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Gabriel García Márquez, intruso en Bogotá

El Instituto de Turismo lanzó un mapa para recorrer las huellas del escritor en la capital, el lugar donde siempre se sintió extranjero y del que prefería huir.

William Martínez
08 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
Gabriel García Márquez en su paso por Cuba. Allí estrechó relaciones con Fidel Castro.  / Archivo El Espectador
Gabriel García Márquez en su paso por Cuba. Allí estrechó relaciones con Fidel Castro. / Archivo El Espectador

La ciudad le rindió tributo después de su muerte, el 17 de abril de 2014. El Parque de los Periodistas pasó a llamarse Parque de los Periodistas Gabriel García Márquez. El Museo Nacional acogió exposiciones sobre su obra y exhibió el liquiliqui venezolano, el traje blanco con el que recibió el Nobel hace 34 años y rompió la solemnidad de la ceremonia. El mural de 15 metros con su rostro, en la carrera Décima con avenida Jiménez. Estos son algunos puntos de la guía diseñada por el Instituto Distrital de Turismo (IDT) y que puede conseguirse en cualquiera de sus puntos de información. En Bogotá, García Márquez publicó su primera novela, La hojarasca (1955), y sus primeras crónicas; ganó su primer premio literario, y conoció a Álvaro Mutis y a Eduardo Zalamea Borda, mentores en sus estadios iniciales como escritor. Y allí nació su primer hijo, Rodrigo.

En Bogotá pasó mucho. Del recuerdo quedó poco.

En 1943, cuando García Márquez arribó por primera vez a la ciudad, ésta era un pueblo grisáceo con una iglesia, dos periódicos, un tranvía y 700.000 habitantes. La migración a la ciudad era reducida, los cafés no tenían vida cultural. Por las calles andaban hombres forrados de negro, con un gesto de estabilidad muy parecido al aburrimiento. Pocas mujeres.

Tenía 16 años y la ciudad lo saludó con su amabilidad. Traía de Barranquilla un baúl que debía llevar a su nueva casa, una pensión de costeños en la carrera Décima. Sólo un zorrero se ofreció a llevarlo. Él corría con el mueble; García Márquez lo perseguía jadeando. Después, metido entre las cobijas, sintió la cama mojada. El muchacho, que venía de una canícula orgiástica, se atemorizó en su contacto inaugural con el frío.

Quería encontrar una beca en un colegio de élite: el San Bartolomé, pero había candidatos bendecidos por la mano de políticos y ministros. A lo máximo que pudo aspirar el muchacho de Aracataca fue el Liceo de Varones de Zipaquirá.

Al volver a Bogotá en 1947, para estudiar derecho en la Universidad Nacional, leyó La metamorfosis, de Kafka, y empezó a amasar su manera de narrar. Un tono como el de su abuela: con esa hipérbole que pasa por el humor y termina con un dejo bravío de nostalgia. A la mañana siguiente escribió La tercera resignación, su primer cuento. Y la palabra Bogotá se asomó en otros registros: el poeta Arturo Camacho lo entrevistó por primera vez en la HJCK y la primera noticia que lo mencionó apareció en la prensa bogotana, anunciando su presencia en la Feria del Libro de Zipaquirá.

Bogotá fue testigo. No partícipe.

Al año siguiente, vivió el Bogotazo. Cuando en la pensión escuchaban a través de la Radio Nacional el coro caótico de lo que sucedía afuera, una grieta se abrió en el muro y un humo negro y pesado flotó por los dormitorios. Bajaron las escaleras a zancadas y se encontraron una ciudad de tranvías volcados y latas de carros que servían de barricada. El muchacho que jadeó persiguiendo su baúl en 1943 perdía ahora, entre la llamarada, borradores de cuentos, el diccionario que le regaló su abuelo y el libro de Diógenes Laercio que recibió como premio de primer bachiller. Entonces se refugió de vuelta en la Costa. Fue su primera fuga.

Pero el desencanto es una escuela literaria.

Para Dasso Saldívar, cuya biografía de García Márquez se titula Viaje a la semilla, sin su desencuentro con esta ciudad y sin la influencia de los intelectuales que se topó en el Café Pasaje, García Márquez no habría llegado a ser el escritor que fue. “Allí, donde él cree que la capital sólo le aportó ‘aprensión y tristeza’, le estaba concediendo ya algo esencial: perspectiva”.

“Mi diversión más salaz —contó García Márquez en 1981 sobre su capítulo en Bogotá— era meterme en los tranvías de vidrios azules que por cinco centavos giraban sin cesar desde la Plaza de Bolívar hasta la Avenida de Chile, y pasar en ellos esas tardes de desolación que parecían arrastrar una cola interminable de muchos otros domingos vacíos”. El muchacho que en la Costa solía contrarrestar la timidez rodeándose de amigos —así no sentía que sobraba—, deambulaba por los cafés taciturnos del centro en busca de gente que hablara de versos. (LEA:CIEN AÑOS DE SOLEDAD EN 30 FRASES)

Con su llegada a El Espectador, en 1954, dejó de hacer periodismo de escritorio para gastar la suela de los zapatos. Fue su laboratorio de escritura y su plataforma para conocer el país. Escribió sobre una protesta que paralizó Chocó y una avalancha anunciada hacía 60 años en Medellín. Las antologías de su trabajo periodístico relegan a Bogotá. Sus novelas y cuentos transcurren en el Caribe colombiano. Saldívar escribe que Bogotá “se le había convertido últimamente en una influencia un tanto perniciosa, dada la atmósfera intelectual y académica que se respiraba en la capital”.

Un año después de su arribo al periódico publicó en 14 entregas el testimonio de Luis Alejandro Velasco, único sobreviviente del naufragio de un barco de la Armada, el cual 15 años después mutó en Relato de un náufrago (1955). Entonces se desató un lío jurídico: reveló que el hundimiento se produjo por cargamentos de contrabando y no por una tormenta, como declararon los militares. El presidente de entonces, Gustavo Rojas Pinilla, no fue uno de los lectores que aclamaron las virtudes de la crónica. En julio de ese año García Márquez recibió amenazas y, en respuesta, el director del periódico, Guillermo Cano Isaza, lo mandó a París como corresponsal. Fue su segunda fuga.

Y la última huida: en 1981, mientras García Márquez se repartía entre México y Colombia, en las páginas editoriales de El Tiempo lo acusaron de tener nexos con el M-19, por “apoyar” un desembarco de armas en el sur del país. El escritor, por esos años, intentó una y otra vez asentarse en Cartagena. No pensó en Bogotá. A pesar de eso, hoy un mapa recuerda sus pasos.

 

Por William Martínez

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