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Estudiar el cerebro de una mariposa para resolver un misterio de los animales

Ciéntificos están tratando de develar uno de los últimos misterios que aún no comprendemos bien de los animales migratorios. Y, es posible, que una de las mariposas más populares les dé la pista clave.

Alexa Robles-Gil / The New York Times

27 de diciembre de 2025 - 09:12 a. m.
Robin Grob pone un electrodo dentro del cerebro de una mariposa.
Foto: NYT - MARK FELIX
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En noviembre, en un cobertizo bajo un cielo despejado en Texas, Robin Grob sometió a una mariposa monarca a una operación a cerebro abierto.

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Unas tiras de cinta adhesiva mantenían abiertas las alas negras y naranjas de la mariposa y sujetaban su cuerpo peludo y manchado de blanco bajo un microscopio. A través del lente, el cerebro aparecía como una masa diminuta y amarillenta, en la que se había insertado un tetrodo —cuatro electrodos, cada uno más fino que un cabello humano. Mirando hacia abajo, Grob, neurobiólogo de la Universidad Noruega de Ciencia y Tecnología, selló cuidadosamente la cabeza de la mariposa con silicona, para evitar que los electrodos se movieran.

La mariposa forcejeó contra la cinta. “Cálmate”, dijo Grob en voz baja. “Deja de moverte”.

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El siguiente paso era el más difícil: trasladar la mariposa, con tetrodo y todo, al exterior, al simulador de vuelo, un cilindro metálico abierto del tamaño de una urna de café. En su interior, se ataría a la mariposa y se le permitiría volar a través de un campo magnético cuidadosamente controlado. Un movimiento brusco durante el trayecto podría desplazar los electrodos y arruinaría horas de cirugía. Pero si Grob lo conseguía —si la mariposa sobrevivía al traslado y el tetrodo permanecía en su sitio— podría registrar el momento exacto en que su cerebro percibiera el tipo de campo magnético que guía a las monarcas a través de un continente.

Cada año, las monarcas viajan miles de kilómetros desde Canadá hasta los bosques de abetos oyamel en México. Para navegar, utilizan un conjunto de brújulas internas. Pero la fisiología exacta ha desconcertado a los científicos durante décadas: ¿Cómo hace un insecto con un cerebro más pequeño que un grano de arroz para encontrar los mismos bosques año tras año?

Los animales, incluidos los humanos, se basan en una serie de señales internas y externas para orientarse, como la posición del sol y las estrellas, la polarización de la luz, la memoria para ubicar puntos de referencia geográficos y otras. De todos ellos, el sentido magnético —la capacidad del cerebro para detectar el campo magnético de la Tierra con una sensibilidad similar a la de una brújula— sigue siendo el más elusivo.

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“Entendemos cómo podemos oler, cómo podemos ver, cómo podemos oír, pero no entendemos cómo los animales pueden percibir el campo magnético”, dijo David Dreyer, neurocientífico de la Universidad de Lund en Suecia. “Es el último sentido que no se comprende realmente”.

Mapas y brújulas

Así se ve el cerebro de una mariposa monarca.
Foto: NYT - MARK FELIX

Hay dos sentidos principales que un animal puede utilizar para navegar: el sentido del mapa y el sentido de la brújula. El sentido del mapa es la capacidad del animal de localizar su posición actual en relación con un lugar concreto. El sentido de la brújula es la capacidad de un animal de utilizar señales externas para guiarse en una dirección determinada.

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Las tortugas bobas poseen ambos sentidos: pueden utilizar el campo magnético de la Tierra como brújula para mantener una dirección, pero también pueden utilizarlo como una especie de mapa para determinar dónde se encuentran. Esto significa que pueden navegar de vuelta a casa, incluso desde lugares en los que nunca han estado antes. Los insectos migratorios, sin embargo, tienen brújula pero no mapa. Pueden migrar en una dirección determinada, pero no hay pruebas concluyentes de que sepan dónde están en relación con el lugar de donde partieron o hacia dónde se dirigen.

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Sin embargo, como sujetos de investigación sobre la migración, los insectos ofrecen una ventaja sobre las tortugas y las aves: sus cerebros y sistemas nerviosos son más pequeños y menos complejos, por lo que sus circuitos neuronales son, relativamente, más sencillos de descifrar.

Kenneth Lohmann, biólogo de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, dijo que “trabajar con cerebros y sistemas nerviosos grandes puede ser más difícil cuando se intenta comprender realmente lo que ocurre en el cerebro”. Y las monarcas podrían ser potencialmente la clave para comprender los mecanismos migratorios, añadió.

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Sin embargo, algunos científicos se preguntan si insectos como las monarcas poseen siquiera un sentido magnético. “No creo que lo tengan”, señaló Henrik Mouritsen, biólogo de la Universidad de Oldenburg en Alemania. Hace dos décadas, Mouritsen, que estudia la brújula magnética de las aves, publicó un estudio sobre la orientación de las monarcas en el que no encontró indicios de sentido magnético.

“Me gustaría ver con mis propios ojos que esas mariposas pueden hacerlo, porque yo lo intenté y no conseguí que lo hicieran”, dijo.

Una minúscula cirugía cerebral

De vuelta al cobertizo, Grob miraba la pantalla de su computadora mientras las primeras señales cerebrales del día parpadeaban en el monitor. Había insertado electrodos en cuatro tipos distintos de neuronas del cerebro de la monarca. Pero las monarcas tienen unos 100 millones de neuronas, y aún no sabía si había elegido las cuatro correctas, que se encuentran en el complejo central, la región que rige la orientación espacial. Es como “ir a ciegas”, dijo.

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El experimento implicaba cierto grado de ensayo y error. Tras identificar cuatro neuronas prometedoras, los investigadores sacaban a la monarca al exterior y la dejaban volar hacia el suroeste mientras vigilaban las señales cerebrales en busca de indicios de magnetorrecepción. (A pesar de lo angustioso del proceso, las mariposas no sienten dolor, ya que su sistema nervioso carece de receptores del dolor). Si no surgía ninguno, volvían a empezar con otra mariposa.

Durante varios años, Grob ha intentado realizar estas grabaciones al aire libre. Parte de la razón de trabajar en el exterior, frente a hacerlo en un laboratorio cuidadosamente controlado, es dejar que el animal piense que está migrando.

“Si queremos comprender la migración, tenemos que poner a los animales en el escenario conductual correcto”, explicó Basil el Jundi, neurocientífico de la Universidad de Oldenburg cuyo laboratorio diseñó el experimento. “Hay que grabar desde un animal volador mientras navega realmente”.

Dreyer, quien no participa en la investigación, calificó de “brillantes” los experimentos, que combinan un simulador de vuelo con grabaciones cerebrales”.

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Más allá de una monarca

En 2000, Steven Reppert, neurocientífico de la facultad de medicina Chan de la UMass, conducía por el Medio Oeste cuando vio lo que parecía una nube anaranjada a baja altura delante de él.

“El aire estaba tan cargado de monarcas que varias chocaron contra los cristales de mi auto”, señaló en un correo electrónico. “Me hice a un lado de la carretera y paré el coche, contemplando este asombroso espectáculo”.

Hasta entonces, la mayor parte de la investigación sobre las monarcas se centraba en la ecología: adónde iban, cuántas sobrevivían. Pero al observar aquella nube naranja, Reppert tuvo un pensamiento diferente. “Entonces me di cuenta de que había que estudiar a la mariposa monarca y los mecanismos que subyacen a su espectacular comportamiento migratorio”, dijo.

Orugas de mariposa monarca criadas en el laboratorio.
Foto: NYT - MARK FELIX

Durante las dos décadas siguientes, Reppert dirigió más de 20 estudios que exploraban cómo el reloj interno de la monarca guía su navegación. Sus descubrimientos transformaron el campo: que las monarcas pueden utilizar tanto la posición del sol como el patrón de la luz diurna polarizada para determinar la dirección; que sus relojes circadianos de navegación residen en sus antenas, no en sus cerebros; que ciertos genes codifican fotorreceptores cronométricos que son esenciales para la navegación; y que la brújula solar utilizada para la navegación se encuentra en la región del cerebro conocida como complejo central.

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Una de las estudiantes postdoctorales de Reppert fue Christine Merlin. Desarrolló la genética inversa en las monarcas, eliminando genes específicos para ver cuáles alteraban los mecanismos de navegación del insecto. Ahora, cronobióloga en la Universidad A&M de Texas, a pocos kilómetros del cobertizo de Grob, Merlin ha centrado su atención en el sentido magnético y se ha acercado a los sensores reales.

Un trabajo de 2021 de Merlin, publicado en la revista Nature Communications, demostró que un gen específico, CRY1, era necesario para la respuesta magnética en las monarcas. El estudio también demostró que las antenas y los ojos participaban en la detección del campo magnético. ¿Pero en qué estructura fisiológica o bioquímica, exactamente?

Kayla Goforth, investigadora postdoctoral en el laboratorio de Merlin, está utilizando CRISPR, una herramienta de edición genética, para eliminar genes específicos de las monarcas, y está realizando pruebas para determinar qué partes codifican para la navegación magnética. Cría monarcas que carecen de determinados genes y comprueba si pueden orientarse utilizando campos magnéticos. Su objetivo es encontrar la molécula en la que “se producen todas estas reacciones a nivel cuántico”, aseguró. En teoría, la investigación tiene el potencial de desarrollar sistemas de navegación humana que no dependan de los satélites, sirviendo como alternativa cuando el GPS no esté disponible.

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“Si puedes desarrollar una herramienta de navegación basada en el campo magnético de la Tierra, no puedes perderla”, dijo Goforth. “Siempre está ahí. Está ahí de día o de noche”.

El trabajo es minucioso. Pero las implicaciones van mucho más allá de los insectos. Comprender los mecanismos que utilizan las monarcas para orientarse podría ayudar a explicar cómo migran y navegan otras especies, advirtió Reppert.

Ese grupo podría incluir potencialmente a los humanos. “¿Tienen los humanos un sentido magnético?”, dijo Reppert. “Puede que tengamos un sentido subconsciente del campo magnético de la Tierra. Pero solo hay escasas pruebas de percepción consciente”.

Los dos equipos, el de Jundi y el de Merlin, también realizan experimentos para comprender otros aspectos de la magnetorrecepción, incluido su lugar en la jerarquía de las señales de la brújula. ¿Cuándo utilizan las monarcas el sol para navegar? ¿Cómo funcionan juntas ambas brújulas? ¿Por qué utilizar el sol cuando el campo magnético parece más fiable?.

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“Es una gran aventura”, dijo Jundi. En efecto, los dos laboratorios están abordando el misterio —“cómo el cerebro de los insectos migratorios codifica la migración”, agregó— desde extremos opuestos. El trabajo de Merlin es ascendente, identificando en qué parte del cuerpo de la mariposa están los sensores magnéticos y qué genes los controlan, así como lo que ocurre a nivel molecular. El trabajo de Grob y el Jundi es descendente, registrando cómo procesa el cerebro la información magnética después de que los sensores la detecten. Algo parecido a la migración de la monarca: empieza en un lugar y termina en otro.

Una vez que la silicona se endureció en la monarca de Grob, levantó con cuidado el insecto y salió del cobertizo hacia el simulador de vuelo. ¿Las horas de cirugía aportarían datos útiles o serían otro intento fallido?

Fijó la mariposa a la cuerda del simulador y, tras unos suaves golpecitos para motivarla, las alas del insecto comenzaron a batir. En la pantalla de la computadora aparecieron señales, picos a lo largo de dos ondas sinusoidales. Grob observó atentamente cómo la mariposa ajustaba su ángulo de vuelo.

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En algún lugar de un cerebro más pequeño que un grano de arroz podría estar la respuesta a cómo los seres vivos aprovechan un campo invisible para viajar por el planeta. “Esto va más allá de una simple monarca”, dijo.

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Por Alexa Robles-Gil / The New York Times

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