Así se hacen los ambientalistas

Cuatro líderes ambientales cuentan cómo heredaron de sus padres la tarea y el compromiso de trabajar para proteger ríos, montañas, selvas, culturas tradicionales y demás riquezas naturales del país.

Redacción Vivir
22 de septiembre de 2014 - 09:46 p. m.

Por los caminos de la selva

Autor: Francisco von Hildebrand, director de Gaia Amazonas.

Francisco von Hildebrand y su padre Martin, fundador de Gaia Amazonas.
No recuerdo la primera vez que fui al Amazonas. Quizás es porque en mi memoria se mezclan las selvas que he conocido con aquellas que imaginé desde chiquito, escuchando las historias que me contaban los indígenas que se quedaban en nuestra casa.

Historias como Umabarí, el hijo del Sol, que bajaba todas las mañanas del cerro Yupatí al río para pintar las mariposas de colores antes del amanecer. Para ese entonces, Martín, mi papá, trabajaba como director de asuntos indígenas en el gobierno de Virgilio Barco y logró el reconocimiento de más de 26 millones de hectáreas de resguardos indígenas, el territorio indígena continuo más grande del planeta. Un mundo que primero descubrí entre mitos e historias.

Años después, viajando por el río Mirití, llegamos a la maloca de Rafael Letuama, un chamán que era sorprendente tanto por su conocimiento ancestral del Amazonas y las energías, como por su sonrisa y el cariño con el que hacía más hermoso y completo todo lo que tocaba y miraba con su pasar.

Yo tenía unos diez años y llevaba un par de semanas con mi papá visitando las comunidades adonde él llegó en los setenta, en medio de la época de la cauchería y donde, de mano en mano, con líderes indígenas como Rafael Letuama, Pedro Yucuna y Faustino Matapí, lograron cambiar el rumbo de una época marcada por la opresión y el racismo, a una donde el mundo se construye entre muchos mundos de ser y de pensar diferentes, con procesos locales de educación intercultural.

Rafael estaba preparando un baile tradicional que duró dos días y dos noches. Fue el primer baile en el que participé y, a ritmo de cantos y tonos, se fue diluyendo el tiempo de una manera que aún me cuesta describir. Se desbarató esa estructura del tiempo que se mide con un reloj, a través de horas y minutos, y comencé a descubrir cómo el tiempo no se mide, sino se vive entre brisas, lluvias, grillos, olores y sonidos que inundan este mundo de vida en perfecta sincronía. Para mí la selva es donde la tremenda omnipresencia de la vida te sacude desde lo más profundo y te recuerda lo inmenso que es este sistema de vida del que somos parte y lo pequeños que somos cuando lo olvidamos. En estos años he visto cómo el Amazonas se ha ido transformando en un territorio presionado por intereses extractivos y comerciales como nunca antes. Sin duda, los retos que se vienen son colosales, pero algo que siempre me ha inspirado ha sido la tenacidad de las comunidades indígenas que han logrado mantener su cultura, dignidad y forma de vida a pesar de las tremendas presiones .

Quizás el Amazonas imaginario que llenó mis sueños de infancia me impregnó con una fascinación infinita por estas selvas. Quizá me inspiró el sentir esa tenacidad y fortaleza cultural o el cariño que brota de las caras de tantos amigos indígenas que me enseñaron que este mundo se ve de tantas maneras como hay ojos para verlo y que cada una es tan válida como la otra.

Ahora que soy el director de la Fundación Gaia Amazonas (ONG que fundó Martín hace 25 años) no creo que exista un momento o una persona que defina lo que me guía. Creo que mi papá me ha inspirado a mí tanto como yo a él y Rafael a mí y a Martín, así como tantos más que han sido parte de este camino colectivo. Construimos caminos inspirándonos los unos a los otros.

 

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Una alumna de Ciudad Perdida

Autor: Adriana Soto

Adriana Soto, ex viceministra de medio ambiente y su padre el antropólogo Álvaro Soto, uno de los descubridores de Ciudad Perdida. / Foto: Cristian Garavito.
“Uno no puede defender lo que no conoce” es la frase que más recuerdo de ti y la recuerdo porque de tu mano conocí este lindo y complejo país. Desde la academia, donde me llevabas a hacer tareas del colegio cuando dirigías el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes hasta cuando me mostrabas la hazaña que fue dar a conocer al país y al mundo la Ciudad Perdida de los Tayronas.

Este descubrimiento asombró a la comunidad científica nacional e internacional por su sofisticada arquitectura y sistemas de manejo del agua de vanguardia, pero también nos dio identidad como nación de lo que fuimos capaces de crear hace más de 1.500 años. cuando Europa estaba sumida en el Medievo.

Luego, como director de Parques Naturales Nacionales, te vi empeñado en asegurar que Colombia contara con el suficiente capital natural para poder ser viable económica y socialmente en el futuro: creaste varios parques nacionales en el Pacífico, la Amazonia y en las cordilleras colombianas. Inversiones rentables en regulación de agua, suelos y biodiversidad que hoy benefician a millones de colombianos.

Recién empezaba a estudiar economía cuando me dijiste que si quería viajar durante las vacaciones, con gusto me apoyabas, pero solamente si era a los parques nacionales de este país: “Piscina y locha ni de fundas”. Sabia sugerencia, pues recorrí muchos de estos maravillosos lugares, a veces con tu compañía y la de mi grupo de amigos que hoy ocupan cargos donde se toman decisiones claves para este país, con una visión de sostenibilidad que muy seguramente fue resultado de estos viajes.

Para la Cumbre de la Tierra de 1992, la Academia de Ciencias de Canadá te llamó para que dirigieras a un grupo de líderes de Latinoamérica, África y Asia con el propósito de dar los lineamientos que fundamentarían los acuerdos sobre desarrollo sostenible que salieron de esta histórica reunión.

Durante los últimos 10 años te dedicaste a explorar ya no a Colombia sino al mundo, y me enseñaste a entender la dimensión global de los temas ambientales, cómo éstos están interconectados con la agenda económica y política mundial y cómo mi país cumple un rol estratégico en ese contexto.

“Conocer el pasado para entender el presente y poder diseñar un mejor futuro”: ahora entiendo lo que quieres dejarme como herencia y solamente tengo palabras de agradecimiento por habérmelo enseñado con tus valores y con tu ejemplo, y por construir un legado que refleja tu profundo amor por Colombia y por su gente.

 

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La escuela de los frailejones

Autor: Andrés Guhl

Andrés Guhl, geógrafo y profesor de la U. de los Andes, junto a su padre Ernesto Guhl, director del Instituto para el Desarrollo Sostenible Quinaxi.
“Hay gustos y hábitos que se adquieren desde la más tierna infancia, y para mí uno de los recuerdos más claros es salir a caminar al monte con mi papá, mi abuelo y el resto de la familia.

Siendo muy niño, recuerdo muchas mañanas de sábado en las que, muy temprano, la mayoría de la familia Guhl subía hasta el peaje de Patios, en la vía que de Bogotá conduce a La Calera, y desde allí arrancábamos a caminar, adentrándonos en el páramo.

En ese monte, que era muy especial para nosotros, había árboles en los que mi hermana y yo jugábamos, y bajo cuya sombra mi abuela o mi mamá nos contaban cuentos maravillosos. Tomábamos medias nueves entre los frailejones, y luego regresábamos a almorzar en Bogotá. En estas salidas al monte, mi papá y mi abuelo me fueron enseñando a conocer distintos tipos de frailejón y de otras plantas del páramo, y el gusto de poder interpretar el paisaje, de ver y oír las aves, y de ser consciente de la multiplicidad de relaciones entre insectos, plantas, animales y suelos que hacen posible el milagro de los páramos.

Estas primeras salidas en familia me enseñaron algo que hoy en día es invaluable para mí, y es la capacidad de observar, de poder discernir los patrones generales de un paisaje, pero también detalles específicos, y de registrar en la memoria los cambios que ocurren en distintos momentos del año, como los períodos de floración o cuando había uvas de monte o mortiño. Este maravilloso lugar dejó de ser nuestro refugio paramuno cuando el progreso y la urbanización cambiaron los páramos por casas, por allá a finales de la década de 1970.

Ese proceso de urbanización no fue el final de esa búsqueda de lugares “naturales” o con paisajes magníficos. En cada uno de los viajes que hicimos en familia, fueran estos largos recorridos por carretera hasta sitios maravillosos como San Agustín, o paseos de un día a los cerros de Sopó o a las rocas de Suesca.

Lo que sí cambió en ese momento fue que no volví a salir con mi abuelo, y mi papá se convirtió en mi principal maestro para entender cómo se articulan los procesos biofísicos con los sociales. Recuerdo cómo en muchos viajes a Villa de Leyva mi papá me explicaba que era un lugar muy seco, y que sus suelos habían sido degradados por mal uso, y cuando empezaron a aparecer las pequeñas represas que cambiaron la disponibilidad de agua en la región, fuimos juntos testigos de la transformación de la vegetación y de la agricultura en la zona del Alto Ricaurte. En San Agustín, mi papá cultivó mi interés por los habitantes del pasado y me enseñó a leer en los paisajes del Alto Magdalena las huellas pasadas de la ocupación humana.

También eran frecuentes las salidas al cerro del Santuario, en el páramo de Guasca. Todos los años íbamos con otras familias a este lugar que, según la sabiduría popular, hacía parte del rito de correr la tierra de los muiscas. Allí nos maravillábamos con la inmensidad del páramo, pero también veíamos cómo iba cambiando por incendios, ganadería y otras amenazas. En estas salidas, mi papá fue cultivando en mí la habilidad para entender un paisaje como una serie de procesos interconectados en el tiempo y en el espacio.

Cuando terminé el colegio, entré a estudiar ingeniería civil. Sin embargo, la posibilidad de irme de intercambio en la universidad me abrió la posibilidad de ver en la geografía, y sobre todo en una geografía donde la dimensión ambiental es fundamental, como una opción de vida. En la geografía descubrí cosas que me habían enseñado mi papá y mi abuelo, como la capacidad de observación, de relacionar y vincular fenómenos, y de entender procesos en el paisaje como la interacción entre naturaleza y sociedad eran el quehacer profesional. Nunca pensé que mi papá y mi abuelo, en esas salidas a los lugares maravillosos de nuestro país, me hubieran mostrado el camino que yo iba a seguir sin siquiera saberlo desde mi más tierna infancia”.

 

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Asistente de viaje en la Orinoquia

Autor: Antonio Loboguerrero, director de la Fundación Etnollano.

Antonio Loboguerrero junto a su madre Xochitl Herrera.
“Las aventuras vacacionales de mi infancia fueron regularmente en las selvas y sabanas del Arauca y el Vichada. En mis primeros recuerdos siempre hay un río, una canoa y un chinchorro. Crecí en un hogar lleno de libros sobre culturas milenarias, de objetos traídos de lejos como arcos y flechas o banquitos indígenas; conocí muy temprano el sabor del casabe, del copoazú, del pescado moqueado y el olor a las fibras y artesanías indígenas.

Mis padres, los antropólogos Miguel Loboguerrero y Xochitl Herrera dedicaron su vida a acompañar a comunidades indígenas de la Orinoquia y la Amazonia colombiana en la búsqueda de su bienestar y el fortalecimiento de su identidad. Treinta años de trabajo ininterrumpido construyendo esa idea que hoy es la Fundación Etnollano. Y mientras tanto, me arrastraron con ellos.

Antonio Loboguerrero junto a su madre Xochitl Herrera.
En mis primeros viajes, cuando aún no había cumplido los 10 años, mi paso por comunidades indígenas consistía en disfrutar con los demás niños indígenas de los baños en los ríos, las cacerías de lagartijas o los paseos para buscar frutas en el bosque. También compartí momentos importantes entre padre e hijo, y pude sentir y aprender de las inclemencias, incomodidades e imprevistos que se puede uno encontrar en estos lugares recónditos del país.

Después todo empezó a cambiar y fui mutando hacia una especie de asistente de viaje, que tenía labores como proyectar películas y documentales, recoger listas de asistencia, apoyar la elaboración de mapas y las actividades en los talleres. Etnollano fue mi verdadera escuela, mi segundo hogar. Entendí la importancia del trabajo de mis padres y la fuerza cultural que tienen los pueblos indígenas para definir su propio camino hacia el bienestar.


La familia Loboguerrero en uno de sus viajes a la Orinoquia.
Toda mi vida he trabajado en Etnollano. Es el legado que recibí de Miguel y de Xochitl. He sido aprendiz de antropólogo, asistente administrativo, profesional de campo, formulador de proyectos y coordinador de proyectos. Acompañé a mis padres a talleres comunitarios, a reuniones institucionales, a visitas a financiadores...

Desde hace 4 años, tras el fallecimiento de mis padres, dirijo el equipo de Etnollano. Nos hemos reinventado y adaptado a los nuevos contextos, hemos abierto nuevas puertas institucionales y locales de trabajo, y hemos crecido manteniendo la huella que mis padres dejaron en mí. Muchos de los líderes indígenas con los que hoy trabajo son esos mismos niños con los que jugaba en los caños. Los líderes con los que trabajaron mis padres son los que hoy todavía me recuerdan lo que para ellos era importante: la salud, el bienestar y la diversidad cultural para la construcción de un país más sostenible”.

Por Redacción Vivir

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