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El cactus de la vida

Doce mujeres del municipio de Los Santos, Santander, decidieron prepararse para el cambio climático a partir del nopal, una variedad de cactus que, según ellas, es “el más generoso en tiempos de sequía”.

María Paulina Baena Jaramillo
14 de agosto de 2014 - 04:34 a. m.
Las pencas (hojas) del nopal guardan un alto porcentaje de fibras y proteínas.
Las pencas (hojas) del nopal guardan un alto porcentaje de fibras y proteínas.

Mientras las gotas de sudor empapan la frente y la arena se cuela en los ojos debido a las bocanadas de viento, la discusión entre Juan y Milo, dos campesinos santandereanos, es el calor.

“Sí se siente más caliente la región. Me acuerdo cuando estaba en la escuela que le podía ver la cara al sol, ahora no se puede porque ha bajado más y aprieta más duro”, dice Juan, a quien se le chamuscó todo su cultivo de tabaco y desde hace seis meses no sabe qué es un sueldo.

“¡No es que se haya bajado más!”, comenta entre risas Luis Antonio Bohórquez, o Milo, como lo conocen en el pueblo, “es que ha subido la temperatura”, finaliza, con ínfulas de científico.

Esta región de Santander, conocida como Los Santos, está clavada a un costado del cañón del Chicamocha. Desde hace varios años los campesinos vieron sus cultivos morir y notaron que las condiciones del clima eran extremas, con sequías que amenazaban su calidad de vida.

En medio de esta crisis apareció Patricia Ponce de León, una bogotana y agroecóloga de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD), que invitó a un grupo de mujeres para que trabajaran juntas y se adaptaran con cultivos resistentes. Patricia explica que la agroecología “consiste en hacer más con menos”. Todo debía ser aprovechable y así fue cómo surgió la Fundación Guayacanal que, desde hace 20 años, ha liderado la idea del desarrollo in situ en cabeza de la mujer. De ahí se desprendió el Modelo Energético Eficiente para Zonas Áridas (Meebza), cuyo lema es “producir, consumir, procesar y vender lo que quede”.

Pero también descubrieron los usos de una planta de pencas espinosas que pasaba desapercibida en el cañón del Chicamocha. Se llama nopal, un cactus originario de México que necesita de muy poca agua para vivir y que crece hasta en las lajas, en los pedregales más ásperos. Se trata de una planta resistente que mejora los terrenos donde nace y que guarda un banco de proteínas y fibras capaz de alimentar al ganado y a los habitantes de Los Santos. El cactus tiene una capacidad de cicatrización asombrosa y sale adelante a pesar de las condiciones de extrema sequía. “A uno lo pone flaquito y a los animales gorditos, pero a los dos bonitos”, comenta Miria Moreno, una de sus cultivadoras.

También se involucraron con la lombricultura, para producir abono orgánico a través de los excrementos de la lombriz, y biodigestores que convierten las excreciones del ganado en gas con el que prenden sus estufas y cocinan.

Eso es lo que hacen 12 mujeres de la región. No sólo subsisten con el cactus, sino que lo comercializan. Para María Helena Suárez, involucrada en el proyecto y mano derecha de Patricia, “ellas mismas son multiplicadoras del conocimiento, basadas en la realidad de sus cultivos, no de grandes libros”. La mermelada de nopal ahora reemplaza a las demás del mercado. Y con el nopal hacen jabones orgánicos, ceviches, ensaladas, dulces y medicinas.

¿Un cactus que se come?

Cuando conocieron la semilla, las mujeres estaban escépticas: “esas pencas no sirven para nada”, “estas piedras no son fértiles”, “eso sabe feo”, “nos demanda mucho tiempo cuidarlo”. Pero se tragaron sus palabras cuando entendieron que a las pencas se les quitan las espinas con una lija o cuchillo para comerlo y su sabor es entre ácido y dulce, que del nopal germina un fruto conocido como higo, que en las piedras podía crecer un cactus de más de un metro de alto, que era apetecido por todos los animales y que el ganado lo devoraba, que sólo les demandaba dos horas del día.

Porque ni el maíz ni el tabaco que allí se cultivaban podían crecer. Miria cuenta que “las maticas, antes de empezar a dar, ya estaban quemadas por el sol. En cambio, cuando sembramos el nopal se resistía sólo, no le hacía falta agua”.

Esmeralda Celis, otra de las mujeres participantes, asegura que el nopal es vida y que la pobreza se fue desde que lo comenzó a sembrar. Pero la de ellas era una pobreza diferente. La de ellas no era sólo la falta de alimento o de dinero, sino la falta de tiempo para ellas mismas, el miedo de dejar una tierra que les pertenecía y que las obligaba a engordar las cifras de desplazados, y la preocupación de sentirse inútiles, planas, inservibles. Eso las hacía pobres.

Patricia explica que, de acuerdo con documentos de la FAO, las mujeres comúnmente son relegadas a cultivos poco rentables. El hombre es, por tradición, el que invierte, disfruta y acumula. Pero la mujer, y en especial la mujer campesina, tiene un valor inmenso en el hogar, pues de ella depende el bienestar de la familia entera. “En el momento en que las mujeres generan un ingreso las ven diferentes. Empiezan a opinar y su entorno cambia”, cuenta Patricia, “en este machismo es una conquista extraordinaria”, remata.

En esto coincide Daisy Gómez, quien con tono decidido irrumpe en la conversación: “Es que la opción para las mujeres es dudosa; los hombres tienen sus quehaceres y nosotras nos hemos ganado un espacio. Hemos aprendido que el trabajo de la mujer sí vale”.

La idea arcaica de pedirles permiso a sus maridos ya estaba mandada a recoger. El nopal logró cambiarle la cara a un lugar de piedra. A dar vida a un cañón estéril. Con una dosis de sentido común y de rebeldía hacia la tradición, creyeron en el nopal. Se adaptaron a su realidad, a la árida realidad, porque se resistían a salir de allí. Entendieron el calor no con desesperación, sino con inventiva. Utilizaron el cambio climático a su favor y no en su contra, pues de repente no tenían nada y lo tenían todo. Estas mujeres se unieron para subsistir, no para competir.

En una pared de Piedecuesta, un municipio cercano a Los Santos, como si se tratara de un presagio, permanecía escrito un grafiti “educación para la liberación, no para la competencia”.

Ahora ahorran para poder viajar al Eje Cafetero y conocer su polo opuesto: una tierra templada, productiva y en donde, de vez en cuando, se desploman aguaceros torrenciales. 

mbaena@elespectador.com

@mapatilla

Por María Paulina Baena Jaramillo

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