Para avanzar en los proyectos de vida hace falta primero convencerse a sí mismo de la historia. De su desenlace, de los posibles nudos a enfrentar, porque sin oposición no hay trama que avance. Mantenerse fiel a este principio exige también un grado de coherencia draconiano para habitar los mundos imaginados en el fuero magnánimo de la imaginación y volverlos realidad. Cumpliendo letra a letra este postulado, Daniel Feldman habita en el laberinto postindustrial de sus propias concepciones.
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En pleno corazón de la zona industrial de Bogotá, en donde antes no había más que edificios abandonados y silos vacíos, vestigio de un pasado industrial más prospero, uno de los mejores arquitectos de Norteamérica un recorrido histórico por calles de este complejo. Recorrerlas bajo el tenue susurro de su relato, los edificios de Puente Aranda comienzan a cobrar vida, a transformarse en imperios de revitalización urbana insospechados, y una lección patrimonial invaluable y de difícil olvido.
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Días atrás, el alcance de su idea, construida desde su adolescencia, alcanzó el hito de ciudad al convertirse en la segunda Actuación Estratégica de la ciudad bajo la fuerza de un decreto que le devolverá la vida y la convertirá en un centro cultural, comercial y de vivienda sostenible. Este logro, forjado desde el amor al arte y desde las aspiraciones juveniles, representa una satisfacción irremplazable, aun cuando acaba de ser nombrado como uno de los mejores 40 profesionales de su campo.
De tal forma, la historia de Daniel nos recuerda que hay trayectorias que parecen dibujadas a lápiz, con líneas quietas pero impredecibles. Trazos de un mapa esbozado por un niño inquieto: flechas en direcciones prohibidas, curvas que regresan al punto de partida, rayones donde debería haber márgenes, y valentía para romper los paradigmas de una ciudad que necesita reescribirse de la mano de sus arquitectos más vanguardistas.
Su historia
Feldman estudió arquitectura en la Universidad de los Andes, sin tener un propósito al largo plazo, como suelen hacer los estudiantes que pisan por primera vez un alma mater. Por fortuna, en su espalda no existían presión de linajes o frustraciones vocacionales. Una vez sentado en las aulas de clase, la devoción por el oficio apareció y dimanó en una dedicación inquebrantable.
Daniel dice que fue “muy nerdo”, de esos que descubren pronto que diseñar es un acto íntimo, de valentía, y una fuerza ígnea, casi un temblor, pero solo perceptible para quien lo vive. En la universidad lo marcaron tres voces: Bonilla —su fogonazo de diseño— y Estefanía Escalón, quienes lo obligaron a caminar Bogotá sin filtros, ni prejuicios, a mirar detrás de la fachada, a escuchar esa música subterránea que la ciudad siempre deja escapar para los oídos y ojos más curiosos, como un capricho cinestésico de la urbanidad.
De ahí saltó a la oficina del profesor Bonilla, a los concursos, a los planos y al silencio de los talleres. Tras unos años en la quietud y el detalle de esta modalidad de la profesión, a Daniel lo movió impulso que lo ha acompañado toda la vida: querer que la arquitectura sirva como abrigo para quienes casi nunca lo han tenido, una solución más allá de los negocios inmobiliarios, una voz de vida.
Junto a una compañera peruana —Elizabeth Añaños— ganó un segundo lugar para construir un centro comunitario en una favela de Río de Janeiro. Ahí comenzó su primer capítulo: la arquitectura como acto de reparación, como promesa para los niños que crecen en zonas donde el Estado solo se atreve a entrar con escoltas.
Se mudó a Brasil, consiguió fondos, rehízo el proyecto, trabajó con Atelier 77, los ganadores del primer lugar. Observó la obra levantarse como quien ve crecer una criatura improbable. A la par, iba publicando fotos en un blog en línea para que sus papás supieran que seguía vivo. Y ese blog —qué caprichosa es la suerte— lo leyó María Clemencia, la esposa del presidente Juan Manuel Santos. La primera dama lo buscó y le ofreció ser arquitecto líder en Consejería para programas especiales, llevando Centros de Desarrollo Infantil a zonas de guerra y comunidades que todavía llevaban el ruido de los fusiles en la piel.
La oferta de volver a su país y continuar con el sentido social de la arquitectura lo movió más que otros proyectos. Aceptó la propuesta presidencia y recorrió el país diseñando proyectos en territorios atravesados por la violencia. Ese fue su primer movimiento vital: la arquitectura como apoyo a comunidades.
Memoria postindustrial
El segundo capítulo llegó por sorpresa, como un eco de infancia: la zona industrial de Bogotá. Un paisaje que él llevaba fotografiando desde 2004, cuando todavía era estudiante. Esas bodegas, esas fachadas anónimas y las estructuras ladrillo, grueso y gris, sobrevivientes de una ciudad que ya nadie recordaba. Creció viéndolas. Las vio caer, resistir a los caprichos del progreso y al olvido inherente de las mutaciones económicas que las fueron vaciando. Esas imágenes hicieron mella en su mente y fueron incubando en sus aspiraciones de manera silenciosa hasta que, un día, mientras trabaja en Nueva York, meses después de terminar su maestría en Harvard, entendió que el patrimonio industrial de su ciudad podía renacer. Y en sus oídos resonaba el llamado de esos gigantes dormidos en Puente Aranda que pedían una oportunidad volver a respirar.
En la ciudad de los rascacielos aprendió de números, contratos, finanzas, permisos. Allá vio cómo se regeneran antiguas cervecerías. Y mientras tanto, en las gélidas noches neoyorkinas, empezó a dibujar un proyecto urbano para Bogotá que nadie le había pedido: una estrategia para revitalizar la zona, preservar su arquitectura y traer vida creativa a esos esqueletos. Lo llamó ZIBo, influenciado por los juegos de acrónimos de la gran manzana.
Regresó a Bogotá, al lugar de su infancia, las bodegas de Puente Aranda. Las calles de este pedazo de ciudad olvidado que recorrió mientras acompañaba a sus papás al trabajo —eran propietarios de bodegas en la zona— ejercieron una fuerza urbana de catarsis que recompensó su regreso con la musa original de quien se atreve a regresar a sus principios. Una vez allí, Daniel tomó la antigua bodega de su familia, la dividió y convirtió en talleres para creativos. Habitó un cuarto que antes fue oficina y que aún tenía permiso de vivienda. Fue en este momento en el que Daniel se creyó el cuento de su vida y comenzó a vivirlo —literalmente— dentro de la idea que estaba tratando de explicarle a la ciudad: la zona industrial debe respetarse como patrimonio y revitalizarse.
Al principio, fiel a la cruel imagen del vanguardista incomprendido en una tierra conservadora, nadie le paró bolas. Ni las alcaldías, ni los inversionistas y mucho menos desarrolladores, con más interés en hacer conjuntos gigantes en otras zonas de la ciudad que en atender el llamado de la renovación urbana. “Muy loco”, le decían.
Por fortuna, así la nuestra sea a veces una ciudad rígida y apegada de manera equívoca a las tradiciones, existen también bogotanos dispuestos a escuchar las voces de quienes se imaginan de forma distinta a la ciudad. El desdeño a su propuesta finalizó cuando un concejal, Diego Laserna, lo escuchó y utilizó la tribuna de su posición política para ampliar las ideas de Daniel. Esos ecos llegaron all director de Patrimonio, Patrick Morales, y luego la secretaria de Planeación en 2020, liderada en aquel entonces por María Mercedes Maldonado, quien la acogió de inmediato.
Ahí el proyecto comenzó a hacerse visible: se convirtió en Actuación Estratégica, e ingreso al fuero indeleble del Plan de Ordenamiento Territorial, documento maestro del que salen los designios de la Bogotá de los próximos doce años. En el plano internacional, su propuesta ZiBo ganó presencia en Bienales de Seúl y Oslo, entró al radar internacional. Hoy, ZIBo, bajo el liderazgo de RenoBo y el gerente Carlos Felipe Reyes, fue adoptada vía decreto.
Todo eso —insiste él— sin que nadie le pagara. “Por amor al arte”, dice, pero en realidad es amor a la ciudad, amor a ese pedazo de Bogotá que siempre supo que merecía otra oportunidad. Con los años, su trabajo viajó más lejos. En Malmö, Suecia, las autoridades del país escandinavo lo contrataron para asesorar la revitalización de su zona industrial. El proyecto llegó al Museo de Arquitectura y Diseño de Estocolmo y fue la primera vez que un colombiano tenía el honor de exponer su trabajo ahí. Aunque él, desde la modestia, insiste en que la idea de revitalizar zonas industriales no es de su exclusiva autoría.
Se trata de un movimiento urbanístico que ya ha tenido éxito en países como Argentina e Inglaterra y se convirtieron en referentes internacionales. Más sin embargo, más allá de su austera autoevaluación, la valentía de Feldman es en sí mismo el mérito a destacar. Desde entonces divide su vida entre Bogotá, Nueva York y Europa, con su estudio ZITA —Zona Industrial y Taller de Arquitectura— navegando esos dos mundos.
Ese recorrido, esa mezcla improbable entre favela, Harvard, Nueva York, bodegas de medio siglo y POT bogotano, terminó llevándolo a una lista que reconoce a los 40 arquitectos menores de 40 años más influyentes de Norteamérica. No es un premio, aclara él: es una selección por trayectoria. Por esa insistencia terca —casi poética— de que la arquitectura puede ser un oficio misional.
Lo que lo une con los otros seleccionados es justamente eso: no un solo proyecto, sino la costura entera del camino. En su caso, un camino que empezó sin herencias, sin mapas, sin brújulas familiares y que lo devolvió, 20 años después, al mismo lugar que veía desde niño: una bodega en la zona industrial.
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