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La ruta de los glaciares argentinos

Hacer un minitrekking a media mañana por una inmensa mole de hielo y navegar en un catamarán por uno de los lagos más exóticos del mundo justo al lado de su capitán y en primera clase, hacen parte de las experiencias exclusivas que se pueden vivir al sur de Argentina. Buen Viaje VIP viajó por esta porción del continente.

Edwin Bohórquez Aya / Enviado especial Calafate
17 de junio de 2010 - 03:16 a. m.

Un poco de sol aumentaba la temperatura. En un barco, la cubierta servía de soporte para que un buen grupo de viajeros retratara con sus ojos los cientos de toneladas de agua y nieve congelada. Estructuras de 60 metros de alto nacientes del lago vigilante, inmóvil y tranquilo se enlistaban fuertes y vigorosos. A una distancia prudente, los motores de la embarcación dejaban de funcionar… Luego, un sonido, similar al del trueno en medio de la tormenta, se adueñaba del lugar. El agua se agitó tímidamente y sucedió magno espectáculo: una porción del glaciar Perito Moreno se desprendía de su lugar original. Una imagen única. Una fotografía de la realidad.

Así pasan los días en el sur de Argentina, en La Patagonia, donde los campos de hielo ocupan una superficie aproximada de 2.600 km2 y de estos bajan 47 glaciares mayores, entre ellos el Upsala, Mayo y Spegazzini. Para observarlos es necesario navegar por los lagos Viedma y Argentino, una travesía que tiene, a su paso, el avistamiento de familias de cóndores, enormes trozos de hielo flotando de cuando en cuando a lado y lado del barco y, en días de verano, espesas concentraciones de un verde selvático que irrumpen entre los picos adornados por una capa de nieve, y el color gris-lechoso del lago por el que se viaja. Es impactante.

El viaje comienza días atrás, en el aeropuerto internacional de Ezeiza, en Buenos Aires. Ya en San Telmo, hay que recorrer en una mañana entera las adoquinadas calles de este sector, donde aparecen entre cuadras, bailarines de tango expertos que reciben las propinas en los sombreros gardelianos, estatuas humanas que parecen personajes salidos de las tiras cómicas, decenas de hoteles boutique, iglesias con tanta historia como la Argentina misma, y muchos vendedores ambulantes que a su paso le exponen lo mejor de la cultura, entre cuadros con historias locales, pequeñas esculturas de personajes emblemáticos, mensajes de equipos de fútbol, afiches y moda, mucha moda. Pasando el medio día, en un taxi y a toda máquina, hay que tomar un vuelo local en el Aeroparque y poner en la brújula el primer destino: Bariloche.

Es tierra de famosos, allí donde algunos de los más distinguidos empresarios y estrellas del mundo del espectáculo deciden pasar temporadas enteras para alejarse de la realidad y disfrutar de la naturaleza, y donde el viajero se topa con un estilo suizo, en sus construcciones, en sus almacenes, en su estilo de vida. La gastronomía es especial, impecable en imagen, con un toque europeo, y especial en sabor, pues revela la marca de la sazón y el sabor latinos, con un agregado de porción secreta de la cocina gaucha. Mucho de mar, mucho de tierra es la combinación perfecta y para cerrar este día de viaje, hay que tomarse un buen vino al calor de una fogata.

De mañana, muy temprano, la ruta marcaba el camino hacia el cerro Catedral Alta Patagonia, el centro de esquí más desarrollado de Suramérica que recibe más de 300.000 personas cada invierno por su terreno y los 39 medios de elevación usados por los turistas. Expertos de los deportes de invierno ascienden a esta montaña que hace parte de la hilera de cúspides que comparten Argentina y Chile. Sobre un par de tablas aerodinámicas, resguardado por su traje térmico, con un par de lentes sobre el rostro y dos bastones de apoyo, se lanza montaña abajo y entre algunos árboles, muchos pequeños sobresaltos y millones de toneladas de nieve, el ser humano que parece gobernar la naturaleza. Lo hacen adultos y niños, todos se deslizan como la bola de bolo lo hace sobre la madera. Lo demás viene acompañado de mucho hielo, de un sol que contrasta con el frío y de un panorama espectacular. De un tapete blanco brillante.

Ya, en el verano, este sitio se convierte en el escenario ideal para el trekking, las travesías en bicicleta, cabalgatas, rapel, escalada, y en el otoño y en la primavera, el lugar se convierte en un escenario para disfrutar del espectáculo visual que ofrece por la tonalidad de la vegetación, con colores amarillos que combinan con el café y un tanto del blanco de picos en la parte más alta de la zona.

Para contrastar, desde esta sitio de Argentina se puede emprender un viaje a 80 kilómetros y, entre bellos paisajes, Villa La Angostura da la bienvenida. Exclusivo lugar que protagonizan hoteles boutique ricos en gastronomía y en naturaleza, circundantes al lago Nahuel Huapi, y que está ubicado dentro del Parque Nacional que lleva el mismo nombre. Aquí son fáciles de observar pequeños grupos de deportistas que pareciere que estuvieran entrenando para una triatlón. La calma es la dueña del lugar, la vista, que se engalana de tener enfrente un lago y de fondo la punta de las montañas con nieve, ofrece al comensal tranquilidad, y todos los extranjeros que por allí descansan, se atreven a decir que este es un pequeño paraíso en la tierra. Atrás, en el fondo, está el acceso para el bosque de Los Arrayanes.

En el lago Nahuel Huapi, al día siguiente, se aborda un barco que conduce hacia múltiples destinos, entre ellos el cruce internacional entre Argentina y Chile, el Puerto Blest y la Cascada de los Cántaros. El puerto desde donde se zarpa es conocido como Puerto Pañuelo, porque cuando las embarcaciones arribaban y salían, las personas que estaban en el hotel Llao Llao, en la parte alta de la montaña, agitaban pañuelos blancos, en señal de bienvenida o despedida, o simplemente para avisar que había pasajeros que debían abordar el pequeño barco. Tras una hora de navegación, donde docenas de gaviotas sobrevuelan el barco atraídas por las galletas que les ofrecen los turistas, acompañan el recorrido casi de comienzo a fin. Tenerlas tan cerca es un verdadero espectáculo. Ya, en el Puerto Blest y la Cascada de los Cántaros, se disfruta en todo su esplendor de la belleza de la naturaleza, de lo que ofrece el Parque Nacional Nahuel Huapi: cascadas, árboles milenarios, senderos para hacer caminatas, agua, mucha agua pura. Bariloche es, junto a todo lo que lo rodea, una gran paleta de colores vivos. De maravillas para disfrutar.


En busca de los glaciares

Para llegar a El Calafate, la pequeña población que sirve de epicentro a los viajeros que van en busca de los glaciares argentinos, hay que tomar un vuelo desde Bariloche. Aunque el aeropuerto de El Calafate es internacional, su tamaño es poco para la cantidad de viajeros que están buscando este exótico destino poco conocido y aún virgen. Los territorios son vastos, la vegetación es poca y sorprende cómo en tan poco tiempo y tras un par de horas de vuelo, se puede pasar de un verde oscuro producto de las montañas vivas y vestidas de plantas, a un territorio con pocos visos de color verde y los escasos que se observan, son más del lado del color café, sinónimo de marchito. Pero esa es precisamente la esencia de esta porción de la Argentina, que allí vive el hielo, el viento, el frío.

Lo mejor es llegar pronto al hotel y abrigarse para lo que viene. Un jeep, por supuesto con transmisión 4x4, sirve de medio de transporte para moverse desde el corazón de la Capital Nacional de los Glaciares, hasta los primeros ascensos del Cerro Frías. En el recorrido, que es bien parecido a un safari africano guardando las justas proporciones, se observan corriendo a grandes velocidades docenas de liebres, coyotes, ciervos colorados, llamas y, ya domesticados, caballos al servicio de los hacendados. Esas grandes porciones que en Argentina son llamadas estancias, en las que, permitidas por sus dueños, se desarrollan este tipo de actividades, donde los guías, casi botánicos e historiadores, relatan paso a paso los momentos por los momentos que ha vivido este rincón gaucho. Al final de la noche, en alguno de los hoteles, pequeños y exclusivos, se disfruta de una jugosa parrilla.

Muy temprano, a eso de las siete de la mañana, es necesario estar listo para emprender el viaje en autobús rumbo al glaciar Perito Moreno. Es algo más de una hora por una carretera perfectamente pavimentada y que conecta con el Parque Nacional de Los Glaciares, patrimonio de la Humanidad. Abrigados de pies a cabeza, con unos soportes que se ajustan a los pies y que tienen varios dientes de metal, comenzó el minitrekking por esta montaña de hielo.

El ascenso es sencillo, pero se debe recibir un corto curso de “alpinista” para saber cómo insertar los zapatones de acero en el agua congelada. Los guías, que son pobladores de la zona, se mueven sobre la mole de hielo como pingüinos de 1.70 m y avisan cada tanto sobre las perforaciones profundas a las que no se debe acercar ningún visitante, por experto que sea, o las laderas que se han formado producto del deshielo, o de los pequeños vacíos que aunque parecen inofensivos, resultan intimidantes y peligrosos.

El ascenso, que se hace en diagonal, revela metros arriba una pequeña concentración de agua. El pozuelo donde se puede beber el líquido y tomar trozos de hielo para capturar las fotografías del recuerdo. Algunos más osados toman la decisión de acostarse unos segundos para simular que están justo al lado de una piscina natural. Es normal encontrarse en el camino con otra veintena de turistas que disfrutan de la naturaleza y aunque es imposible que existieran caminos demarcados, los guías recomiendan ciertas rutas que sólo conocen ellos, pues es imposible hacer algún tipo de señal para regresar por el mismo camino que lo llevó hasta el lugar.

En los descensos, el cuerpo se debe inclinar hacia atrás y, a los lados del glaciar, aparecen dos montañas cargadas de verde. Es curioso, pero los conocedores dicen que son plantas que lograron adecuarse al frío, a la nieve, al hielo, y están como pequeños robles resguardando la montaña blanca por la que se camina. Y como el toque gastronómico no puede faltar, a pocos metros de donde se inició de la travesía, parte de la delegación que ofrece los servicios en el lugar esperan en una planicie. Con una pica especial para hielo, obtienen trozos que ponen un los vasos dispuestos para un trago de whisky. La experiencia es única: un escocés, servido casi al final del mundo.

Y el capítulo que viene es otro gran espectáculo: a bordo de un gran barco, hay que hacer la ruta Todo Glaciares. En primera clase y junto al capitán de navío, acompañan los mejores alfajores argentinos. El objetivo es tener la cámara lista porque se viaja por el canal de los témpanos, avistando el glaciar Upsala y un centenar de trozos del hielo casi tan grandes como la embarcación. Luego, la navegación continúa por el brazo o canal Spegazzinni hasta llegar al glaciar del mismo nombre. El capitán señala la montaña de hielo. Se rompe la estructura y la que había sido parte de una milenaria construcción de picos blancos, cae en el agua para hacer parte de su materia original. El lago argentino se abre para recibirlo y el barco, tras el avistamiento, enciende sus motores y marca su destino hacia el centro del mundo. La ruta de los glaciares ha terminado. Ya está hecha la fotografía de la realidad.

Por Edwin Bohórquez Aya / Enviado especial Calafate

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