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La guerra fría de la ALO

Hace una década, los mismos que hoy discuten en torno a la construcción de una avenida perimetral de occidente libraban la misma batalla. Crónica del choque entre dos visiones de ciudad.

Juan Camilo Maldonado T. / Verónica Téllez Oliveros
18 de febrero de 2012 - 09:00 p. m.

A comienzos de septiembre del año pasado, cuando la campaña por la Alcaldía de Bogotá apenas comenzaba a calentarse, el entonces candidato Enrique Peñalosa invitó a un grupo de periodistas a volar, uno a uno, en helicóptero. Se trataba de un recorrido sencillo: un vez en el aire, el exalcalde le ordenaba al piloto de la pequeña aeronave que sobrevolara por una franja ancha que se abre paso entre dos decenas de manzanas grises del occidente de la ciudad y que se extiende desde el río Bogotá, corriendo como una pista verde por Bosa, Kennedy, Fontibón y Engativá, antes de desembocar, como si fuera un río, en el humedal Juan Amarillo.

¡Mire!, —repetía Peñalosa exaltado—, ya se han comprado los predios, están listos para que se haga una berraquera de vía, de ocho carriles, con ciclorrutas, andenes para peatones.

—¿Y para proteger los humedales?

—¡Puentes! ¡Vamos a construir una berraquera de puentes, con tecnología sostenible—, continuaba el exalcalde sin quitarle la mirada a esa franja vacía, que luego de pasar por el Juan Amarillo continúa hacia el norte bordeando Suba y el cerro de La Conejera, para atravesar como una flecha el norte de Bogotá hasta Chía.

Días después, El Espectador copatrocinó un foro sobre el futuro ambiental de Bogotá, al que asistieron todos los candidatos con alguna opción en la campaña. Todos, menos Peñalosa.

En un primer momento nadie entendió, esa mañana en el Museo El Chicó, el porqué del desplante. Sin embargo, fue cuestión de minutos para que los rumores, muchos de ellos provenientes directamente de las filas peñalosistas, se regaran por el salón: Peñalosa no estaba dispuesto a sentarse en la misma mesa con Gerardo Ardila, un veterano especialista en urbanismo adscrito al Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional, quien tenía a cargo la elaboración del texto base sobre el cual debatirían los candidatos.

¿Qué le pasaba a Peñalosa?

Muchos desconocían una vieja y enquistada pelea, que ha enfrentado durante más de una década al alcalde Gustavo Petro y a Diego Bravo, hoy gerente del Acueducto, con Enrique Peñalosa y parte del equipo que lo acompañó durante su alcaldía, entre 1998 y 2000. Una pelea que, en el fondo, es un choque de visiones, una guerra fría entre dos maneras de concebir el futuro de Bogotá y que ha convertido a la Avenida Longitudinal de Occidente en quizá la más visible de sus disputas.

Una misión urgente

1999. El ministro de Ambiente, Juan Mayr Maldonado, llamó al experto en estudios de desarrollo urbano Gerardo Ardila. Lo necesitaba urgente.

“Se nos viene una cosa muy complicada”, le dijo entonces Mayr a Gerardo Ardila. “Ayúdenme a saber qué hacemos con la expansión del norte de Bogotá”.

El alcalde Enrique Peñalosa se había enfrentado crudamente con Diego Bravo, director de la CAR, por cuenta del primer Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá.

Peñalosa quería expandir la ciudad hacia el norte, incluyendo la construcción de la Avenida Longitudinal de Occidente (ALO), cuyo trazado data de los años setenta. El segundo consideraba que el POT de Peñalosa amenazaba el equilibrio ecológico de la sabana de Bogotá y que la ALO profundizaba esa amenaza.

Desde la CAR, Bravo concedió la licencia de la ALO entre el río Bogotá y la 170 (por eso los peñalosistas lo tildan hoy de contradictorio). Sin embargo, se negó a dar el permiso ambiental de la 170 hacia el norte. Peñalosa apeló y por eso la disputa fue a dar al escritorio del ministro Mayr.

De inmediato se conformó una comisión de lujo que incluyó, entre otros, a Jorge Acevedo, vaca sagrada de la Universidad de los Andes en materia de transporte urbano; Manuel Rodríguez Becerra, exministro de Medio Ambiente; el arquitecto Rogelio Salmona, y el ecólogo holandés Thomas van der Hammen.

De repente, Ardila y el resto de miembros de la Misión para el Desarrollo Integral de la Sabana de Bogotá se vieron en medio de intensas presiones. En sus manos estaba conceptuar sobre el futuro del desarrollo de una extensa porción del suelo del norte, cuyos propietarios no estarían felices de que no se les dejara desarrollar a su gusto. “Todo lo que decíamos o pensábamos en el equipo salía publicado al otro día en la gran prensa”, asegura Ardila, con un mal sabor en la boca.

Finalmente, la Misión emitió su concepto. Un informe abiertamente preocupado por el futuro de lo poco que queda del sistema ecológico original de la sabana de Bogotá y de las rondas del río, y que le pedía al ministro reconsiderar al trazado original de la Avenida Longitudinal de Occidente para garantizar “un sistema regional eficaz, pero equilibrado, que no conduzca a un impacto excesivo sobre el ambiente regional”.

El informe no le debió caer muy bien a Peñalosa. Una alta fuente cercana a su administración le dijo a este diario que el alcalde se refería a estos expertos en tonos burlescos, y rara vez les concedía la razón.

No obstante, el ministro Mayr fue igual de reticente a seguir en su totalidad los consejos de la Misión, y a mediados del año 2000 firmó la resolución que, contrariando a la CAR, le daba licencia ambiental a la ALO hasta su extremo norte. Peñalosa había ganado.

Pullas de un representante

Y entonces apareció el representante a la Cámara Gustavo Petro. Tres años atrás había sacado el 0,5% de los votos en su primera aspiración a la Alcaldía de Bogotá. Pero la estruendosa derrota contra Enrique Peñalosa no lo había arredrado y, por el contrario, lo llevó a acercarse a quien sería, desde entonces, uno de sus más cercanos amigos y aliados: Diego Bravo, director de la CAR.

Bravo lo inició en la guerra fría que se libraba por la sabana de Bogotá. Y desde entonces Petro se apropió de la lucha contra el desbordamiento norte de Bogotá. De ahí que una vez emitido el fallo del ministro Mayr, Petro organizara un muy mediático debate en el Congreso en contra del Gobierno Nacional. En especial de Jaime Ruiz, entonces consejero presidencial y a quien Petro acusó de presionar por la aprobación de los planes de expansión del norte para valorizar tierras en poder de su familia.

Porque esa ha sido la tesis del ala petrista: la Avenida Longitudinal de Occidente valorizaría los predios de terratenientes en el borde norte y, de no ser detenido, incrementaría el desarrollo desordenado de la sabana.

Las denuncias del representante Petro quedaron de ese tamaño. Llegó la administración Mockus, siguió Lucho y luego la debacle de Moreno Rojas. La ALO se vio relegada a una década de silencio, durante la cual se avanzó a paso de tortuga. Sólo se compraron 413 de los 1.109 lotes que se necesitan para su construcción. Y sólo se construyeron 5 de los 50 kilómetros de la Avenida, desde el Muña hasta el río Bogotá, donde no hay ni puente para que la vía sirva de algo.

Ahora en el poder, Petro revivió un debate que en su momento quedó archivado. Lo ha querido revivir con aquellos que hace diez años se declararon en abierta oposición al proyecto de Enrique Peñalosa. El Gobierno Nacional y la Gobernación también han querido desempolvar una discusión por años adormecida.

La discusión por la ALO no es una pelea por una simple avenida. Es una pelea entre dos ideologías que chocan. Una ciudad compacta y una ciudad extensa. Una ciudad que se ordena con la naturaleza o que ordena la naturaleza.

Visiones encontradas que parecieran provocar reacciones igual de encontradas. Del lado del alcalde, una advertencia: “Nosotros no vamos a hacer esta vía. Primero túmbennos, usen la Fiscalía, la Contraloría, la Personería...”. Del lado de Peñalosa, una predicción: “No importa si él hace la ALO o no, él sólo durará cuatro años, después vendrá otro alcalde y la construirá”.

Por Juan Camilo Maldonado T. / Verónica Téllez Oliveros

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