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Nuevo Fúquene, la vereda testigo de la historia de la laguna

La historia del municipio ha estado ligada a las artesanías, pero además a la fuente de agua que ha dado vida al municipio y ha obligado a sus habitantes a transformase.

Jorge Eric Palacino Zamora
22 de marzo de 2021 - 02:00 a. m.
La vereda Nuevo Fúquene hace parte del municipio de Ubaté.
La vereda Nuevo Fúquene hace parte del municipio de Ubaté.
Foto: Diego Téllez - CAR

Tránsito Salas enciende el fogón y sobre los carbones crepitantes surge una bella danza de siluetas azules y naranjas. Mientras se calientan el café y la aguapanela, vecinos de la vereda Nuevo Fúquene se detienen a probar las bebidas, de camino a las labores de campo en las verdes praderas que bordean la majestuosa laguna. La señora Salas, nacida en esta comarca, se dedica a la venta de tintos, arepas y mazorcas. Cuenta que su vida está ligada a lo que pasa en la laguna. “He vivido acá toda la vida. Primero trabajaba cuidando niños, pero desde 2011, tras la inundación, vendo comidas y artesanías». Ella es una de las 200 personas inscritas como vendedoras de canastos y cestas de junco y elodea, que extraen del cuerpo hídrico, de más de 3.500 hectáreas de extensión.

Antes de la temporada de lluvias del 2011, que se tradujo en el desbordamiento de la laguna, Tránsito dependía de su esposo, quien trabajaba en un hato lechero. “Perdió el trabajo y fue cuando abrí el negocio”, recuerda. En sus ojos hay nostalgia por los buenos tiempos. Hasta que las fincas se inundaron, las reses enfermaron y ella tuvo que vender tres animales por solo $300.000. Se quedaron y emprendieron un negocio de comida y artículos elaborados en elodea. “Uno se queda, porque quiere su laguna y acá está nuestra historia”, sostiene Tránsito, quien da sus razones confiada en un mejor porvenir .

Mucha historia en 94 años

Cerca del negocio de Tránsito está la casa de Luis Neusa, el habitante más longevo de la comarca. Tiene 95 años —la misma edad de la basílica de Ubaté— y una memoria privilegiada. Recuerda los días de construcción del caserío de Nuevo Fúquene con su templo, el colegio mixto y cinco carreteras veredales, obras que él lideró por 25 años como presidente de la junta de acción comunal.

Luis, un caballero de buenas maneras, decide acompañarnos hasta la iglesia. Se despide de Componente, su perro; y de Negro, su gato; compañeros inseparables desde que falleció su esposa. “La escuela de Nuevo Fúquene la inicié de la mano del presidente Carlos Lleras Restrepo, por allá en el año 70 y con apenas $300.000”, señala mientras acomoda su sombrero de paño. Desde una vieja radio nos llega, en arpegios de tiple, una música pretérita y sencilla; es la carranga, aire que don Luis bailó siendo joven y aprendió de sus padres campesinos.

“Aquí la gente se ubicó luego de que un cura sugiriera trastear el pueblo. Lo pensado era aprovechar la llegada de turistas. Hubo problemas, hasta le dieron duro al curita”. Luis y un puñado de campesinos se quedaron cerca de la laguna para dedicarse a las artesanías. Fue el pionero en el arte de trenzar bejucos hasta convertirlos en esteras, canastos y cestas, labor que hace desde joven. “Aquí yo me inventé el canasto de junco, hice mi vida, tengo doce hijos, y entre nietos y bisnietos son sesenta. Por eso quiero mucho mi región”.

Se detiene frente al templo que ayudó a levantar. “Mírelo tan bonito. Aquí se casa gente y les hacemos entierro a los de la vereda”. La iglesia es única, tiene vista a la laguna y carece de campana porque, según dice Neusa, como en un episodio de novela, uno de los vecinos se quedó con la pieza de bronce, por lo cual existe una demanda. Agrega que siempre ha sido un líder que profesa devoción por el cuerpo de agua, al punto de que es integrante del comité de trabajadores de la laguna de Fúquene. Sus ojos, que parecen aceitunas, vieron la transformación del territorio desde los años en que era testigo del paso de trenes repletos de turistas, que llegaban para conocer el mar de agua dulce.

La siguiente parada es el túnel. Se terminó en 1926, un año después de que naciera el señor Neusa, quien de joven vendió bocadillos a los turistas. Al fondo, Julio Pachón, joven de la zona que trabaja como operario de una máquina que ruge, a la par con las retroexcavadoras y equipos anfibios de última tecnología adquiridos por la CAR, para recuperar la laguna. “Lo importante es que hagan rendir la platica y se ve que están trabajando; no como antes. Si es que hasta los rieles se llevaron, porque acá ha habido mucho avivato”, indica Neusa mientras ve el vuelo simétrico de las águilas cuaresmeras.

Los recuerdos del nonagenario, que continúan surgiendo como en una cascada, no todos son felices. “Aquí hubo una tragedia grave cuando estaba chiquito. Se volteó un barco que llevaba gente para donde el Jetón Ferro. Eran turistas que vinieron a ver las carreras de regatas y hubo como veinte muertos”. Luis no se detiene en detalles, pero el hecho marcó a los habitantes. Los archivos que se preservan en Ubaté dan cuenta del naufragio el 13 de diciembre de 1936, cuando Luis tenía diez años. Murieron catorce personas. Muchos turistas no regresaron y los canoeros atemorizados decidieron no volver al negocio de trasportar pasajeros.

Seguimos los pasos rápidos de Luis hasta la que 35 años atrás fue la estación del ferrocarril de Fúquene. Hoy solo quedan cuatro paredes herrumbrosas. Le trae muchos recuerdos. Luego calla, pero aquí hasta las cosas hablan, como si el pasado encontrara metáforas para contarse. El socavón, el sendero donde hubo rieles, la planicie que alguna vez estuvo cubierta de aguas cristalinas y la casucha —otrora refugio de centenares de turistas— son imágenes contundentes que reclaman el esplendor perdido y nuestro invitado lo refrenda con palabras. “Esto tiene que ser como antes. Imagínese de nuevo ver a la gente llegar en trenes y los veleros que llevaban turistas hasta la isla del Jetón Ferro. El agua de la laguna, que hacía olas y llegaba hasta la cordillera”.

Ha terminado la visita a don Luis, él retorna a su casa enmarcada por centenarias cercas de piedra. Sus cinco conejos y sus treinta gallinas se alborotan en el patio de la casona, oloroso a tierra y donde descansa una vieja bicicleta. “¡Hasta pronto, muchachos! Nunca olviden el camino y vengan a visitar al viejo”.

Por Jorge Eric Palacino Zamora

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