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Una ciudad sin tiempo

Pese a que a principios de siglo la capital se inundó de relojes, hoy la mayoría se encuentra en estado de deterioro.

María Camila Peña
19 de julio de 2008 - 03:15 a. m.

En 1857 un viajero norteamericano de apellido Holton, quien había recorrido durante 20 meses la región de los Andes, escribió en su diario: “En la Nueva Granada hay tres relojes de torre: el de Guaduas, con dos manecillas y que da la hora; el de la catedral de Bogotá, que da la hora pero que no tiene manecillas; y éste (el de la iglesia de San Francisco), con una manecilla y que no da la hora”. Hoy, 151 años después, los grandes relojes que fueron instalados en las plazas públicas para que los bogotanos no perdieran la noción del tiempo, y que años después reemplazaron el conocido cañonazo del mediodía, siguen en deterioro.

“En Bogotá, los relojes públicos se han convertido en esqueletos sin vida, en engranajes que desde hace años dejaron de controlar el tiempo”, dice Jack Roland Brodback, mientras termina de hacerle los últimos ajustes al reloj del Parque Nacional, que desde hace 15 días está reparando en su taller de Chapinero.

Brodback, de ascendencia suiza, estudió mecánica de precisión. En el 84 comenzó a reparar antigüedades y fue gracias a este oficio que conoció el arte de la relojería. Desde su anticuario-taller confiesa: “Cuando  uno es relojero envejece más rápido, porque la obsesión es ver pasar el tiempo”.

Historias bogotanas

Comenzando el siglo XX llegaron a la capital reconocidos relojeros europeos, en su mayoría franceses y suizos. En ese entonces, los Jeanneret, Guy, Batiste, Gros Claude, Glauser y los Calvo tuvieron a su cargo la labor de instalar en diferentes plazas, parques y centros comerciales los más finos mecanismos.

Estos últimos fueron de los pocos relojeros colombianos que participaron en el proceso de darle a los bogotanos aquel lujo que antes solamente tenían los reyes y burgueses: tener el control del tiempo.

Según recuerda Mauricio Calvo Mendoza, tataranieto de aquel que en el siglo XIX instaló el reloj de la Iglesia de San Francisco, uno de los primeros de la ciudad, el último piso de la casa de sus padres estaba repleto de herramientas, piezas de repuesto, engranajes y relojes desarmados. Fue allí donde él y sus seis hermanos aprendieron el arte de la reparación y en donde Don Álvaro Calvo, su padre, les contaba las historias más maravillosas de cómo a principios de siglo llegaron a las manos de sus antepasados los más finos relojes franceses y suizos que hoy en día reposan en algunas  iglesias de la capital, como es el caso del de la Catedral Primada.

Calvo afirma que el problema de los grandes relojes es que por lo general caen en muy malas manos. “La mayoría se los han robado y los demás no funcionan porque no les hacen un buen mantenimiento”.

Entre los más emblemáticos se encuentran el de la iglesia del Lourdes, la Estación del Nordeste, las iglesias de Egipto, Las


Nieves, Santa Bárbara, San Ignacio, el de la Casa de la Moneda y el que se encontraba en la carrera novena con calle 14, del cual los ladrones solamente dejaron la caja.

“Lo complicado con los relojes antiguos es que por un lado los ladrones se aprovechan de su deterioro para desvalijarlos, y además, arreglarlos es un problema porque ya nadie hace esos repuestos”, dice Brodback.

La reparación

En 1938 la colonia suiza le regaló a Bogotá el reloj del Parque Nacional, con motivo del  cumpleaños numero 400 de la ciudad. La maquinaria fue traída de Sumiswald, Suiza, y construida en la fábrica J.C. Baer. El Distrito le construyó una base octagonal cubierta con lozas de piedra nacional, propia del estilo moderno y sobrio del siglo XX. En el exterior se le diseñaron cuatro caras,  con el fin de que los transeúntes pudieran visualizar la hora desde diferentes puntos.

La embajada suiza le delegó el mantenimiento a Albert Jeannet y Mercel Jenny. Hasta el 80 el reloj estuvo en funcionamiento y a partir de esa fecha sufrió su primer gran deterioro. En el 98 contrataron a Brodback para que lo pusiera en marcha nuevamente, pero comenzando el 2001 las manecillas quedaron eternamente congeladas, señalando las 11:50.

Desde hace 15 días la embajada suiza y las secretarías de Cultura y Patrimonio le encargaron nuevamente a Brodback la tarea de reparar esta maquinaria. Emocionado, fue hasta el parque, retiró la parte interna del reloj y, como si fuera el más valiosos de los tesoros, lo llevó cuidadosamente hasta su taller.

 A partir de ese día ha trabajado día y noche en reparar el eje, el motor, ensamblarlo,  hacerle la limpieza correspondiente y reconstruir el sistema electromecánico con el fin de que accione de manera autónoma. “Me tocó ponerle bujes al motor porque el eje estaba desajustado”.

Paralelo a esta refacción, Lina María Uribe adelanta la restauración de la torre, ya que debido a las lluvias, los movimientos telúricos y las vibraciones causadas por el tránsito de vehículos, la estructura presentaba grietas .

El 31 de julio la embajada de suiza celebrará el centenario de sus relaciones con Colombia. Ese mismo día, Brodback sacará de su taller la máquina que últimamente lo ha desvelado. Entonces volverá a funcionar el reloj de las cuatro caras que a principios de siglo representó una de las grandes obras de la arquitectura moderna.

Entre tanto, los Calvo esperan que los legendarios relojes instalados por su familia corran la misma suerte y algún día vuelvan a ser el centro de atención de los ciudadanos, como lo fueron a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando Bogotá todavía era una ciudad con tiempo.

Por María Camila Peña

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