La violencia política, sumada a la incapacidad de los Estados y la sociedad para proteger a sus líderes sociales —ya sean líderes comunitarios en zonas rurales o servidores públicos y políticos—, termina siendo un elemento determinante para perpetuar la desigualdad y el sufrimiento. Son los líderes quienes abogan por causas que superan sus propios intereses y se centran en los intereses de un colectivo. Si ellos no están, ¿quién puede entonces hacer esta tarea y evitar ingresar en un espiral de caída libre?
Cuanto más relevante, visible y sincera es la voz, mayor es el riesgo de que sea silenciada. Cuanto mayor es el potencial de aportar a un cambio sistémico real —cambiando el curso tendencial y oponiéndose a fuerzas que buscan privilegiar el interés de unos pocos, muy pocos, sobre el bienestar público—, mayor es el riesgo. La lucha termina por convertirlos en blancos.
Sin que madure la cultura de civilidad que recuerde que la vida es sagrada y que la institucionalidad que garantice el respeto y cumplimiento de los acuerdos sociales que hemos hecho madure, difícilmente lograremos un semillero de líderes sociales que quieran seguir impulsando el cambio. Realizarlo es hoy irracional y requiere, además de la poderosa mezcla de un alto sentido de vocación de servicio, empatía por los otros y mística, un umbral frente al riesgo. Uno entre cientos, nace inspirado y con el coraje y virtudes necesarias, por esto como sociedad debemos rodearlos, y cuidarlos pues son estos los que nos cuidan, los que cuidan el sistema público que nos sostiene.
Colombia es el país más peligroso para los líderes sociales, incluidos los defensores de causas ambientales. El Global Witness informó que Colombia fue el país más letal del mundo en 2023, con 79 asesinatos de líderes defensores del medio ambiente, equivalentes al 40 % de los casos globales. Recientemente, la Defensoría del Pueblo indicó que, a junio de 2025, los asesinatos de personas defensoras de derechos humanos y liderazgos sociales ascienden a 81. Es decir, estamos perdiendo alrededor de tres personas por semana, todas ellas comprometidas con la defensa de lo colectivo, más allá de sus propios intereses. Un luto permanente que, además de estas pérdidas y de los impactos en sus familias, contribuye a un efecto disuasorio para el ejercicio de la vocación de servicio.
Paradójicamente, cuando este modus operandi de unos pocos que pretenden atemorizar —y lo logran— va tomando ventaja, es cuando más se requiere la fuerza y el coraje de una sociedad que mantiene una visión esperanzadora, reconociendo las bondades, cualidades y capacidades que también hemos demostrado al unirnos en defensa de lo colectivo. Ahora bien, ¿cómo construir y aportar para generar esta fuerza colectiva? Volver a lo básico, a lo cercano: desde las acciones que sí están bajo nuestro control, como mantener la calma e interactuar en la vida diaria con la familia y los colegas, entendiendo las diferencias y procurando resolverlas siempre de forma conciliadora. Si todos ejercemos liderazgo social en nuestras familias, barrios y comunidades, los más visibles dejarán de ser excepciones y estarán mejor protegidos.
Dedico esta columna a Miguel Uribe Turbay (1986 – 2025), cuya vida quedó inconclusa en la búsqueda de un bienestar público y democrático que nos pertenece a todos.
*Divulgador científico y autor del libro «El ABC Visual del Cambio Climático».