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El desalojo de La Rioja: entre el riesgo estructural y la resistencia embera

Los indígenas alojados en la UPI deberán abandonar el lugar o ser desalojados por el Distrito. Una vez se haga efectiva la orden judicial, en atención al riesgo intrínseco de la estructura sobre sus ocupantes, el reto consistirá en integrar a los indígenas que se queden en la ciudad y se resistan al retorno.

Miguel Ángel Vivas Tróchez

07 de noviembre de 2025 - 05:03 p. m.
Comunidad Indígena Embera realiza plan retorno a sus zonas de origen desde este lugar
Foto: El Espectador - Gustavo Torrijos
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En la calle 4 #15-14, en el centro de Bogotá, la UPI La Rioja se levanta como un edificio fatigado por el tiempo. Las paredes, cuarteadas y húmedas, han sido testigos de un tránsito que parece no terminar: el de cientos de familias emberá que llegaron buscando refugio temporal y ahora deberán marcharse porque la infraestructura no da más.

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El Distrito, amparado en un fallo judicial y un informe del IDIGER que alerta posibles riesgos de incendio, ordenó la salida urgente de la comunidad por el riesgo estructural del inmueble. Pero entre la letra fría de la ley y la realidad de los pasillos, la historia es más compleja.

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La Rioja fue concebida como una unidad de protección para jóvenes en riesgo de habitar la calle y, por un tiempo, como albergue temporal para los emberá desplazados del Parque Nacional. Sin embargo, lo que debía ser un paso transitorio se volvió una residencia precaria y permanente.

“Era una medida temporal que se volvió casi permanente, pero nunca perdió su carácter de temporalidad”, explica Gustavo Quintero, secretario de Gobierno, y agrega, “el problema es que muchas personas de la comunidad asumieron que La Rioja era su casa”.

La sentencia judicial, notificada al Distrito el 30 de mayo, ordena el cierre total del predio. Según el fallo, el inmueble no solo tiene fallas estructurales, sino también riesgos sanitarios y eléctricos que comprometen la vida de quienes lo habitan. La Secretaría de Salud y el Cuerpo de Bomberos ya habían alertado sobre las pipetas de gas y las conexiones improvisadas que podrían causar una tragedia.

“Lo primero es eliminar el riesgo sobre el predio”, acota Quintero. “Hay que hacer una intervención para corregir todas las fallas, y solo después pensar en volverlo a poner al servicio”. Pero mientras el Distrito prepara las reparaciones, más de 380 personas —la mayoría mujeres, niños y adultos mayores— siguen viviendo allí, a la espera de una alternativa.

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El desalojo y otros problemas

El Idipron adelanta el proceso de desalojo, que deberá sortearse en tres días, según la última notificación conocida por la opinión pública. La directriz incluye una audiencia de conciliación y una oferta de salida voluntaria, a través de la cual el Distrito ofrece arriendo temporal por seis a nueve meses, gestionado por la Secretaría de Integración Social y la Consejería de Paz.

Una vez se agoten estos escenarios, si los indígenas continúan en su empeño de ocupar la UPI, el Distrito no descarta un desalojo forzado para cumplir la orden judicial pero, sobre todo, para garantizar la seguridad de los ocupantes.

Otro problema que se le suma a este conflicto es de la continua llegada de más indígenas. Según conoció El Espectador, a la UPI siguen llegando más miembros de los colectivos étnicos Chamí y Emberá. Ya sea porque tienen la esperanza de encontrar una plaza para resguardarse, en respuesta a una primera oleada de indígenas que retornó a sus territorios en septiembre.

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Asimismo, la consejera de paz y de víctimas, Isabelita Mercado, denuncia que algunos indígenas están llegando, tanto de otros rincones de Bogotá, como de otros territorios, por invitación expresa de los líderes asentados en La Rioja. “Algunos ni siquiera tienen condición de víctima. Son simplemente personas que llegan por llamado de sus líderes. Eso lo sabemos porque tenemos comunicación constante con las alcaldías de los territorios de origen”, apostilla la funcionaria.

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Alternativas

Los indígenas que no deseen hacer el retorno, y por ende apunten a una nueva vida en Bogotá, tendrán asistencia y toda la oferta social del Distrito a su disposición, según comentaron Quintero y Mercado. En principio, recibirán apoyo para un arriendo mientras consiguen estabilizarse en la ciudad. “Son arriendos dignos, no indefinidos, mientras las familias se estabilizan o deciden si quieren retornar”, explica Isabelita Mercado.

Pero las resistencias persisten. Muchos emberá no quieren irse. Algunos esperan otro retorno, otros simplemente decidieron quedarse en Bogotá. “Hay personas que no quieren volver a su territorio y que ya tomaron la decisión de permanecer en la ciudad”, comenta Mercado. “El problema es que no hay una alternativa colectiva; las rutas ahora son individuales”, sentencia la funcionaria.

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La comunidad, por su parte, siente que el desalojo es un nuevo despojo. Para ellos, La Rioja se convirtió en una extensión de su territorio, un refugio en medio de la ciudad hostil. “Las comunidades ahora entienden a la UPI como su casa, una casa emberá”, relata una funcionaria.

Volver a la calle no es una opción

En medio del desalojo, y del dilema que implica el hecho de que algunos indígenas no acepten ni el retorno, ni las alternativas de arriendo tras la evacuación de la UPI, invita a pensar en otros escenarios: como su regreso a la intemperie en sitios como el Parque Nacional, la carrera Séptima, el Ministerio de lnterior o la Plaza de Bolívar. Lo anterior, resulta crítico, sobre todo cuando casi el 60 % de los indígenas son menores de edad, en condiciones de vulnerabilidad.

No obstante, el Distrito ha sido enfático: no habrá nuevos asentamientos colectivos. Ni en el Parque Nacional, ni en otro espacio público. “Bogotá no puede permitir otro escenario de cohabitación y hacinamiento como los que ya vivimos”, ambos funcionarios consultados por El Espectador. Empero, las autoridades temen que, ante el desalojo, algunas familias vuelvan a ocupar parques o zonas centrales, como mecanismo de presión o por pura necesidad.

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En paralelo, el Distrito busca canalizar a quienes decidan quedarse a través de la llamada “ruta de integración local”. Se trata de un proceso que busca estabilizar a las familias mediante acompañamiento psicosocial, bonos alimentarios y vinculación laboral o educativa. “La integración local es un derecho tan importante como el retorno”, aseguran desde la Consejería. “Pero ellos no han querido acogerse a esta ruta”.

La Rioja, hoy, encarna un dilema que Bogotá no logra resolver: cómo equilibrar el cumplimiento institucional con el respeto a las comunidades que han sido desplazadas una y otra vez. Mientras la orden judicial avanza y el edificio sigue en riesgo, los emberá enfrentan otra incertidumbre: la de no saber dónde dormir mañana.

En los muros descascarados del edificio aún cuelgan dibujos de niños que imaginan ríos, montañas y casas de madera. Son paisajes que hablan de otro lugar, de una vida que quedó atrás. Como también quedará el edificio que se había convertido en su hogar los últimos años, cuando el monstruo insaciable del conflicto y el abandono estatal los expulsó de sus terruños.

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Por Miguel Ángel Vivas Tróchez

Periodista egresado de la Universidad Externado de Colombia interesado en Economía, política y coyuntura internacional.juvenalurbino97 mvivas@elespectador.com
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