Turismo
Publicidad

Un paseo por el Cabo de la Vela

Recorrido por la tierra de las rancherías sin tiempo, los quioscos de madera y barro construidos a la orilla del mar, el Pilón de Azúcar y el Parque de los Cañones.

Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador
27 de febrero de 2012 - 01:28 a. m.

Cuenta la tradición oral que Alonso de Ojeda cayó prosternado frente al mar Caribe, en las areniscas blancas de sus playas, cuando arribó al Cabo de la Vela después de navegar durante largos días con destino incierto. El adelantado español fue el descubridor de aquel pedazo de paraíso terrenal habitado por una gran parte de la etnia wayuu y lugar de encuentro de los pescadores de la isla de Cubagua, de Venezuela, antes de que emprendieran la migración para fundar, sin saberlo, lo que después sería la ciudad de Riohacha.

Ojeda, un aventurero español y navegante sin rumbo, había descubierto el Lago de Maracaibo en medio de las andanzas que sucedieron a sus primeros viajes con Cristóbal Colón. Al Cabo de la Vela lo llamó Coquivacoa, convencido de que había descubierto una isla como las otras que encontró en su largo recorrido y las que tomaría para gobernar a su antojo. Pero el Cabo de la Vela no era isla, sino un hermoso paraje de desiertos sin diamantes, rancherías sin tiempo y vientos nocturnos que en la madrugada van a morir en las aguas salitrosas de Manaure, el municipio blanco de La Guajira.

A lo lejos, después de las trochas, y mientras la Toyota de cuatro puertas avanza por el desierto amarillo, inmenso y abierto, se observa el mar Caribe en todo su esplendor, azuloso y delimitado por una línea infinita que se desdibuja y se pierde en el horizonte. Más cerca, a pocos kilómetros del arribo, se alcanza a ver el Pilón de Azúcar, imponente colina coronada por una urna que durante largos años mantuvo en su interior la imagen en mármol de la Virgen de Fátima.

El Pilón de Azúcar es un lugar sagrado que sirvió de guía a los primeros pobladores que navegaban perdidos por las aguas del mar Caribe. Posteriormente, aquel promontorio blanco, de ascenso escarpado y enclavado en el mar, comenzó a ser adorado por los indígenas wayuu, que le llamaron Kamaici. En wayuunaiki, lengua de los nativos, el vocablo significa “Señor de las cosas del mar”.

Muy cerca del Pilón de Azúcar existen lugares imaginarios que parecieran estar ocultos detrás de las piedras o en recodos en los que sólo los hombres y mujeres de la comunidad wayuu pueden ver las almas de los difuntos que ya han cumplido el ritual del segundo velorio. Allí van dichas almas a descansar y a esparcir por todo el Cabo de la Vela sus deseos de paz y tranquilidad. De acuerdo con Henry Candelier, tal fábula —según su apreciación— es uno de los mitos más hermosos de la historia del indigenismo universal. El encanto y la fascinación que provoca el sitio —agrega— originaron, tal vez, el comienzo de la inolvidable leyenda.

Rumbo al paraíso guajiro

El Cabo de la Vela es un destino obligado para los viajeros, aventureros y turistas de Europa, América y del resto de Colombia. Primero llegan a Riohacha en oleadas, cuando la temporada de vacaciones les favorece. Así, se confunden en la Avenida La Marina, de la capital guajira, canadienses, holandeses, italianos, británicos, españoles, argentinos y chilenos, quienes según el registro de inmigración son los que más se deciden por ese minúsculo paraíso en el que las mujeres y hombres wayuus revelan su universo gastronómico de excelencia y sus artesanías de mil colores.

Después de recorrer el Malecón y caminar por el Parque de los Cañones —donde se erige la estatua del desmitificado Nicolás de Federmán, falso fundador de Riohacha y quien sólo alcanzó a llegar hasta el Cabo de la Vela—, los turistas fijan su objetivo en este sitio, que en tiempos inmemoriales se constituyó en un centro perlero de gran importancia.

Entonces, viajan durante hora y media por una carretera pavimentada hasta llegar al municipio de Manaure, población indígena que deriva su sustento del fruto de las charcas productoras de sal. De allí, en medio de una travesía de dos horas y quince minutos por el desierto de tunas, trupillos y cactus, arriban al Cabo de la Vela, donde se prolongan las rancherías milenarias de los indígenas wayuus que, poco antes, pudieron ver a lado y lado de las trillas.

En el Cabo de la Vela, los chinchorros y las hamacas, por ejemplo, servirán para colgarlas en las esquinas de los kioscos construidos en madera y barro a la orilla del mar. Allí duermen, tal vez acompañados por el calor lejano de las fogatas de medianoche y la brisa del nordeste que viene del mar y se cuela por los espacios abiertos de las enramadas de palma o de las cabañas cuyos techos son construidos en yotojoro.

Federmán y el Cabo de la Vela

Según Benjamín Ezpeleta, historiador guajiro, Federmán nunca llegó a Riohacha, sino al Cabo de la Vela con el propósito de extraer perlas, pero no pudo porque intentó hacerlo con una especie de rastrillos pensando que estaban en el fondo del mar. Esas perlas se adhieren y, por tanto, hay que bucearlas y desprenderlas.

Lo que se podría llamar fracaso tuvo otras razones, entre ellas la guerra sin cuartel que le declararon los indios del Cabo de la Vela en retaliación por el genocidio que Federmán cometió contra los indios de Venezuela. Sus tropas quedaron diezmadas y su decisión fue regresar a la región de Coro, Venezuela. En esa gira del retorno llegó a los Llanos, donde encontró a Gonzalo Jiménez de Quesada y a Sebastián de Belalcázar, con quienes se enfrentó en una disputa jurisdiccional que intentó resolver al retornar a Europa.

En 1544 los pobladores del Cabo de la Vela comenzaron a sentir el impacto de la piratería que invadió el Caribe. Los corsarios y piratas antillanos no dieron tregua. Con sus arremetidas comenzaron a socavar las bases de aquella economía y a resquebrajar la tranquilidad de la que habían gozado hasta ese momento. Por esa razón decidieron buscar otros caminos y encontraron que en Riohacha existían también yacimientos útiles para su negocio.

Más atractivos del Cabo

El principal atractivo del Cabo de la Vela son sus playas limpias, blanquísimas y de difícil comparación con otras de Colombia, pues los turistas señalan que sólo pueden ser vistas en los paraísos de otros países como México, República Dominicana y Cuba. Además, geográficamente constituye el extremo de Suramérica, circunstancia que seduce a los viajeros del mundo, sobre todo si existen lugares exóticos e historia antiquísima.

Otro atractivo es la etnia wayuu, ‘dueños’ del Cabo de la Vela por tradición y ancestro, y quienes revelan sus costumbres, su cultura expresada en la yonna y otros sueños, las artesanías bordadas con admirable exquisitez y los ancianos, cuya sabiduría facilitan las rondas de turistas que deciden entrar a la fantasía y al mito.

Y para culminar, están los pargos rojos, sierras y mojarras, aparte del friche, la chicha y el arroz de fríjol, cuyo consumo, a la hora del almuerzo, permitirá una siesta en la que se instala el sueño en medio de las voces lejanas y el ruido de las olas del mar que para usted —si se anima a visitar el Cabo de la Vela— podría ser el de las almas de los wayuu muertos, que a esa hora deciden vagar por los alrededores de Jepirra.

Por Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar