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Opinión: Decisión de delinquir, entre la agencia, el entorno y la responsabilidad

Frente a la decisión de si cometer una acción delictiva o no es importante preguntarse hasta qué punto la persona conserva su capacidad de actuación y cuál es el marco causal para sus acciones.

Edna Carolina Camelo Salcedo, Dayanna Esther Rivera Díaz y Laura Valentina Parrado Guativa
01 de septiembre de 2023 - 08:05 p. m.
Más allá del delito, las expertas sugieren estudiar de manera detallada el entorno de quienes deciden delinquir.
Más allá del delito, las expertas sugieren estudiar de manera detallada el entorno de quienes deciden delinquir.
Foto: Pixabay
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En el mundo de la criminalidad, las personas están inmersas en un entorno complejo, donde sus acciones pueden estar influenciadas tanto por factores internos como externos. Frente a la decisión de cometer o no una acción delictiva es importante preguntarse ¿hasta qué punto la persona conserva su capacidad de actuación y cuál es el marco causal para sus acciones?

Esto con el fin de evaluar nuevas comprensiones, que superen la limitada reducción causal de la criminalidad, donde esta se mueve entre grandes estructuras, que determinan al sujeto plenamente (por ejemplo, si es pobre es delincuente) o de una decisión puramente individual, producto de su índice de maldad (que establece estigmatizaciones y prejuicios donde el diálogo se convierte en escenario imposible).

LEA: Opinión: claves para entender la seguridad, la convivencia y la política criminal

Para ello, proponemos a continuación un debate entre los conceptos de agencia y responsabilidad que, además, nos permitan continuar lo propuesto con esta serie de artículos, teniendo a la resocialización como eje orientador.

La capacidad de agencia se define como la facultad de cada individuo para decidir e, igualmente, hacerse responsable de sus decisiones. Esta se moldea en interacción con el ambiente, por lo cual se ve afectada por la educación y la crianza. A su vez, comprende factores como la intencionalidad del individuo de cometer actos planeados, en vez de impulsivos; la previsión a anticipar las consecuencias de sus actos; la autorregulación, y la autoeficacia o creencias sobre su propia capacidad.

Evaluando estas características, una persona podría decidir o no delinquir, según la virtud de controlar sus impulsos o de la percepción de sus habilidades para hacerlo. Los seres humanos adquieren capacidad de agencia al desarrollar recursos cognitivos y emocionales, que les proporcionan un grado de consciencia de las decisiones tomadas donde, asimismo, les permiten interactuar con la información de su alrededor para planear sus actos.

A la hora de delinquir, estos recursos entran en juego con los preceptos éticos de la persona, sus intereses propios o la búsqueda de su bienestar, en consideración con las formaciones culturales y límites establecidos familiar y socialmente. La responsabilidad entonces está atravesada por esa capacidad que tiene la persona para evaluar los efectos de sus acciones y observar al otro y a sí mismo en su vulnerabilidad, pero también implica la obligación de reconocer y reparar el daño causado a otros mediante acciones materiales o inmateriales.

Desde el ámbito penal, la responsabilidad individual se determina a partir del llamado “triángulo de responsabilidad”: tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. La tipicidad nos habla de la conducta detallada que describe el comportamiento reprochable (que denominamos delito) y en donde se establecen los bienes jurídicos priorizados para una sociedad, es decir, cuáles intereses son los más valiosos a proteger por medio del castigo penal (por ejemplo, la vida, la honra, la salud pública, etc.).

La antijuridicidad se sustenta en dos elementos: la identidad entre el bien jurídico a proteger y la regulación establecida (es decir, quien contraría la regulación, violenta el bien jurídico) y la diferenciación entre lo ilícito y lo inmoral (siendo esto último campo de sanción de otros sistemas).

Finalmente, la culpabilidad, vista desde la perspectiva de Bacigalupo (1996), tiene tres fases: la capacidad, refiriendo el desarrollo cognitivo de una persona para comprender la ilicitud de sus acciones; la consciencia de la antijuricidad, que es el conocimiento de que una acción se comete aún sabiendo que es contraria a la ley y con la intención de dañar al otro, y por último, la exigibilidad, alusiva a las circunstancias donde se evalúa si pudo o no optar por otra decisión comportamental, por ejemplo, cuando hay una estado de ira e intenso dolor o una legítima defensa.

Estableciendo una interrelación entre estos conceptos, lo primero que salta a la vista es la imposibilidad de establecer una única línea causal frente a la acción de delinquir y la necesidad de una evaluación rigurosa e individualizada, que permita considerar los ítems con mayor peso en la decisión de la persona, pudiendo así establecer el plan de intervención estatal adecuado, para la recomprensión, tanto de sí mismos como de los otros, teniendo en cuenta que cuando se comete un delito no sólo se afecta la vida de la víctima sino hay una transformación en todo el tejido social, incluyendo al victimario, sus hijos, sus compañeros de trabajo, etc.

Lo segundo a resaltar, es la necesidad de evaluar los entornos sociales agrestes donde suelen crecer quienes delinquen pues tienen una influencia sustancial dentro del continuo de la criminalidad. La invitación con estas reflexiones es evaluar nuestra propia relación con la criminalidad, iniciando con la validación del juicio de reproche a comportamientos que a todos nos lesionan, pero avanzando en la consideración de la complejidad del asunto, no siendo algo que compete solamente a unos individuos aislados en un centro de reclusión, a los que hay castigar, sino un reflejo de problemas de exclusión social, inequidad y profundos vacíos éticos, que nos impiden reconocernos y articularnos para la transformación social.

Por Edna Carolina Camelo Salcedo

Por Dayanna Esther Rivera Díaz

Por Laura Valentina Parrado Guativa

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