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Del ruido del taller al eco del jazz: la segunda vida de un trombonista bogotano

Cristian Camargo compagina su vida como mecánico del SITP con la de músico, pasión que afianzó en uno los proyectos artísticos más ambiciosos de Colsubsidio. Su historia narra la obligación moral de perseguir sueños sin importar las circunstancias y la utilidad de estos programas.

Miguel Ángel Vivas Tróchez

14 de octubre de 2025 - 08:00 a. m.
Cristian Camargo compagina su labor de mecánico con su pasión por la música y el trombón.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

No hay frontera ni objeto lo suficientemente impenetrable para la música. Posiblemente, sea una fuerza omnipresente capaz de colarse en cualquier rincón del éter imaginado y volverse melodía. Recreando esta teoría resuenan las herramientas de un taller de mecánica para buses en la Sevillana. Las manos que arrebatan claves cifradas de armonía son las de Cristian Javier Camargo, un operador de herramientas que, en sus ratos libres, encaja bujías y hace tronar motores.

Sí, en sus ratos libres, porque ante todo Cristian es músico, y su llegada al taller —con la orquesta díscola de sus herramientas— es apenas una incidencia de la cotidianidad de las grandes ciudades.

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Pero todo cambia cuando el acuoso invasor de grasa y hierro se transforma en el terciopelo y el aroma a sándalo del teatro Colsubsidio, donde años atrás este trombonista se enamoró de la música por segunda vez. La primera fue hace 30 años, en el colegio, intercalando lecturas con los cancioneros de su abuela Carmen. Aquellas canciones hicieron germinar la semilla musical con la que había nacido. Las aulas fueron sus primeros escenarios.

Era inevitable que sus manos le sacaran melodía a los objetos. A cada golpe, él reforzaba el anhelo de vivir de la música. No había otro camino que el de los salones repletos, las pruebas de sonido y los viajes hacia cualquier rincón del mundo.

Todo ese universo tuvo un punto de quiebre: una clase cualquiera, cuando un profesor le presentó el trombón. Con casi tres metros de largo, un brillo que parecía oro y una campana por la cual salía el halo sagrado del sonido, el instrumento embelesó su mirada.

“Fue amor a primera vista. Ni siquiera me fijé en si era largo o pesado. Solo supe que ese instrumento debía ser mi compañero el resto de mis días”. Los breves minutos de demostración bastaron para arrastrarlo al frente de sus compañeros. Pidió con ansias infantiles que lo dejaran tocarlo. Posó su boca sobre la boquilla, sus manos en el receptor y una corriente de aire lo empujó a un viaje sin retorno. Sin haber recibido una sola lección, le sacó un fa nítido, guiado solo por el instinto.

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La percusión pasó a segundo plano y se transformó en ensayos interminables, lecturas de pentagramas y tardes de salsa con Willie Colón y Barry Rogers. Compartir más tiempo con el nuevo amor exigía esfuerzos: al terminar clases, el trombón del maestro también se iba de vacaciones. “Sentía la necesidad de un trombón propio, pero no es un instrumento barato. Por fortuna, a mi papá le salió un trabajo para pintar ascensores y allí gané lo suficiente para comprar el mío”.

Mientras sus compañeros dormían hasta tarde, Cristian iba con su padre a trabajar. Las monedas se fueron juntando hasta que pudo congraciarse con su amor sin la limitante del tiempo ni la distancia. Ahora podía ensayar a cualquier hora, en cualquier lugar. Era el punto más alto de una catarsis juvenil: el principio de la luna de miel y un momento de infinitas posibilidades.

Con la adolescencia llegaron otros amores y las responsabilidades. Un embarazo lo convirtió en padre tan rápido como su visión del mundo se adaptaba a la costumbre de crecer. Aunque la pasión seguía viva, la música fue desvaneciéndose en un letargo de olvido y frustración. A los 28 años, la realidad aplastante de la adultez lo arrastró a la lista del desempleo. Las cuentas se acumulaban y fue necesario buscar un oficio más provechoso.

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Sin más opciones, pero con nociones del mundo automotriz, optó por estudiar mecánica en el SENA. Sus manos cambiaron la suavidad del trombón por la aspereza de las herramientas. Ya no era la tinta del pentagrama la que manchaba sus dedos, sino la grasa que cubría su vida diaria. Se apagó la música en el silencio ensordecedor del requisito.

Cristian Camargo trabajando como mecánico.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

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Nadando en la cotidianidad asfixiante de la ciudad, cuya única melodía era el monótono sonsonete urbano de las ocupaciones, Cristian se topó con una epifanía moderna. Su madre enfermó de cáncer, su hogar se desintegró y parecía no haber forma de caer más bajo. En ese descenso, un mensaje en redes lo hizo devolverse en el tiempo: “Escuela de Jazz y Big Band Colsubsidio. Inscripciones abiertas”. El anuncio en la pantalla del celular se convirtió en una ventana hacia su infancia. Desde su creación en junio de 2021, el programa de Interpretación en Jazz de la Escuela de Jazz del Teatro Colsubsidio ha emergido como uno de los espacios más sólidos y vanguardistas para la formación de músicos en el país.

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Allí estaba su niño interior, practicando el trombón bajo la ilusión de no hacer nada más en la vida. Esa voz le recordó una lección para tiempos frenéticos: “Nunca es demasiado tarde para algo, y mucho menos para ser feliz”. Un “¿por qué no?” fue el impulso final con el que llenó los formularios y pasó los filtros. “No fue sencillo. Tuve que volver a estudiar, recuperar la sensibilidad de mis dedos, de mi oído, de mi conexión con el instrumento. Era empezar de cero, reencontrarme”, cuenta.

Cristian Camargo tocando trombón en Usme, barrio en donde creció y se formó como musico.
Foto: Mauricio Alvarado

A través del programa musical de Colsubsidio, Cristian materializó su sueño de tocar frente a auditorios repletos; de conocer otras almas sensibles que, como la suya, solo vibran en clave de sol. Todavía necesita de sus ingresos en el taller, pero el nuevo impulso lo llevó a replantearse su rumbo.“Pienso estudiar música profesionalmente, como fue mi sueño. Tengo proyectos de participar en una orquesta de salsa y otra de funk. Hay miles de cosas que ahora persigo y me entusiasman”, dice.

De nuevo en el parque —su auditorio vecinal improvisado—, Cristian se llena de la energía del origen, del lugar donde amó la vida por primera vez. Cuando el cansancio de llevar dos vidas, la del mecánico y la del músico, le pesa, se sienta en una banca. Huele la hierba fresca, repasa los vestigios de su niñez y recuerda el privilegio de haberse enamorado, por segunda vez, de esa musa que siempre lo acompañó: la música.

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*Contenido desarrollado en alianza con Colsubsidio

Por Miguel Ángel Vivas Tróchez

Periodista egresado de la Universidad Externado de Colombia interesado en Economía, política y coyuntura internacional.juvenalurbino97 mvivas@elespectador.com
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