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Entre el estrés y el asfalto: la otra cara de los conductores del SITP

Mantener activo el transporte público requiere el esfuerzo significativo de miles de conductores. En medio de jornadas complejas, maltratos e insultos, son responsables de llevar a los bogotanos a su destino de forma segura, labor a veces invisibilizada.

Miguel Ángel Vivas Tróchez

09 de noviembre de 2025 - 09:00 p. m.
Conductores de Transmilenio y el SITP realizaron un plantón y luego marcharon por la avenida El Dorado.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada
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La mayoría de los conductores del SITP viven con el cuerpo en movimiento y la mente al límite. Jornadas extenuantes, miedo, estrés, ansiedad y cansancio acumulado son sensaciones que genera el oficio. La cabina del bus es su oficina, su refugio y, a veces, su trampa. Dependiendo del concesionario (Bogotá tiene 18 operadores, con 24.303 conductores) los recorridos, tratos y condiciones varían. Aunque tienen un sindicato robusto, el existir tantos empleadores dificulta su labor.

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Escenas como la agresión verbal que sufrió un conductor por cuenta de un supuesto supervisor; los ataques de otros actores viales o la crisis hipoglucémica que sufrió uno al volante (que la Policía trató de borracho) son solo reflejos virales de una problemática más profunda.

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A las 3:00 a.m., mientras Engativá duerme, en el patio Las Mercedes, de la calle 90, Zulima Poveda se ajusta la chaqueta negra que la identifica como conductora; se despide de su familia por su celular y sube al bus. Lleva dos años manejando para el consorcio. “Antes era estilista”, dice mientras el tablero de ruta enciende su resplandor verde. “En pandemia me quedé sin trabajo. Vi una convocatoria del SITP y me lancé. No sabía manejar un bus, pero dije: si me enseñan, aprendo”.

Cuando tiene turno en la mañana, regresa a casa pasadas las 3:00 p.m. Si es en la tarde, no lo hace antes de medianoche. “Entre una ruta y otra uno alcanza a comerse algo o a tomarse un café; pero a veces, ni eso”. No obstante, tanto ella como los conductores de ese concesionario cuentan con tiempos libres de entre una y dos horas. Su jornada se repite: arrancar, frenar, lidiar con el tráfico, con los pasajeros, con el cansancio. “Hay gente que saluda bonito; otros insultan. Me dolía tanto que lloraba. Ahora, respiro y sigo de nuevo”.

La ciudad que no frena

Zulima no está sola. Entre enero y agosto de 2025, se registraron 178 agresiones a conductores del SITP. Estudios de las universidades Externado y los Andes confirman lo que soportan: largas jornadas, pausas insuficientes, sueldos variables y un estrés que se acumula hasta ser enfermedad. “Detrás de los volantes, que llevan y traen gente, hay seres humanos, pero parece que el oficio se deshumaniza y, por eso, vienen las agresiones”, dice un operador.

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Esa misma frustración estaría detrás de un incremento en los comparendos y contravenciones de los conductores, al pasar de 834 en 2021 a 1.100 en lo corrido de este año, incremento significativo, según el concejal Jesús Araque. Los académicos dicen que el 43 % de los siniestros viales del SITP se vinculan al cansancio o la desconcentración del conductor, pero detrás hay historias de ansiedad, depresión y miedo de perder el trabajo. Como un conductor que tras un siniestro, en las afueras del patio, dañó un componente del bus y tuvo que pagarlo, pese a que dice que no fue su culpa. “Se me va casi el 40 % de mi sueldo, pero debo pagarlo, porque es eso o perder mi trabajo del todo”.

Jorge Nicolás Olivos Orozco y Juan Pablo Bocarejo, expertos en ingeniería de transporte, señalan en su estudio que la edad promedio de los conductores es 38 años y muchos presentan “trastornos del sueño, irritabilidad, hipertensión y síntomas de ansiedad prolongada”. Por su parte, una investigación de la psicóloga Jana Carolina Cadena sostiene que “la precariedad laboral y el deterioro psicológico están relacionados. Las jornadas extendidas, las sanciones y la falta de reconocimiento generan desgaste mental acumulativo que afecta la seguridad vial y la salud de los trabajadores”.

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Zulima Poveda lleva cinco años conduciendo buses del SITP.
Foto: Gustavo Torrijos Zuluaga

Programas de bienestar

Diego Fernando Duarte, encargado de seguridad vial de un concesionario de SITP, defiende el cumplimiento del marco legal: “Nos regimos por la Resolución 4595 de 2022. Tenemos brigadas de asistencia en vía y un plan de prevención de siniestros”. El psicólogo Anderson Morales, gestor de riesgo psicosocial de otro concesionario, pone la lupa en lo invisible: “Muchos presentan ansiedad, depresión o estrés postraumático. Les hacemos acompañamiento para evitar que eso escale, porque el estrés sostenido puede derivar en enfermedades físicas”. Y Gina Alvarado, profesional de bienestar, también de otro operador privado, enumera los programas de apoyo: “Tenemos convenios educativos, celebraciones y el Plan Semilla, con el que formamos a quienes no pasan la prueba técnica. Más de 800 personas se han beneficiado”. Zulima sonríe, pues entró por ese plan. “Nos enseñan teoría, rutas, seguridad vial... Pero una cosa es el curso y otra la calle, donde se adquieren nervios de acero”.

En teoría, hay pausas y días compensatorios, pero la práctica dice otra cosa, sobre todo cuando las condiciones pueden variar en los otros 16 concesionarios. “A veces uno trabaja 11 o 12 horas”, cuenta otro conductor. “Si el bus se daña, te descuentan. Si un pasajero rompe algo, también. A mí me cobraron un espejo”. El salario promedio ronda los COP 2 millones, pero el pago es menor debido a sanciones y descuentos. “Y nadie reclama, porque hay miedo a perder el puesto”, añade otro conductor de un concesionario diferente al de Zulima.

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Zulima mantiene el orgullo, aunque reconoce que el cansancio se acumula. “No cualquiera maneja un bus lleno de gente a esta hora.” Sus compañeras —todavía pocas en el sistema— comparten la misma mezcla de fatiga y dignidad. “Nos dicen que las mujeres manejamos mejor, pero igual nos gritan. Lo bueno es que, de vez en cuando, alguien sube y dice: ‘Qué chévere ver a una mujer manejando’. Eso arregla el día”. El psicólogo Morales dice que cada operador que logra sostenerse emocionalmente “es una victoria contra el desgaste del sistema”.

Afuera, el portal huele a diésel y al rocío de la madrugada. Un supervisor grita números de ruta, los buses avanzan uno tras otro, como si la ciudad respirara a través de ellos. Cada arranque es una pequeña victoria contra el agotamiento. “Lo más duro no es manejar, lo más duro es no detenerse. Porque uno no puede parar, así esté cansado o triste. El bus sigue… pero el cuerpo no siempre”, dice Zulima.

Y así, mientras Bogotá despierta sobre ruedas, cientos de operadores sostienen con sus manos el movimiento de una ciudad que aún no sabe cuánto cuesta —en salud, sueño y silencio— mantenerla andando.

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Por Miguel Ángel Vivas Tróchez

Periodista egresado de la Universidad Externado de Colombia interesado en Economía, política y coyuntura internacional.juvenalurbino97 mvivas@elespectador.com
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