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El día en que una petrolera se les metió al pueblo

Las tierras de los indígena Siekopai, en el amazonas ecuatoriano, llevan 53 años siendo explotadas por petroleras. El exterminio de su cultura no está lejos.

Carolina Gutiérrez Torres
21 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.
En cada tres de cada cuatro familias de San Pablo de Katetsiaya (77%), los niños manifestaron sufrir maltrato físico, más del padre que de la madre.
En cada tres de cada cuatro familias de San Pablo de Katetsiaya (77%), los niños manifestaron sufrir maltrato físico, más del padre que de la madre.

Los Siekopai (o Secoya) son un pueblo indígena del Amazonas ecuatoriano; su territorio ancestral limita al nordeste con el río Putumayo de Colombia. En 1960 llegó la primera petrolera a su territorio: la estadounidense Texaco. A partir de ese momento puede empezar a contarse la historia de la extinción de su cultura. Hoy sobreviven cerca de 670, entre ellos los 340 miembros de la comunidad San Pablo Katetsiaya quienes vivieron hasta marzo de este año con un intruso en el corazón de su caserío: la empresa petrolera Sinopec. Esta intromisión de cinco meses los dejó “cerca del exterminio como nación”, como reza en un informe de la asociación ecologista ecuatoriana Clínica Ambiental.

A finales de marzo de este año dicha asociación recibió una alerta sobre la instalación de la compañía china Sinopec al interior de la comunidad San Pablo de Katetsiaya (a unos cien kilómetros de la frontera con Colombia). “Se comunicó que un grupo de 150 hombres se asentaron en la comunidad, en un campamento permanente en el Centro de Interpretación Cultural. La información hablaba de delitos sexuales: abuso sexual, agresión sexual, atentado al pudor y acoso sexual; así como engaños por parte de la empresa petrolera para entrar en el territorio. Ante la gravedad de lo que esto significaba, se decidió consultar con las autoridades de la nacionalidad Siekopai para planear una posible entrada y conocer de primera mano la situación”. Hasta allí llegaron los investigadores. Encontraron, infortunadamente, que la realidad coincidía con aquella versión.

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“Este fue el peor de los peores. Los chinos han hecho lo que nunca ha hecho nadie; ni Petroamazonas ha hecho eso con los Secoyas. Esto es terrible porque yo ahí veo la falta de liderazgo interno. Porque realmente los líderes dijimos que no se firmara la negociación, eso no era de firmar; sino que de repente un grupo de jóvenes internamente dijo que ‘ahora queremos trabajar y queremos el dinero’. Como ya le dije, el cambio se radica ahora en la juventud. Entonces nuestros dirigentes no podían sostener, porque la mayoría de los votos pedían que se firme así sea para mal”. El testimonio, de uno de los líderes de la comunidad, es la introducción al informe que resultó de la investigación de 20 profesionales, entre geógrafos, médicos, sociólogos, sicólogos, historiadores y documentalistas.

Lo primero era reconstruir la llegada de la petrolera Sinopec a San Pablo. ¿Cómo hizo para entrometerse hasta las entrañas del pueblo? La respuesta está en esta frase del informe: “hay una fuerte división entre la comunidad y los dirigentes, a quienes les acusan de dejarse manipular por la petrolera”. La realidad es que un grupo de líderes indígenas autorizaron su entrada, como lo ha argumentado la empresa; pero la realidad, también, es la que describió en su cuaderno de campo uno de los investigadores: “Las estrategias de las empresas (al parecer en colaboración con el Estado) buscan comprar a los líderes y manejar las ‘negociaciones’. Muchas de ellas dirigidas a la adquisición de valores mercantilistas, capitalistas. Todos los hombres a los que entrevisté veían como problema su falta de conocimiento para la negociación con la empresa. Reiteraban que necesitaban apoyo en ese proceso”.

“Fueron los hombres los que decidieron”, señala la mayoría de mujeres entrevistadas. Fueron ellos quienes dieron el aval y ellas las que más tuvieron que soportar la violencia que llegó con el campamento, los obreros, el alcohol y el dinero. Eso también dicen los testimonios recogidos: “Me sentí muy mal por las señoritas y las señoras, porque ellos molestaban hasta a las ancianas, así sucede, cuando yo he trabajado en la compañía, no respetan a las mujeres”.

Según Clínica Ambiental la llegada del campamento petrolero a la comunidad representó un “incesante acoso sexual” a las mujeres. Algunas de ellas declararon que las seguían cuando iban a bañarse al río y es sonada la historia de tres jóvenes que fueron violadas al mismo tiempo. Más violencia para una comunidad en la que por lo menos la mitad de los niños presentan signos de haber sido agredidos sexualmente; en el caso de las adolescentes la cifra llega a 71%.

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“Los petroleros tomaban todos los días, sí sabían vacilar y piropear a las jovencitas. Eran muchísimos que andaban. También el supervisor tenía una chica de aquí (menor de 18 años). A mí sabían silbarme, pero nunca les paré importancia, porque si se les para importancia, se aprovechan”, afirmó de las mujeres entrevistadas.

El consumo desmedido de alcohol de los trabajadores que llegaron y de los indígenas que se convirtieron en obreros de la multinacional –tal y como sucedió hace 60 años cuando llegó la Texaco a ofrecerles 1 dólar al día por trabajar abriendo trochas–, se tradujo en un aumento en el maltrato hacia las mujeres, por acusaciones de celos y abandono.

“El consumo de alcohol y la violencia intrafamiliar están presentes en el 40% de las familias. Con la llegada de la empresa los niños refirieron que la comunidad se convirtió en una gran cantina”, señala el informe y más adelante concluye: “el tejido familiar, ya débil, sufrió de fragmentación, desconfianza e incremento del miedo. La empresa se limitó a expulsar a algunos de los trabajadores porque no rendían en sus trabajos”.

El 81% de los hombres fueron contratados para tumbar árboles y alrededor del 80% de las mujeres, para lavar ropa y hacerse cargo de la cocina. Los tiempos en los que la comunidad trabajaba o vivía del bosque están ya en un pasado muy lejano. Ahora sobreviven como obreros de la industria extractiva.

“Con estos cambios en las actividades laborales se ha dado una pérdida de la soberanía alimentaria. A pesar de los trabajos como peones para la industria, o quizás por ellos, en muchas ocasiones los niños pasan hambre y necesidad. Algunos niños refirieron consumir arroz con tortas de yuca, sin proteínas o verduras, pues para pescar hay que ir a tres horas de la comunidad (el río Aguarico viene muy contaminado de los desechos de Lago Agrio y de los campos petroleros tras la desembocadura del río Pacayacu con toda la carga de desechos químicos y aguas negras), la cacería es escasa y no hay mucho trabajo de recolección en la selva”.

En cambio sí había trabajo con la petrolera. Con la que acordaron que recibirían 40 dólares por hectárea que fuera destinada a inspección sísmica –proceso utilizado para identificar el petróleo con explosiones a unos 20 metros de profundidad. La misma operación se realiza cada 50 metros–. Fueron 6.000 hectáreas. Recibieron 240 mil dólares. De ese dinero 20 mil dólares se destinaron a la “nacionalidad” –la cabeza que gobierna– y el resto se dividió entre los socios de la comunidad –que son sus habitantes mayores de 14 años–: a cada uno le correspondió un promedio de 600 dólares.

“Con la plata que nos dio la compañía casi todos compraron nevera, o moto, equipo de sonido, cosas así, yo la guardé para algo urgente, para una enfermedad, o algo así”.

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Algunos dirigentes siekopai firmaron la autorización para que Sinopec se adentrara al corazón de su comunidad, y siguen convencidos de que ese es su destino. No se arrepienten. “No hay cómo impedir que entre la compañía como única alternativa para satisfacer las necesidades básicas de la población. Ya no podemos vivir como los abuelitos” (testimonio dirigente). Pero también están los que encontraron en ese error quizá la última posibilidad de repensar su historia. “El futuro de los Siekopai ahorita es sentarnos y volvernos a mirar en el pasado, hacer una capacitación y volverse como antes que éramos nosotros. Ahorita están volados pensando en dinero, pensando en ir a trabajar, problemas y más problemas. Entonces aquí hay que entrar primero a la sanación de la juventud”, testificó un líder de la comunidad.

Para el médico ecuatoriano Adolfo Maldonado, uno de los líderes de la investigación, los Siekopai cargan con “una historia de impactos acumulados, de una agresión tras otra. Con estas actividades extractivas no sólo están extrayendo el recurso natural, sino a las mismas personas: se les extrae la capacidad de decisión, la fuerza de trabajo, el ambiente sano. Es una extracción, poco a poco, de las formas de pensar, de las culturas que se van deteriorando”.

cgutierrez@elespectador.com

Por Carolina Gutiérrez Torres

 

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