Opinión: Las jirafas de Gallo

El alcalde de Pereira, Juan Pablo Gallo, se salió con la suya. Importó las dos jirafas que había anunciado para el Bioarque Ukumarí de Pereira (Colombia) desde el Parque de conservación de vida silvestre Africam Safari de Puebla (México).

Andrea Padilla Villarraga*
14 de julio de 2018 - 03:51 p. m.
Tomada de Facebook.com/JuanPabloGalloMaya
Tomada de Facebook.com/JuanPabloGalloMaya

Lamentablemente, la primera imagen que circuló en redes sociales, tras el arribo de las jirafas, fue la de él mismo haciéndose una ‘selfie’. No pudo escapar a la moda de fotografiarse con animales exóticos que, por cierto, llevó a la organización World Animal Protection a iniciar la campaña ‘Código Selfie’ para luchar contra esta nociva tendencia que les causa a los animales silvestres enorme sufrimiento y estrés. En fin, una torpeza.

El argumento de Gallo para llevar a Pereira a estas dos jóvenes jirafas, separándolas de su grupo y familia, es loable: contribuir a la conservación de una especie que, según la Lista Roja de la UICN, se encuentra en categoría ‘vulnerable’ de extinción. Sin embargo, a este propósito le caben preguntas y reflexiones. Primero, porque no todo lo que se presenta como conservación lo es. Segundo, porque no todo vale en la conservación. Tercero, porque hay maneras de hacer conservación. Preguntas que se enmarcan, a su vez, en un debate ético más profundo entre la protección a los animales y la preservación de especies.

Algunas de las preguntas que podrían plantársele al proyecto de Gallo para establecer la veracidad y las cualidades de su apuesta conservacionista, son: ¿De qué programa de conservación hace parte Ukumarí? ¿Cómo se garantizará el número, la supervivencia y la reintroducción de individuos viables para aumentar la población de jirafas en su hábitat natural en África? ¿De qué modo la presencia de las jirafas en Pereira ayudará a reducir las presiones en el África (pérdida de hábitat, conflictos armados, cacería ilegal y cambio climático) que tienen a la especie en riesgo? ¿Cómo se fomentará la conciencia ambiental sobre la protección de la especie, siendo los visitantes pobladores colombianos que nada tienen que ver con su conservación?

Incluso, escudriñando la intensión misma, podría preguntarse ¿Por qué no mejor invertir recursos en la preservación de especies endémicas? Desde un punto de vista ambiental, práctico y de puro sentido común, parece sensato plantear que, en esta materia, los Estados deberían concentrar sus esfuerzos y los escasos recursos que suelen destinarse a los asuntos ambientales en la conservación de especies nativas. Porque hay que decir que emprendimientos de conservación ambiental de fauna silvestre colombiana, más bien pocos.

Pero además, la apuesta es controvertible desde una perspectiva ética. El conservacionismo clásico no considera los intereses de los animales, puesto que para él no cuentan los individuos sino las especies. Por lo tanto, el bienestar de los animales suele ser obviado dentro de sus prácticas, a menos que este incida en el proyecto de preservación. Una aproximación similar a la salubrista, que sólo atiende el bienestar animal en la medida en que afecta el ‘producto’ final.

En cambio, la ética individualista de la protección animal centra su atención en los individuos. Dado que son ellos quienes tienen la capacidad de sentir y sufrir (no así las especies), la consideración moral recae sobre los animales contados uno a uno. En este sentido, el bienestar y la dignidad son experiencias de cada ser individual. Como señala Martha Nussbaum, aunque la especie es importante para el florecimiento del individuo, su continuidad tiene poco peso moral como factor de justicia.

Y mientras el conservacionismo responde a un interés antropocéntrico, cual es el de preservar especies para procurar la estabilidad ambiental necesaria para la supervivencia humana en el planeta, la protección animal pugna por los derechos y el bienestar de los animales en virtud de su valor intrínseco, es decir, por ellos mismos. Por supuesto, siempre es posible encontrar caminos solidarios entre ambos proyectos, sin perder de vista donde radica la fuerza moral.

Desde esta óptica, las objeciones al proyecto de Gallo son casi obvias y abren una infinidad de interrogantes éticos sobre el bienestar de las jirafas, que muy lejos está de limitarse a la provisión de agua, alimento y de un entorno medianamente enriquecido. Empezando por el carácter gregario de las jirafas, que las lleva a vivir en grupos de hasta quince individuos, hasta las condiciones de movilidad que, de no ser suficientes, podrían sumirlas en una depresión profunda y conducirlas a la muerte, como ha ocurrido con miles de animales en zoológicos de todo el mundo.

No puedo negar, entonces, mi profunda preocupación por el bienestar de las jirafas. Más tardaron los empleados del bioparque en meterlas al cuarto oscuro de cuarentena, que el alcalde en anunciar un día de entrada gratis a la semana para que la gente pueda verlas y fotografiarse con ellas, como hizo él.

Ojalá las jirafas no se conviertan en una triste atracción turística del parque donde también hay “juegos interactivos y escenarios de adrenalina”, como se lee en su página web. Más aun, que no corran con la misma suerte de los hipopótamos de Nápoles y terminen siendo consideradas una ‘especie invasora’ a la que hay que matar, como si no bastaran los caprichos de los narcos. O que las atenciones a su bienestar no estén mediadas por el estúpido orgullo regionalista de ver nacer la primera ‘jirafa pereirana’ (¡vaya ambientalismo!) o de demostrar, como lo dijo el alcalde, que “a Pereira no se le queda nada grande”. De ser así, nos habrá ganado el espíritu mafioso y su costumbre hortera de ir luciendo ‘trofeos’ de animales.

 

*Candidata PhD en Derecho de la Universidad de los Andes. Vocera en Colombia de AnimaNaturalis Internacional

@andreanimalidad 

 

Por Andrea Padilla Villarraga*

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