es Los Ángeles, en Estados Unidos: cerca de dos millones de salvadoreños viven en el exterior, principalmente en esta ciudad californiana, de los cuales casi millón y medio abandonaron el país en tiempos de la guerra. Tal cantidad de expatriados ha hecho que el tercer renglón de exportaciones sea los llamados productos de la nostalgia (incluso en la jerga burocrática hay un resquicio para la poesía).

El Salvador parece haber sido desde siempre un territorio agreste, una tierra forjada por poderosas fuerzas, más grandes incluso que los fusiles, la política y las ideologías. Fuerzas como el volcán de Izalco, llamado el faro del Pacífico por sus erupciones, visibles a enormes distancias, lo suficiente como para que los marineros distinguieran la tierra del océano gracias al fuego sobrecogedor de la montaña.

Como resultado de su pasado geológico, El Salvador heredó maravillas naturales como el lago Coatepeque, instalado en el cráter enorme de un volcán durmiente. Sus aguas azules, turquesa por momentos, tienen un poder hipnótico, como si en ellas pudiera sumergirse el mundo entero. En lo alto del cráter, el viento huele a azul y el tiempo, la vida y todo lo demás parecen hechos con agua, esa agua.

Los volcanes, amos y señores del país, también forjaron un interior lleno de montañas, con asentamientos que llegan hasta casi los 2.000 metros sobre el nivel del mar en donde se cultiva café, uno de los principales productos de exportación, por encima de la nostalgia.

A sólo hora y media de carretera, casi en un acto de teletransportación, la montaña y su fría humedad desaparecen. El horizonte se vuelve plano y los perfumes intensos de la tierra fértil son reemplazados por el salitre intenso del Pacífico. Entonces, aparece una bella franja de playa: sí, playa a menos de dos horas de la montaña. El chiste del principio toma sentido.

A mitad de camino, entre los cafetales en las alturas y el océano Pacífico, se encuentran, dispersas y en su gran mayoría aún por descubrir, las ruinas mayas, los vestigios de una civilización que nos condenó a desaparecer en dos años.

Los mayas: una cultura misteriosa, tanto que, al andar en la carretera, el viajero desprevenido observa montículos inesperados de tierra, un intento de montaña diminuta en medio de la planicie. Como si se tratara de algo absolutamente natural, el guía local responde que son pirámides mayas que aún no han sido descubiertas, pero que en unos años sí.

Sin embargo, más allá de sus poderosos volcanes, las playas, los lagos, los mayas, la sorpresa más grande de El Salvador es su gente buena y amable, siempre dispuesta para la conversación desprevenida o para tener un acto insospechado de gentileza, los ínfimos detalles que no se olvidan largo tiempo después de que los sellos en el pasaporte se han desvanecido.

Un país que se reinventa después de la guerra y en medio de las maras; un país que, al igual que tantos otros, se deja conocer más allá del prejuicio y las noticias.

Por Santiago La Rotta / El Salvador

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