Casi cualquier bogotano ha experimentado de manera directa o indirecta las incomodidades inherentes de un frente de obra pública en la ciudad. Los 1.200 frentes a lo largo y ancho de Bogotá desde hace casi cuatro años la han convertido en una urbe de caos, polvo y kilómetros de polisombras.
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El símil de incomodidad es parecido al de una persona cuando hace reformas en su casa, pero con una agravante: las obras públicas no suelen tener uno, sino varios afectados y las molestias, casi por lo general, se extienden por más de lo esperado y generar perdidas económicas importantes. Aunque hay varias metodologías en la estructuración de proyectos que, en teoría, deberían mitigar estos impactos, el Ministerio de Transporte emitió recientemente una resolución con la cual propende fomentar el componente del bienestar social y humano en los proyectos de infraestructura bajo su jurisdicción.
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“Con esta resolución, Colombia da un paso histórico: no solo construiremos vías, aeropuertos o puentes, sino que diseñaremos proyectos que realmente transformen la vida de la gente, poniendo sus necesidades en el centro de cada decisión”, afirmó la ministra de Transporte, María Fernanda Rojas. La ministra, antes concejal de Bogotá, realizó una intervención durante un evento coordinado con la Universidad del Rosario y, en el cual, se utilizó el caso del Metro de Bogotá como un proyecto de infraestructura que pudo ser formulado de una mejor forma en su componente social.
En efecto, aunque el metro elevado avanza en su construcción —con todo y las observaciones de desviaciones temporales en su ejecución por parte del contratista— una serie de informes elaborados por la sociedad colombiana de ingenieros dieron cuenta de los posibles impactos urbanísticos y sociales que podrían derivar de la instalación de una línea de metro aérea en corredores como el de la avenida Caracas.
Y, tal cual como vaticinaron todos los detractores del trazado aéreo, los problemas en los frentes de obra de este corredor vial fueron apareciendo. Las demoras en el deprimido de la calle 72 quebraron a un centenar de comerciantes, los pasajeros usuales de la Avenida Caracas comenzaron a tardar una hora más en su recorrido promedio, y hasta los defensores del patrimonio arquitectónico de la ciudad se quejaron de la intervención a predios e infraestructuras catalogadas como bienes de interés cultural.
Inclusive, no fue el único frente del metro exento de polémica por el impacto natural de las obras. Los vecinos del barrio Santa Isabel, en la NQS con Primera de Mayo, también comenzaron a notar exceso de ruido, polvo, trancones, y una cercanía incómoda con el viaducto que no estuvo exento de quejas y reclamos cuya resolución, no obstante, todavía está lejos de terminar. Con base en todo lo anterior, la ministra Rojas dijo que el objetivo del ministerio no era otro que el de evitar situaciones parecidas en el futuro, al menos en proyectos de infraestructura directamente relacionados con su cartera.
Aquí Bogotá tiene mucho para interiorizar. En primer lugar, porque la primera línea del metro no es la única obra cofinanciada con la Nación, a través del Ministerio de Transporte. La segunda línea del metro y la ampliación de la calle 13 son proyectos que, sin lugar a dudas, tendrán presentes los lineamientos del Ministerio de Transporte. Para todas las demás obras, en las unidades territoriales del país, los postulados de esta resolución son de adopción voluntaria, pero, según los expertos consultados en el país, dejan un precedente interesante sobre un paradigma erróneo en la estructuración y ejecución de obras públicas en el país.
Lo nuevo
La resolución emitida por el Ministerio de Transporte, en primer lugar, aclara que no tiene la función de eliminar o modificar las metodologías existentes en materia de estructuración de proyectos. Daniel Hernández, experto en política pública, explica que la resolución “introduce un enfoque social explícito, porque obliga a analizar cómo el proyecto afecta el bienestar individual y colectivo, no solo la rentabilidad financiera. Abandona la subordinación de los indicadores sociales a los de índole técnica, como el costo - beneficio, para darle un peso explícito a indicadores de índole social, en donde se evalúan posibles daños colaterales, pero también rentabilidades de desarrollo humano: disminución de la pobreza y calidad de vida tras el proyecto”. Por lo tanto, acota el experto, la resolución no reemplaza metodologías existentes como la Metodología General Ajustada Refuerza (MGA) al exigir que el bienestar ciudadano sea criterio rector en todas las etapas (prefactibilidad, factibilidad y diseños definitivos).
Al incluir esta categoría, y de haber existido durante las tapas de formulación de la primera línea del metro, por ejemplo, la primera consecuencia radicaría en un replanteamiento del proyecto, concluye el experto. “Al elevar la categoría del bienestar social a determinantes como el costo beneficio, lo más probable es que si durante los estudios se concluye que un trazado elevado, por ejemplo, daña la vida de los habitantes de un determinado sector, entonces los diseñadores del proyecto o la política pública tendrían que ajustar el diseño para disminuir el indicador de los perjuicios sociales, tanto durante, como después de la ejecución”, acota.
Si bien, todo depende de la aplicabilidad que el ministerio dé a la resolución, otros expertos consultados infieren posibles demoras durante las fases previas a un proyecto. “Cuando se parte de indicadores más amplios, como en el ámbito social, el nivel de consenso tiende a ser más complejo y sería más complejo equilibrar estas exigencias con un cierre financiero o una factibilidad técnica ya consolidada”, apostilla Reinaldo Tovar, abogado especializado en administración pública y estructuración de proyectos.
El caso de Bogotá
Más allá de la aplicabilidad en proyectos grandes, las dimensiones de la resolución orientadas a costos sociales (ruido, afectación a locales, espacio público) vs. beneficios (reducción, tiempos, conectividad) pueden ser una herramienta de partida interesante para obras públicas de toda índole. Toda vez que, explica la trabajadora social con experiencia en interventoría de obras, Martha Torres, “se busca maximizar rentabilidad social, no solo eficiencia. Esto puede llevar a rediseños más sensibles con barrios y comercio”.
No es nueva esta problemática en una ciudad como Bogotá, en donde rara vez se cumplen los itinerarios de obra y las quejas durante su puesta en marcha son parte del paisaje. Solo hay que ver las 70 quejas impuestas por los vecinos de las obras de la troncal de la Av. 68, o las afectaciones comerciales de las fallidas obras de la Plaza de Usaquén, en donde hubo perdidas de hasta el 80 % de las ventas.
Torres, partiendo de su experiencia en obras de malla vial, alcantarillado e infraestructura pública en la ciudad, dice que existe una descoordinación natural entre el componente social y técnico de una obra. “No hay armonía entre quienes ejercen la labor social, como los trabajadores sociales, y los ingenieros técnicos. Aunque se socialice un proyecto y se establezcan unos compromisos mínimos de afectación, desde lo técnico no se cumplen dichos compromisos por variables de construcción que no son comunicadas o transmitidas a lo social”.
El resultado: comunidades molestas desde el principio por la incomodidad de las obras y un personal social dedicado a apagar incendios más que a estructurar un plan social que funcione desde el principio. “De nada sirve que los sociales digan: el andén va a durar roto un mes, pero a cambio ustedes tendrán más espacio o un mejor alcantarillado, si luego la intervención dura más tiempo y el espacio público se entrega a medias”, concluye Martha Torres.
Por eso, al darle una priorización a los indicadores sociales, Torres resalta una mayor sinergia en la formulación de planes de mitigación de impactos sociales en las obras, y no un mero saludo a la bandera para cumplir los requisitos de la interventoría. Sin embargo, al referirse a este último punto, la experta cuestiona los alcances de medida, sino se incluye el aspecto clave de las interventorías. “La interventoría tiene componentes y funciones sociales asignadas en las normativas ya existentes, pero las limitaciones presupuestales, en materia de salarios o recursos asignados, limitan esta función. Hay casos en los que trabajadores sociales interventores son contratados a medio tiempo, solo para firmar el acta, y no hay una intervención social real”, sentencia.
Aunque de momento la resolución busque impactar la ejecución de proyectos a gran escala del Ministerio de Transporte, es necesario que el espíritu primario de esta iniciativa toque todas las intervenciones de obra pública en las ciudades del país. En especial Bogotá, en donde los vecinos de los proyectos, en vez de la expectativa que genera la construcción de nueva infraestructura, siempre hacen cuentas sobre lo que perderán durante la ejecución.
Si bien es casi imposible eliminar cualquier riesgo, la inclusión de indicadores sociales, y la mera aceptación que no solo se intervienen bloques de cemento, sino vidas humanas, puede ayudar a mejorar la calidad de vida de los beneficiarios y no a erosionarla, como se ha visto en obras del último tiempo.
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