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Hablar de feminismo como el reconocimiento pleno del derecho de las mujeres a ser consideradas como ciudadanas de primera categoría, al igual que los hombres y no solo subordinadas al ámbito del hogar y lo masculino, debería ser una causa que convoque por igual a hombres y mujeres. Ser ciudadano es mucho más que poder votar u ocupar cargos públicos, como creen algunos.
Parafraseando a la antropóloga chilena Mariana Valenzuela, este movimiento pone en evidencia el carácter patriarcal de la teoría política occidental sustentada en dos ejes centrales: la separación entre la esfera pública y privada, y la imagen del prototipo universal del ciudadano varón blanco y propietario. El contrato social, pilar del ideal democrático, tiene lugar en la esfera pública entre varones dueños de sí mismos, que relegan a las mujeres al mundo de lo privado mediante un contrato sexual que ellos mismos establecían.
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La posición de la izquierda frente a este tema ha sido ambigua, insuficiente y machista cuando han ejercido el poder. Aunque Friedrich Engels puso de presente que con la familia patriarcal las mujeres fueron relegadas a un segundo plano, su amigo Karl Marx nunca entendió o no le quedó tiempo de analizar la doble explotación que padecían por parte del patrono y de su marido, a quienes consideraba como unas proletarias cualesquiera.
El sector salud no ha sido ajeno a esta posición, en el que las mujeres en el ejercicio de la medicina y la conducción de la salud han sido protagonistas de una historia de marginación machista, justificada con argumentos fútiles, como que, por su vocación natural hacia el cuidado propio de su condición biológica de mujer y madre, las hacía más adecuadas para la enfermería.
En los gobiernos de izquierda a nivel mundial, las mujeres han sido prácticamente inexistentes, ni siquiera reconocidas como “primeras damas”, escasamente como las compañeras del líder varón al que raras veces acompañan en público. Las pocas que han ocupado cargos importantes ha sido gracias a su capacidad e inteligencia personal antes que a un reconocimiento social universal, a su condición de ciudadanas con igualdad de derechos.
En Colombia, cuando se pensaba que esto cambiaría con la llegada al poder de un gobierno de izquierda que se autoerige como su defensor, no fue así y hoy el desencanto es evidente y creciente, como lo refleja por ejemplo Sara Tufano en sus reflexiones. Han sido instrumentalizadas con el único fin de conseguir sus votos, nombradas en cargos públicos únicamente para mantener las apariencias y luego sacadas por la puerta de atrás, como sucedió recientemente, entre otros casos, en salud, sector integrado en un 80% por mujeres, pero que hoy tiene una cúpula directiva de hombres, a pesar de la existencia de muchas de ellas capacitadas para hacerlo.
En el fondo no ha habido ningún cambio, solo el mismo machismo que se disfraza de feminismo cuando le conviene, además incoherente al tolerar en sus filas a dirigentes que las maltratan, lo que parece no importarles.
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