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El barbero que no quiso ser

Con la entrada de los salones de belleza en la década de los ochenta, las barberías en el centro de Bogotá desaparecieron. Ahora, los pocos barberos que intentaron continuar su oficio, están en un un rincón de las peluquerías a donde solo llegan algunos clientes de hace 40 años.

Laura Dulce Romero
05 de agosto de 2014 - 04:38 p. m.
El barbero que no quiso ser

 Sabe que con un movimiento brusco podría causarle la muerte a alguien. Por eso, cuando pasa por la yugular, lo hace con cautela, sin respirar. No tiene miedo. No le tiembla la mano. Es un experto para manejar los elementos cortopunzantes, pues a eso se dedica desde que tiene uso de razón. Es hereditario, lo lleva en sus venas. Este oficio no es tan sencillo, tiene más riesgos de lo que se pensaría. Requiere de mano fuerte, de dedicación, de concentración. Ser barbero no es nada fácil.

Pero la canción que sus manos bailan con las navajas, Cristian Torres tuvo que aprendérsela de memoria y con errores incluidos. Sus primeras experiencias no fueron las mejores. Cuando vivía en Pandi (Cundinamarca), su padre montó una barbería en la que él empezó a trabajar cuando tenía 17 años. Su primer cliente fue un familiar lejano llamado Andrés Bernal, un hombre que tenía una barba larga, pero además dos lunares peludos que también debían ser afeitados. Era su primera vez, no había tenido instrucción alguna porque, como él asegura, la barbería solo se aprende viendo. “Pues lo primero que hice fue cortarlo. Cuando eso, uno llegaba, le echaba jabón y la quitaba. No como ahora, que cuando la barba está larga quita uno con una máquina y la deja bajita”, recuerda Torres.

Pero hoy, en la peluquería Nueva Florida, lugar donde trabaja desde hace tres años, nadie hubiera pensado que este hombre de baja estatura, canoso y con bigote, alguna vez hubiera cometido un error, al ver la suavidad y precisión de sus movimientos cuando usa la barbera. Es callado y solo le responde por momentos a Jorge Eliécer Vásquez, un cliente al que atiende desde hace 40 años. El barbero empieza acomodando a Jorge Eliécer en una silla negra, robusta, oxidada, con una palanca rota, que servía para acomodar la altura de los clientes.

Luego le pone la capa amarilla, para que ningún pelo caiga sobre su ropa. Saca los instrumentos de su cajón blanco, entre ellos las tijeras y comienza a cortar. El frondoso pelo que tiene el cliente baja considerablemente después de 10 minutos. Cristian cortó las cejas, el bigote, el cabello. Tiene un pulso admirable, sobre todo si se tiene en cuenta que tiene 76 años, en los que ha recorrido más de cinco peluquerías.

Después de las tijeras, llega la navaja, que arrasa con los pelos de la nuca. En ese momento no habla nadie. Un movimiento en falso puede traer graves consecuencias, aunque Cristian está siempre alerta. Todo esto lo hace con ayuda de una peineta negra y larga, “la clásica”, como él la llama. Después sigue con la máquina y su molesto ruido. Ella se encarga de pulir lo que la tijera, por su incapacidad de profundidad no puede. Empieza con el bigote y pasa la barbera con cautela.

Pero para él no es suficiente. Debe volver a pasar la tijera de nuevo hasta que haya uniformidad en la altura del pelo. Un estilista de esta generación hubiera hecho ese trabajo en 10 minutos, pero Cristian es barbero y pertenece a otra época en la que la paciencia siempre era meritoria de los mejores resultados. Y a fin de cuentas, sus clientes siempre han sido hombres mayores de 50 años, a quienes les gusta ver el esfuerzo y la dedicación.

En la década de los setenta y los ochenta, recuerda que los barberos eran quienes se encargaban de toda la familia hasta que nacieron los salones de belleza. Y como nunca fue tan innovador en su oficio, el reemplazo fue inminente. Él solo atiende los requerimientos que sus clientes le hagan. Incluso le han llegado jóvenes que quieren media cabeza rapada, otros que quieren el famoso siete e incluso le piden cortes de barbas o cabello de personas famosas, como de Osama Bin Laden o de Fidel Castro.

La verdad es que este barbero ha intentado adecuarse al estilo contemporáneo, así no le guste y muchas veces se burle en silencio de lo que le piden. “Se ha perdido el buen gusto, pero yo he tenido entretenimiento y variedad por mucho rato”, agrega Torres. Cristian acaba con Jorge Eliécer, quien le paga los $7.000 que cuesta el corte. Le da un apretón de manos y le dice que lo espera pronto.

Un sueño arrebatado por la violencia

En la década de los cuarenta, Colombia estaba pasando por uno de sus peores momentos, pues se agudizaba cada vez más la guerra bipartidista. El 9 de abril de 1948 asesinaron al caudillo del pueblo, Jorge Eliécer Gaitán, y el país tuvo que atravesar por uno de los episodios más violentos de nuestra historia: el bogotazo. Después vino el periodo de La Violencia, que permeó todos los departamentos, todas las ciudades, todos los rincones, incluso los más desolados. En el país no había matices: o se era liberal o se era conservador. Por supuesto, Líbano (Tolima), el pueblo donde vivía la familia Torres Suárez, no fue la excepción. Era un pueblo de liberales y el padre de Cristian debía huir antes de que lo asesinaran. Todos sabían que él era conservador.

El hecho que desató la huida de la familia Torres Suárez es un recuerdo del que Cristian habla con dolor. Sus ojos no pueden evitar cerrarse al recordarlo, como si la película de su memoria se reprodujera solo con la luz apagada. Cuando era muy pequeño tuvo que escuchar a sus vecinos rogándoles a los guerrilleros piedad para no ser asesinados. “Estar por ahí uno en la casa, en el campo y saber que estaban matando al vecino y escuchando “no me mate”, y escuchando los disparos fue muy duro”, expresa con rabia y dolor.

Fue así como Alfredo, padre de Cristian, decidió irse a Pandi (Cundinamarca), a empezar una nueva vida, que esta vez no giraría alrededor del campo, sino de la barbería. En este lugar, los 13 hijos de esta familia vivieron tranquilos, aunque siempre con el recuerdo de su desplazamiento forzado. Allí fue donde este tolimense aprendió el oficio que le daría de comer para toda su vida.

Sin embargo, en medio de su segundo cliente, cuenta que no siempre fue barbero. Duró varios años en los que se iba a otras partes, a pasear, a conocer, a vivir sin rumbo fijo. Narra que por unos años trabajó como carpintero, hasta que en 1971, decidió irse a probar los sabores y sinsabores, hay que decirlo, de la capital. Y aunque no pensó que algún día le iba a servir el legado de su padre, Bogotá lo devolvió a la estirpe de la barbería.

“La primera peluquería donde trabajé quedaba en la 12 con quinta y allá era donde llegaban los peluqueros y reclutaban a la gente… en ese lugar, uno llegaba, tiraba los chiros y a trabajar. Llegaba mucha gente de afuera a peluquearse y afeitarse, porque allá llegaban los buses: Rápido Tolima, el Magdalena. En ese entonces no era tan competido el oficio”, afirma.

Luego pasó a otras peluquerías como la Bella, Chicó, Las Unidas o La Internacional, todas ubicadas en el centro de Bogotá. Al principio no tenía estabilidad en los lugares porque, según él, en este gremio no solo había que manipular las navajas convencionales, también debía aprender a controlar las envidias.

También aceptó la propuesta de un peluquero veterano, que antes era mariachi. Se lo llevó a trabajar en una barbería ubicada en el barrio Santafé, que en la década de los ochenta era un barrio tradicional y residencial. Allí duró menos de lo que dura una ranchera, porque al poco tiempo llegó un señor a proponerle algo mejor. “Me encarretó todo ese día y el sábado arranqué donde él. Un costeño chévere. Con ese tipo trabajé una cantidad de tiempo, desde el año 74 hasta hace 3 años”, asevera Torres.

Ese costeño chévere se llama Carlos y su peluquería se llamaba La Caribe. Cristian recuerda que se movía mucho, tenían bastante clientela con la que tomaban whisky casi todos los días. “La gente llegaba allá a celebrar y llegaban armados con su botella. Uno trabajaba tomadito. La gente que pasaba y veía cómo tomábamos y fumábamos. La gente decía: “dizque peluquería ¡hijueputas cómo peluquearán!””, cuenta entre risas.

La parranda duró bastante tiempo, pues La Caribe cerró para irse a otro sitio mejor. Pero esta vez se llamaría Donde Carlos, en la calle 21 con carrera 5. Cristian trabajó con los costeños por más de 20 años contando las dos peluquerías, hasta hace tres que cerraron.

Como él no tiene seguridad social, está condenado a trabajar hasta el último día de su vida. Por fortuna, el dueño de la peluquería Nueva Florida, el local vecino, le ofreció quedarse allí y es por esto que hoy tiene trabajo.

Después de contar sus historias, la cara le cambió de inmediato. Las risas del whisky pasaron a la amargura de un trago de vinagre. Cristian se toma unos segundos para afirmar, con dolor, que a pesar de haber vivido tan bueno, no se siente orgullo de ser barbero.

“Yo no vivo orgulloso de ser barbero. Es un oficio que lo escogí, pero yo no dudo en decir que yo vine del campo. Nunca he ocultado eso. A la barbería le debo todo, lo bueno, amigos, invitaciones buenas, que uno no puede hacer en otras cosas, pero no estoy orgulloso”.

Cristian explica que si no hubiera sido por la violencia, probablemente, él se hubiera dedicado a la tierra. Pero nada de eso ocurrió, ni su finca soñada en el Tolima ni la vida adinerada que siempre pensó que iba a tener con un ganado o unos extensos cultivos. Por eso odia la política, por eso no vota, por eso su rabia sigue acumulada, porque la violencia bipartidista le arrebató su futuro.

Ya resignado a vivir lo que, según él, Dios le impuso, Cristian se levanta todos los días a las 5:00 a.m., toma su tinto, ve algo de televisión y después se baña. “Desayunar si hay, si no, no”, dice sin complicación, ni vergüenza. Llega a la peluquería a las 8:30 a.m., se arregla y empieza a trabajar.

Si no hay clientela, espera, lee, duerme o ve televisión. Cristian prefiere no hacer citas porque se siente comprometido y además porque le tiene miedo a las jugarretas de la vida, o más bien de la muerte. Según él, las personas no deberían acordar citas, porque no saben si pueden cumplir. Nunca piensa en el futuro ni el pasado. Para él, “cada día trae su afán”.

Cristian dura entre 25 y 30 minutos por cada corte que realiza y con barba puede gastarse una hora. Pero a él eso no le importa, porque es prioritario hacer las cosas bien. Hace parte de su personalidad perfeccionista. Eso sí, se queja mucho de la cantidad de peluquerías que hay en el centro de Bogotá, que cobran solo $3.000 por un corte y con afán. Está seguro de que su labor no se va a extinguir, pero es consciente de que cada vez son menos los barberos y los clientes que van a afeitarse.

“En cuanto a la barba, antes uno todos los días uno hacía afeitadas. Hoy no. Puede pasar una semana y uno no hace una afeitada por la comodidad que hay con las máquinas. Este oficio está ‘perrateado’. $7.000 que cobramos aquí no es una cosa cara tampoco, pero bueno, la máquina una vez más le ganó al hombre”, expresa resignado.

Es amable, tranquilo, paciente, además dedicado a su labor. Por eso, sale a las 8:00 p.m. pues tiene la costumbre, desde la época de su padre, de trabajar hasta tarde. Ama su trabajo porque le mantiene limpia las manos y siempre está pendiente de que su puesto sea agradable para los clientes. Barre y limpia en cada corte. Y aunque no está orgulloso de ser barbero, pues cree que se pudo dedicarse a la tierra, es consciente de que su trabajo es fundamental para los demás porque, como él mismo lo dice: “la peluqueada también hace parte del vestido de la persona”.

Por Laura Dulce Romero

 

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