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El guardabosques de los cerros orientales

La historia de un hombre a quien la magia del bosque lo convirtió en un apasionado escritor de versos. Vanegas realiza una investigación sobre la historia de los cerros y su vegetación que espera sea publicada. En sus caminatas diarias descubrió los senderos ancestrales utilizados en la Colonia.

María Camila Peña
15 de noviembre de 2008 - 10:00 p. m.

Aquella tarde los habitantes de San Cristóbal Sur contaban que los dioses chibchas, que aún habitan los cerros orientales, enfurecidos por las quemas y talas del bosque nativo se vengaban de las atrocidades de los mortales quitándoles la vida. Otros decían que se trataba de un animal salvaje que se tragaba a aquellos que entraban a la reserva ambiental El Delirio y que después dejaba sus ropas manchadas de sangre entre el bosque, como evidencia de su furia. Entre risas el guardabosques Reinaldo Venegas, uno de los 39 encargados de cuidar los cerros orientales de Bogotá, confesaba que era él quien había inventado aquellas historias. “Yo lo llamo operación Ghandi, combatir la guerra sin violencia. Desde el día en que regué ropa untada de sangre por el bosque no volvió a aparecer ninguno de esos viciosos que se internaban en los cerros a consumir todo tipo de alucinógenos”, decía.

Hace ocho años este hombre de 57 años se mudó al bosque junto con su mujer y su hija, lejos de las complicaciones de la ciudad. Desde entonces su labor ha sido cuidar las 3.785 hectáreas de bosque nativo en donde nacen 22 quebradas que después se convierten en el corazón del río Fucha, uno de los principales de la capital. Fue en la soledad de sus caminatas diarias y en el misticismo de aquella reserva, que una vez fue uno de los centros sagrados de los muiscas, donde este hombre encontró la guarida perfecta para escribir sus pensamientos y transformarlos en versos que ha ido consignando en un pequeño cuaderno de poemas. El guardabosques Vanegas se describe a sí mismo como un “solitario caminante, soñador, errante y vagabundo de las letras”.

El sonido del viento, el poder del olor de las flores y de las hojas silvestres, la magnitud de la montaña y el bienestar que le produce caminar descalzo sobre los tapetes de musgo son sus mayores placeres.

“Pasar un día a la semana en la naturaleza es fortificante, tratar de hacer unos 15 o 20 minutos de concentración recarga la corteza cerebral. Por lo general todos llevamos una vida llena de ocupaciones, sonidos y reclamos del exterior que nos impiden escuchar con calma nuestros propios pensamientos; es entonces cuando debemos visitar la naturaleza en el sonido del silencio”, dice uno de sus poemas.

Vanegas llama a la reserva su finca y a la ciudad de los bogotanos, su patio, un lugar en donde los seres humanos viven robotizados, preocupados por el tiempo, desentendidos de su existencia. Nunca le ha podido decir a Ana Cecilia, su esposa, por el nombre. Él se refiere a ella como “vecina” y ella lo llama por su apellido. Desde que están en el bosque han aprendido que la mejor manera de descargar sus pesares y anhelos es descalzándose y abrazándose fuerte a un árbol robusto. Estas terapias también las realizan con los visitantes en sesiones de descarga, que según esta familia ayudan a mantener el equilibrio mental.

El camino de los mil nombres

Reinaldo Vanegas nació en Ubaque, Cundinamarca. Su madre sintió las primeras contracciones en medio del bosque y no tuvo más opción que dar a luz en una piedra. Esta es la explicación que él encuentra de su amor a la naturaleza. “Yo nací en medio de estos cerros, ese fue mi destino”, dice.

Desde los cinco años aprendió el arte de arriar animales. Recuerda que junto con sus hermanos guiaban 20 animales que debían llevar desde Ubaque hasta el matadero de Bogotá por los caminos empedrados que atraviesan los cerros orientales. A los 17 años decidió comprar sus propias ovejas, vacas y cerdos, y comenzó con el negocio de la ganadería. “Eran días enteros caminando solo entre el bosque. Había mucho tiempo para pensar y meditar. Desde esos tiempos conozco los caminos ancestrales”.


En 1990 se vinculó con la Empresa de Acueducto de Bogotá en donde le ofrecieron ser celador del páramo de Sumapaz. “En ese entonces no existían los guardabosques. Con el tiempo me di cuenta de que mi labor era mucho más que ser un simple vigilante: era el guardián de la naturaleza”. En 2000 fue trasladado al la reserva ambiental El Delirio, ubicada en los antiguos predios de la hacienda que llevaba el mismo nombre, propiedad del señor Antonio Izquierdo, en los cerros orientales, al sur de la ciudad.

En sus largas jornadas de vigilancia por los cerros comenzó a interesarse por la flora y fauna del lugar. Descubrió extraños frutos silvestres que le calmaban la sed y aprendió a identificar el canto de los pájaros que se alteraban ante su presencia. Desde ese momento comenzó a recolectar datos, fotografías y muestras de las plantas medicinales del bosque con el único fin de escribir un libro que diera cuenta de la historia de los cerros orientales.

Uno de sus mayores descubrimientos fueron los caminos coloniales o caminos de oriente, construidos por orden de los españoles durante su campaña colonizadora hace más de 400 años. Según los registros históricos, por aquellos caminos los muiscas cargaron sobre sus espaldas a los españoles y hasta allí llegaron Nicolás de Federmán y Gonzalo Jiménez de Quesada en busca de oro y riquezas.

El primer camino viene desde Quito, sube a Cáqueza, llega a Ubaque, pasa por Chicaque, desciende por el páramo de Cruz Verde y termina en los cerros orientales de Bogotá. En este sendero Vanegas pasó la mayoría de su infancia y es conocido como el camino de los mil nombres, pues en la época antigua se llamaba el camino quinero, porque abundaba la quinua, después fue conocido como el camino de oriente, camino de los llanos, camino real y, posteriormente, como el camino de herradura.

La segunda ruta cruza por el norte de Monserrate hasta Guadalupe, llega al alto del Berjón o al cerro de La Viga y desciende hasta los cerros. El último es conocido como el camino del indio, comunica Usaquén, La Calera, Sopó y Guatavita. Esta vía fue el lugar de oración de los indígenas y posteriormente la ruta para llegar a la laguna, que según la leyenda tenía toneladas de oro bajo sus aguas.

Después de las largas caminatas Vanegas llega a casa. La “vecina” lo espera con un apetitoso almuerzo y un abrazo de bienvenida. Ella confiesa que con el tiempo ha perdido el temor de que su esposo se pierda en el bosque y no vuelva jamás. Vanegas asegura que los dioses del bosque lo guían entre los árboles y lo fortalecen cuando está cansado. Ellos son los que lo llevan de nuevo a su hogar.

Los guardabosques de Bogotá

La Empresa de Acueducto de Bogotá cuenta con 39 guardabosques que, como Reinaldo Vanegas, se dedican a proteger las reservas hídricas de la capital. De ellos, 15 se encuentran en los cerros orientales, nueve en la cuenca del Tunjuelo, nueve en Chingaza y Tibitoc y el resto en ubicación. Para Vanegas, un guardabosques es “amable al saludarte, fuerte y decidido al estrechar la mano. Es malicioso y hábil cuando habla de las cosas de la vida. Franco y fiel en su palabra. Suena un poco brusco cuando te dice la verdad, pero es la verdad lo que él dice (...) Se lo ve bravo por la injusticia, pero optimista ante la derrota y alegre frente al triunfo. Se le ve triste ante el dolor, nostálgico al recordar el pasado y fuerte ante el porvenir. Cuando le salen mal las cosas no le digas, porque él tiene el valor de reconocerlo y enmendarlo. Si lo ves, puedes decirle al mundo que conociste a un guardabosques, que es un ser especial que se siente orgulloso de lo suyo y de ser guardabosques y que ama sobre todo y ante todo la naturaleza”.

Por María Camila Peña

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