Turismo

Los 'sherpas' de Machu Picchu

Los porteadores del Camino del Inca en Perú, al igual que los sherpas del Everest en Nepal, tienen una resistencia casi sobrehumana para llevar equipaje y soportar la altura. Sin ellos, muchos turistas no podrían llegar caminando a Machu Picchu.

Juliana Muñoz
03 de marzo de 2012 - 03:00 a. m.

Duermen un sueño profundo. Nada los perturba. La camioneta brinca, toma curvas cerradas y los ocho hombres siguen como desmayados. Es como si pudieran ahorrar el sueño y la energía que les harán falta los siguientes días. Tienen cuerpos como robles cortos y nudosos, olor a almizcle, ojos rasgados, piel curtida, raza indígena.

El bus se detiene a 40 minutos de Ollantaytambo, un pueblo incaico desde donde se inician las excursiones a la ciudad de Machu Picchu. Los ocho despiertan, sonríen —sonreirán siempre—, hablan quechua entre ellos, saludan a los foráneos con un “hola” tímido.

Mientras los turistas que harán el recorrido de cuatro días y 43 kilómetros se preparan con impermeables, botas de trekking, bastones y otros equipos deportivos, los porteadores visten camisetas de fútbol, pantalones cortos y sudaderas, tenis viejos y ojotas (sandalias peruanas hechas de neumático). No usan bloqueador.

Se reparten la carga. Édgar Huamán Quispe, de 37 años y el más experimentado, llevará el gas para cocinar. Los demás alzan los víveres, el agua y las carpas. Sus pertenencias sólo pueden pesar cinco kilos, los otros quince serán un peso ajeno. Preparan todo rápido, se mueven con más ánimo que resignación.

Dicen que están agradecidos de poder estar allí, de lo contrario sus actividades cotidianas no les darían suficiente dinero para mantener a su familia. Los porteadores son campesinos de comunidades cercanas que viven del cultivo de papa, maíz, quinua y cebada, o de la cría de alpacas y llamas. Trabajan máximo cinco meses al año, en los que hacen el Camino del Inca una vez a la semana. En cada viaje ganan unos 180 soles, o 120 mil pesos colombianos.

Deben pasar por un control en el que las autoridades verifican que no lleven más de 25 kilos, usen fajas y estén documentados. Hasta hace diez años estos cargueros trabajaban en condiciones precarias. Las agencias de viajes les pagaban poco, no tenían asegurado el alimento sino que comían de las sobras de los turistas y llevaban hasta 50 kilos de peso.

Entonces se agremiaron, hicieron huelga, bloquearon el Camino y crearon la Federación de Porteadores. Lograron que el gobierno peruano estableciera la Ley de Porteadores en 2002, para limitar las cargas y sancionar a las agencias que los explotaran. Aún queda pendiente que les reconozcan un seguro médico debido a las múltiples lesiones que sufren.

Tiempo récord

Huamán Quispe significa en quechua “el halcón que observa”. Édgar aprovecha sus descansos, en los que se recuesta en una roca sin despojarse de su carga, para volver a verlo todo. En catorce años como porteador, tal vez ha pasado por el mismo lugar unas 300 veces. Lleva la mirada a las antiguas terrazas de los incas, a los acantilados en los que algunos han caído, a los nevados de las montañas más lejanas, a un par de picos que fueron nombrados Warmiwañusca, o “el paso de la mujer muerta”, por su forma de senos desplomados.

Toma un trago de chicha que lleva en una botella o que consigue en algunos tramos del camino. También masca hojas de coca para engañar el hambre, la sed y el cansancio. Piensa en Odilón y Pavel, sus hijos de 13 y 9 años. Sigue su recorrido a una velocidad más rápida que la de los turistas. Los porteadores siempre son los últimos en salir y los primeros en llegar, pues deben tener armado el campamento y preparada la cena para cuando lleguen los caminantes.

Su resistencia física podría igualarse a la de un deportista de alto rendimiento. De hecho, hace algunos años se realizó una maratón en el Camino del Inca en la que participaron sobre todo porteadores de la región. Esa vez les tomó cerca de cinco horas seguidas hacer un trayecto que a la mayoría de personas les cuesta unas 20 horas repartidas en cuatro días.

El primer campamento se levanta en Huayllabamba. La cena está demorada. Dos de los porteadores no han llegado. Sus compañeros dicen que se quedaron tomando chicha un par de kilómetros atrás. Serán amonestados por la agencia. Finalmente llega un banquete de platos bien elaborados. Minipizzas, lomo salteado, sopa de verduras, pescado apanado. Es difícil creer que fueron preparados en medio de un agreste valle.

Entre los ocho porteadores hay un chef, que, además de llevar una carga, dirige la cocina y administra las funciones de los demás. Unos armarán las carpas, otros servirán de mozos. Cuando los “gringos”, como les dicen a todos los que no son de Perú, terminan su cena, entonces pueden comer. Ellos prefieren cosas más sencillas: sopa de papa, nabos, arroz. Juegan con una baraja de naipes e intercambian trucos de magia. Luego duermen en las mismas carpas que sirvieron de cocina y de comedor.

Son los últimos en acostarse y los primeros en despertar. A las cuatro de la mañana les llevan a los viajeros té de muña o coca para mitigar el mal de altura, pues el segundo día se alcanzan los 4.200 metros, después de dormir a unos 3.000. En media hora tienen listo el desayuno: waffles, tortillas, fruta picada. Este es el día más difícil para ellos.

Adiós, ‘cuchihuatos’

Este camino fue construido para integrar a todo el Imperio Inca (siglos XV y XVI), sobre todo a Cuzco, su capital, y a la ciudad de Machu Picchu, una de las siete maravillas del mundo moderno. Al día se permite la entrada de máximo 300 personas y los cupos se reservan con varios meses de anticipación. En febrero se cierra el Camino por mantenimiento.

Casi todos los días están pasados por agua. La lluvia es leve pero constante. Los porteadores se cubren con un plástico. Siguen caminando tan de prisa como el primer día, sienten que no necesitan abrigo. Muchos reciben sacos de carga de la agencia, pero algunos improvisan bolsas grandes con pañolones. Es común que les toque alzar turistas que desfallecen por la exigencia física o la altura.

La mayoría de los porteadores se queja de dolor en la cintura, la espalda y las piernas. Por más que recibieran atención médica, que no la tienen, el Camino, el peso y los años son una mezcla que sabe a dolor, a lesión, a posible invalidez.

Es la última noche. Hay algo más de confianza entre los caminantes. Aun así, los porteadores son tímidos y callados. Uno de ellos se atreve a una broma. Cuando le preguntan cómo se dice “amigo” en quechua, responde cuchihuato, que en verdad significa “mujeriego”. Al día siguiente, los “gringos” saludarán a todos los porteadores del camino con un “hola, cuchihuato”.

Édgar Huamán dice que le gusta este trabajo, que ojalá no dejaran de venir turistas, que lo hace para que sus hijos no tengan que sacrificarse igual. Y si pudiera elegir un trabajo ¿qué haría? No tiene la respuesta en mente. Cree que sería albañil, sí, que eso le gustaría, que sería más tranquilo.

No hay una cifra certera de cuántos porteadores pasan por el Camino del Inca, pero son miles de hombres entre los 18 y 75 años, pocas mujeres, todos con hijos. El Camino lo es todo: dinero, la tierra de sus antepasados, su dios. Es curioso que muchos de ellos ni siquiera conozcan Machu Picchu. El cuarto día se separan del grupo antes de que el sol aparezca y toman un tren de regreso a Ollantaytambo.

Por Juliana Muñoz

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