Cuando se habla sobre la Amazonia es importante “mirar bajo la sombra del bosque”, dice Eduardo Brondízio. A lo que se refiere el antropólogo es a la necesidad de reconocer las múltiples realidades de esta región, más allá de verla solo como una frondosa selva. Este tipo de ideas y décadas de investigación sobre la Amazonia son las que lo llevaron a ser reconocido, hace un par de semanas, con el premio Tyler, considerado el más prestigioso del mundo en temas ambientales.
El próximo 10 de abril, durante una ceremonia en la Universidad del Sur de California (Estados Unidos), Brondízio lo recibirá oficialmente por “ser una autoridad mundial en materia de interacciones entre los seres humanos y el medio ambiente”, de acuerdo con el sitio web del galardón. A la ecóloga argentina Sandra Díaz también se le otorgará el premio por su trabajo enfocado en las características funcionales de las plantas vasculares. Ambos se convertirán en los primeros suramericanos en recibir de manera independiente el también llamado “Nobel ambiental”, que brinda US$250.000 a sus ganadores cada año y que han ganado personalidades como la primatóloga Jane Goodall.
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“Fue una gran satisfacción ser reconocido y poder compartir esto con mi compañera Sandra, con quien colaboro hace más de una década”, dijo Brondízio al periódico brasileño “Folha”. “Me alegra que nos hayan dado esta oportunidad de destacar los temas y problemas que trabajamos, especialmente los relacionados con la región amazónica”.
Brondízio, que nació hace 61 años en la gran ciudad de São José dos Campos, en el estado de São Paulo, en Brasil, tiene una forma más sencilla de resumir la razón por la cual le dieron el premio Tyler, y que ha sido un punto central en su trabajo: por “hacer visible lo invisible”, dijo a El Espectador en una llamada virtual.
Su trabajo sobre la Amazonia ayuda a entender un poco mejor esa premisa. Como explica desde Estados Unidos, tendemos a pensar que esta región es un lugar lejano, con baja o casi nula presencia y actividad humana, pero lo cierto es que allí también viven personas en zonas urbanas, incluyendo una población indígena significativa. Sin embargo, enfrentan enormes desafíos: están en situaciones que, muchas veces, son precarias y viven con una alta concentración de pobreza.
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Para Brondízio, que estudió agronomía en la Universidad de Taubaté y luego viajó a Estados Unidos a principios de los años 90 para hacer un doctorado en antropología ambiental en la Universidad de Indiana, esos problemas deberían ser parte de los debates globales, pero, a su parecer, rara vez se mencionan cuando se habla de la Amazonia. Lo mismo sucede con las economías ilegales y el crimen organizado que hay en aquella región. El otro tema que, cree, suele estar ausente en las discusiones es el papel que desempeñan quienes habitan la región y su potencial para ofrecer alternativas aterrizadas a su propia realidad.
“No se da cuenta de todo este trabajo que están llevando a cabo las comunidades indígenas, rurales, asociaciones, grupos de mujeres, entre otros, que están tratando de encontrar soluciones, pero que no son tan visibles como los problemas en sí mismos”, menciona Brondízio, que se quedó como profesor en la U. de Indiana, aunque nunca se alejó de sus raíces. Hoy también es profesor de la Universidad Estadual de Campinas.
A medida que explica el recorrido académico que lo condujo a ganar el que muchos llaman el “Nobel ambiental”, detalla algunos de los casos que ha seguido de cerca en la Amazonia y que muestran el éxito que han tenido estas estrategias locales. Uno de ellos tiene que ver con una especie de pez que es endémico de la cuenca del Amazonas: el pirarucú (Arapaima gigas), uno de los más grandes del mundo. Según la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca de Colombia, puede alcanzar hasta tres metros de longitud y pesar alrededor de 150 kilos.
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Según cuenta Brondízio, hace dos décadas el pirarucú estaba casi extinto en muchas partes de la región. Sin embargo, en el río Solimões, específicamente en la Reserva de Usos Sostenibles de Mamirauá (Brasil), se les reconoció el derecho de manejo comunitario a los habitantes de la zona para que aportaran en su conservación.
“Es una historia maravillosa, en la que se ha recuperado al pez en un 500 %”, afirma el antropólogo, con orgullo. “Hoy, solo en el estado de Amazonas, en Brasil, hay 500 comunidades y 5.000 pescadores que participan en esto. Se ha restablecido una economía entera y, a la vez, se protege el medio ambiente porque se deben gestionar y monitorear las áreas donde habita el pirarucú”.
Para el jurado del premio Tyler, es justamente por este tipo de investigación que este profesor brasileño mereció ganarse el galardón. Ha documentado, señala en su página web, “cientos de estos esfuerzos, desde la expansión de la agroforestería hasta la gobernanza comunitaria de la tierra, el agua y la biodiversidad. Brondízio enfatiza que las soluciones deben basarse en sistemas ya creados por los pueblos amazónicos, diseñados para sus necesidades y manteniendo los beneficios dentro de la región”.
Un largo camino por recorrer
El empeño del antropólogo por comprender a fondo la Amazonia ha dado luces para crear políticas y prácticas ambientales en la región, pero también ha demostrado que hay vacíos por llenar. Aunque en algunas áreas han innovado los sistemas de gestión del bosque y de los recursos, así como la producción, Brondízio señala que no hay una base sólida para apoyar estas economías locales.
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En palabras más sencillas, se han logrado desarrollar productos de gran valor, de maneras sustentables e inclusivas, pero este proceso se estanca a la hora de comercializarlos. “Los costos de producción, la dependencia de intermediarios y la falta de acceso al mercado crean condiciones en las que los precios son muy injustos y se presenta un desincentivo económico. Hace falta ese apoyo”, subraya el profesor.
Esto ha sucedido, incluso, con la iniciativa que permitió “salvar” al pirarucú. Brondízio recuerda una anécdota que resume los desafíos: los productores han llegado a vender un kilo de este pescado en cinco reales (unos $3.500), cuando en realidad, debido a su alta calidad y su procedencia, debería valer 50 reales (alrededor de $35.000). “En muchas áreas el precio es ridículamente bajo”, asegura.
Pese a los tropiezos, los esfuerzos continúan. A través del denominado Colectivo del Pirarucú, muchas comunidades y organizaciones de diferentes sectores de la Amazonia se han unido para hallar soluciones a los obstáculos, para hablar de precios mínimos, demandar una mejor estructura de mercado y abrir nuevos caminos.
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De hecho, Brondízio cuenta que hace algunos años inició un proyecto llamado Sabor da Amazônia, cuyo objetivo era fortalecer los mecanismos para comercializar el pirarucú en más lugares y a precios justos. Se llegó a distribuir en Río de Janeiro y São Paulo, e incluso se capacitaron a varios chefs para que aprendieran los distintos métodos de preparación del alimento, además de que conocieran, de primera mano, cómo el producto se conecta con el manejo de las comunidades en los territorios.
“Fue un gran éxito, pero a una escala experimental”, menciona el antropólogo. “Creo que necesitamos encontrar este tipo de casos de las comunidades porque, como dije, siempre están luchando”. Eso es, precisamente, lo que el premio Tyler aplaude: que las investigaciones de Brondízio han demostrado lo que los pueblos indígenas y las comunidades de la Amazonia tienen por aportar a la naturaleza.
Como copresidente de la Evaluación Global de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por su sigla en inglés), el docente dirigió la primera inclusión de estos conocimientos locales en un importante informe a nivel mundial. Eso es “mirar bajo la sombra del bosque”, como dice él: reconocer las diferentes realidades que hay en la Amazonia y que “no son tan apreciadas”.
*Este artículo es publicado gracias a una alianza entre El Espectador e InfoAmazonia, con el apoyo de Amazon Conservation Team.
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