En las calles de los barrios capitalinos, el sonido de la Navidad no siempre estuvo ligado a las notificaciones de los celulares o al ruido de los videojuegos. Hubo un tiempo cuando el ritmo de la época lo marcaba el roce de un trompo contra el cemento, el golpe seco de la coca, el “taz taz” de las canicas o el grito jubiloso de un “¡coroné!” tras una partida de golosa.
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Hoy, mientras las pantallas monopolizan los encuentros familiares, surge una duda necesaria: ¿qué queda de ese espíritu callejero en Bogotá? Esta es la pregunta que intentan responder Edilberto Franco, con su carreta rebosante de juguetes tradicionales, y el Museo de Bogotá, a través de su Festival Decembrino Popular.
La nostalgia
Para quienes crecieron entre los años 70 y 80, la calle frente a casa no era un simple lugar de paso, sino un escenario donde la imaginación convertía el asfalto en campo de batalla, donde los niños, con minuciosa estrategia, se formaban en equipos y competían horas y horas, hasta reconocer al digno ganador. “En diciembre, mientras los viejos estaban por ahí tomando cerveza o echando pólvora, jugábamos con los demás niños de mi cuadra a la bolita. Uno hacía un huequito y las botaba”, recuerda Héctor Moya, de 63 años, quien pertenece a una de las últimas generaciones que disfrutó hasta el cansancio los juegos populares
Entre los más recordados por la gente está el trompo, un objeto de madera en forma cónica, con punta de metal, que se enrollaba con una piola y se lanzaba para hacerlo girar en el suelo; el yoyo, juguete milenario de dos discos unidos por un eje central, al que se enrollaba un cordel; las famosas piquis o bolitas de vidrio, que se jugaba, por ejemplo, poniendo varias en un cuadrado pintado con tiza en el asfalto, para intentar sacarlas lanzando otra bola, o la coca (o balero), donde gana quien inserte más veces la bola en el tallo de madera.
Es justo este último juego el que más nostalgia les genera. Clemencia Castro, de 57 años, entre risas, recuerda que no fue muy buena ‘encholando’. “Como era la única mujer entre cuatro hombres, lo que más jugábamos era trompo, yermis, lleva, golosa, escondidas, robo al trapo y piquis”. Ella explica algunos juegos que no me suenan muy familiares: “Robo al trapo era un grupo de 10 personas, se dividían en dos grupos y cada uno tenía que cuidar un trapo e intentar robar el trapo del equipo rival”.
Los hemos olvidado
Más allá de la herencia cultural, estos juegos fueron escuelas en los que aprendimos valores como el trabajo en equipo, la lealtad, el respeto, la tolerancia y la amistad. De ahí que no sea en vano encontrar tesis académicas que plantean cómo estos juegos siguen siendo una herramienta didáctica, motivadora e integradora, que logra una convivencia armónica y pacífica en las primeras etapas de la vida. De ahí la necesidad de rescatarlos.
“Los niños ya no juegan al aire libre, porque no disponen de espacios, ni en las calles, debido a la inseguridad. Entonces, los juegos están siendo desplazados por entretenimientos tecnológicos, que favorecen la vida sedentaria y aislada, pero al final no son verdaderos juegos, pues carecen de la libertad y la creatividad propias de lo lúdico. En el juego auténtico el niño puede decidir por sí mismo su argumento, sus reglas, su principio y su final”, destaca la psicóloga Doris Delfina Angulo Cortés.
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Y es que, sumado a un mundo hiperconectado por el internet, antes el barrio era una extensión de la casa, donde permitía que sus calles fueran lienzos para juegos o testigos de raspaduras dolorosas. Pero ahora, estas cuadras caminables, están rodeadas de vehículos o de la incertidumbre por la inseguridad. Así coincide Clemencia y su hija Natalia Ospina, de 23 años. “Eso se empezó a perder desde que creció la inseguridad. Yo, por ejemplo, buscaba sitios donde ella pudiera jugar más segura y eso era con la parte digital”,dice Clemencia. “Yo jugaba en un parque que, por fortuna era cerrado, pero más que todo en el rodadero”, agrega Natalia.
Guardianes de la tradición
Frente al olvido, surgen figuras como Edilberto Franco, campeón nacional de trompo en Sogamoso (Boyacá) por 10 años consecutivos (1998 al 2008), conocido como el maestro de la Logia del Juego Popular, quien recorre las calles del centro de Bogotá con una carretilla llena de yoyos y cocas. Él, más que nadie, sabe la pérdida intergeneracional de estos juegos, y por eso decidió rescatarlos desde la enseñanza. “Es la única manera de que perdure. Cuando vienen y compran el juego, les explico, y les voy dejando tareas. Así los voy acercando. Incluso, les digo a los padres que ellos mismos aprendan para que juntos compartan”.
Pero su esfuerzo no es el único que intenta frenar el olvido. El Museo de Bogotá se ha sumado a esta cruzada y aprovechando esta época de Navidad, le apostó a reconectar a los capitalinos con los juegos tradicionales con su segunda edición del Festival Decembrino Popular, que desarrolló en la Casa de los Siete Balcones. En una de sus salas, personas de todas las edades se dieron cita este sábado para convertir esta joya arquitectónica en un pedacito de los barrios de antaño, donde los asistentes disfrutaron de juegos como coca, yoyo y piquis.
“No fue solo un recordatorio de nuestra tradición y cultura como colombianos, sino también de cuánto vale la interacción humana. Mostrar que algo como dos pedazos de madera con un hilo en la mitad nos puede unir de una forma que el mundo digital nunca podrá hacer, a pesar de ser sinónimo de conectividad. Por eso es importante seguir con esta tradición, que definitivamente nos diferencia de los demás”, resaltó Natalia Ospina.
Pero ¿qué hay detrás de esta iniciativa? Juan Camilo Monsalve, pedagogo del área educativa del Museo de Bogotá, señaló que el Festival nació a partir de ese reconocimiento del encuentro de distintas generaciones, para acercarlas a los festejos navideños, que hacen parte de la cultura popular. “Para los más pequeños fue explorativo. Nuestra intensión era despertar su curiosidad. Nos preguntaron qué trucos se podían hacer o cómo se jugaba. Para los adultos fue un ejercicio de memoria. Dialogaban sobre qué jugaban en sus barrios o cuáles eran esas reglas que se creaban. Y esa memoria es, al final, la esencia de este Museo: cómo comprendemos el pasado; cómo vivimos el presente, y cómo nos imaginamos el futuro”, manifestó Monsalve.
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Recuperar estos juegos no es un simple capricho de la nostalgia, sino un acto de resistencia cultural frente al aislamiento digital. Al poner a girar un trompo o lanzar un yoyo no solo estamos reviviendo tradiciones, sino devolviéndoles a las nuevas generaciones la posibilidad de habitar la calle, aprender la paciencia del ensayo y error, y entender que el vínculo humano más auténtico nace en la sencillez del juego compartido. Este diciembre, el verdadero desafío es permitir que la alegría del “¡coroné!” vuelva a resonar en las cuadras de Bogotá, demostrando que el alma del barrio sigue viva en cada vuelta de la cuerda.
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