“Si en el tiempo que yo perdí cuando me puse a querer hubiera sembrado, caña ya estaría pa moler”. Esto reza una vieja copla clavada sobre el poste de madera que sostiene el techo del Aula Dulce, en el Museo de la Panela de Tena (Cundinamarca). Este espacio tiene como atracción central un enorme trapiche artesanal que se usaba para moler caña.
El ingenioso invento está rodeado por sillas en las que se sientan los visitantes a escuchar historias como la siguiente: “En 1541, cuando los indígenas colombianos aprendieron de los colonos españoles a triturar la caña de azúcar para sacarle la miel, también aprendieron a destilarla para fabricar guarapo, aguardiente y ron. Cuando los españoles vieron que ya no les estaban comprando bebidas alcohólicas, declararon todo licor fabricado en los trapiches indígenas como contrabando”.
Es curioso que lo llamaran licor de contrabando, pues no venía de ningún lado. Se hacía con los productos que les brindaba la tierra: miel de la caña de azúcar, agua, y anís o frutas. Pero las autoridades en esa época no descansaban, pues sabían que donde había trapiches había guarapo y aguardiente para los trabajadores. Las autoridades rompían las ollas de barro en las que destilaban la miel, quebraban todos los envases de vidrio y restringían la venta y compra de corchos. Pero si algo ha demostrado la historia, es que no hay nada más testarudo que las tradiciones populares, especialmente si están relacionadas con bebidas embriagantes. Así que indígenas y criollos preparaban el guarapo en destilerías clandestinas, las mujeres ayudaban a esconder las botellas que pedían prestadas para envasarlo y los niños se subían a los techos de las casas para avisar si venía la ley. Tapaban las botellas con el corazón de la mazorca, lo que ellos llamaban tusa. De ahí salieron el nombre de “tapetusa”, para llamar el licor hecho artesanalmente, y refranes como “Guarapito fue mi cena, aguamiel mi desayuno. El amor que yo te tengo, no te lo tiene ninguno”.
Sigue a El Espectador en WhatsAppEl museo
La panela parece estar presente en todos los aspectos de la vida colombiana. Desde las fuerza en las piernas del ciclista Nairo Quintana hasta un almuerzo familiar. Ese manjar dulce, que parece deshacerse en la boca por arte de magia, es parte trascendental de lo que significa ser colombiano. Sin embargo, palabras como trapiche, remellón, zurrón o susunga y las herramientas para fabricar panela artesanal, son parte de un vocabulario que parece lejano. Es precisamente eso lo que el Museo de la Panela y Tradiciones Populares, de la universidad Minuto de Dios, quiere cambiar.
En el museo, localizado en una finca entre Tena y La Mesa, se puede ver y tocar la historia de esta centenaria práctica. Cada una de las estaciones, casitas donde viven los viejos trapiches, es una ventanita a un mundo que ya parece muy lejano. La mayoría están hechos con madera de dinde, otros tienen piezas de roca, pero todos siguen el mismo principio de machacar la caña hasta extraer su dulce jugo.
Después de sacar el jugo del trapiche, se le lleva a un enorme horno que debe ser operado por expertos llamados horneros, relimpiadores y remelloneros, cada uno profesional en su oficio. Ahí, con la ayuda del jugo de la fruta del árbol de guácimo (que aglutina todas las impurezas), se limpia y se espesa la mezcla. El proceso toma mucho tiempo y esfuerzo, son largos períodos de tiempo en los que la mente debe estar tan ocupada como las manos. Es por eso que las coplas son a los paneleros como la miel al aguardiente: inseparables.
Niños y adultos llegan al museo a visitar lo que comenzó como un particular pasatiempo de Héctor López: coleccionar trapiches y artículos que se usaban para fabricar panela artesanal. Hoy, el hobby se convirtió en un macroproyecto de dimensiones nacionales.
Apoyada por la Universidad Minuto de Dios, la finca de 20 hectáreas cuenta con una ciudadela del café, donde se puede apreciar todo el proceso (desde la planta hasta la mesa); el orquideario, con cerca de 1.000 plantas; la cripta donde se protegen dos especies de murciélagos; el mariposario, el jardín de hierbas medicinales y una nutrida biblioteca, que hacen del lugar un buen candidato para ser el vigesimosegundo jardín botánico del país.
Pero todos estos espacios son importantes, no solo como curiosidades de un pasado no tan lejano. La importancia del proyecto, según López, radica en que si las nuevas generaciones conocen el pasado y las tradiciones populares, entenderán la importancia del campo y reconstruirán los lazos emocionales con la tierra, que se perdieron a raíz de tantos años de violencia y desplazamiento. La industria panelera es una de las que más han sufrido a causa de ese desarraigo. En el año 2014, Fedepanela reportó cerca de $300.000 millones en pérdidas. Ante la crisis de los precios, el sector busca la forma de innovar para atraer nuevos clientes, pero la única forma de encontrar el valor agregado de la panela es sabiendo de dónde viene.