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A partir de la proclamación de la Independencia y hasta ya entrado el siglo XX, el enfrentamiento militar en nuestro territorio fue incesante. Se enfrentaron con odio y virulencia los que ahora eran hermanos, los que habían hecho el tránsito de súbditos de la Corona española, a ciudadanos de una naciente república. Los enfrentamientos militares, que produjeron durante el siglo XIX nueve guerras civiles, se convirtieron en la manifestación corriente de nuestra actividad política.
En contexto: Opinión: Bogotá asediada
Una joven nación, que estaba tratando de construir unas instituciones y un sistema de gobierno inspirado en las nociones democráticas surgidas de procesos como la emancipación de Estados Unidos y la Revolución Francesa, durante casi un siglo procuró arduamente llegar a los acuerdos, consensos y entendimientos políticos elementales para conseguir la convivencia entre sus ciudadanos.
El nacimiento de unos partidos políticos y unas ideologías, animaban la formación de una nación por cuyo bienestar y dignidad había que responder ahora que los europeos se habían marchado.
Visto hoy nuestro siglo XIX, nos resulta incomprensible que en la búsqueda de la construcción de una nación por parte de nuestras élites, el clero y el estamento militar, se desatará tanta violencia de unos contra otros, tanto enconamiento, tanta persecución sobre el pueblo, sobre las gentes humildes y acorraladas que conformaban los ejércitos.
Entre la chicha, el hambre y la precariedad, se fermentaban el fanatismo y el odio irracional que anidaban en los corazones de sus comandantes y generales, lo que a lo largo de una centuria entorpeció la formación de la sociedad civil y de su espíritu vital, la civilidad.
En esa Bogotá, las familias, los ciudadanos, los niños, las mujeres, los ancianos, los hombres y mujeres apacibles y pacíficos, fueron expuestos una y otra vez al miedo y al peligro, al riesgo real de ser agredidos, lastimados y muertos. Una y otra vez, porque el resultado invariable de la idea de victoria y predominio de los vencedores circunstanciales de nuestras guerras civiles, fue tomarse Bogotá, sus edificios públicos, sus calles y plazas, sus tambaleantes instituciones, y esparcir el terror entre los habitantes.
¿Cómo era posible, en estas circunstancias acuciantes, que la ciudadanía bogotana se desarrollara y se fortaleciera alrededor de la idea de civilidad?
Así entramos en el flamante siglo XX y en una supuesta democracia. La secuencia de los hechos violentos ocurridos a lo largo del siglo XIX, ha dejado rastros profundos. Sobre estos rastros surgen nuevos procesos sociales, incontenibles, que vuelven a asediar a Bogotá, que vuelven a asfixiarla, tal como lo hiciera la entronización en la sociedad, un siglo antes, del espíritu militarista a ultranza. Bogotá se estremece. La han lastimado todas las formas posibles de violencia y desesperanza. Pero resiste y continúa empecinada en que haya un lugar para todos, en que se encuentren, día a día, formas de la convivencia y la armonía. Bogotá no renuncia a la búsqueda de su espíritu de metrópolis moderna. A su espíritu civil, a su civilidad.
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Por Carlos Roberto Pombo Urdaneta
