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A los matemáticos les encantan los acertijos, y uno bien famoso es el problema de Monty Hall, inspirado en el concurso televisivo “Let’s Make a Deal”. En este juego, un participante debe elegir entre tres puertas cerradas: detrás de una hay un auto, el gran premio, y detrás de las otras dos, cabras. El objetivo es sencillo: ganar el auto, así que elegir bien es fundamental.
Tras la elección inicial, el presentador —que sabe lo que hay detrás de cada puerta— abre una de las otras dos que siempre tiene una cabra. Luego le ofrece al jugador la oportunidad de mantener su puerta original o cambiar a la otra puerta cerrada. Aquí surge la pregunta clave: ¿es mejor quedarse con la primera elección o arriesgarse a cambiar? Este acertijo ha fascinado a matemáticos por décadas, pero también ha servido a psicólogos y neurocientíficos para explorar cómo funciona la mente humana. ¿Por qué algunas personas deciden cambiar de puerta mientras que otras se aferran a su primera elección?
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¿En qué momento cambiamos de opinión?
Una de las habilidades más interesantes del cerebro humano es la que los científicos conocen como metacognición, que consiste en poder pensar sobre nuestro propio pensamiento. Asi como suena. Es como si la mente tuviera un “monitor interno” que permite revisar lo que estamos haciendo, evaluar si lo estamos haciendo bien y, si es necesario, corregirnos.
Por ejemplo, imagine que está jugando un juego de adivinanzas y tiene que elegir entre dos cajas. Si elige una y siente que su decisión no es segura, su mente puede decirle: “Hmm, quizá debería reconsiderar”. Este pensamiento sobre su propia elección es metacognición en acción.
La confianza en su decisión es una señal de su metacognición: cuando está menos seguro, es más probable que revise su elección o busque información adicional antes de tomar una acción final. Sin embargo, cuando Dragan Rangelov, Profesor titular de Psicología y Neurociencia Cognitiva de la Universidad Tecnológica de Swinburne, revisaron la investigación sobre cambios de opinión en diversos tipos de decisiones, se encontraron con estudios que muestran que las personas cambian de opinión con menos frecuencia de lo que se cree.
Una investigación que Rangelov publicó a inicios de este año sugiere que antes de decidir, nuestro cerebro va sumando información, como si llenara un vaso con gotas de evidencia hasta que se llena y se toma la acción. La fuerza de esta evidencia determina cuán seguro nos sentimos. Pero incluso después de decidir, el cerebro sigue procesando información.
Si la evidencia que llega después de la decisión indica que algo no está bien, puede generar señales que nos lleven a cambiar de opinión o corregir errores. Gracias a herramientas como la electroencefalografía (EEG), los científicos pueden observar estas señales en el cerebro. Por ejemplo, el CPP predecisional refleja la acumulación de evidencia antes de actuar y está vinculado a cuán seguros nos sentimos. Por otro lado, la positividad de error (Pe) aparece después de una respuesta y nos indica si es probable que hayamos cometido un error.
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Estas señales, decía Rangelov en su investigación, muestran que la metacognición no es solo un pensamiento abstracto: está anclada en procesos cerebrales concretos que nos permiten evaluar y ajustar nuestras decisiones en tiempo real. Otro factor interesante es cómo la presión del tiempo afecta la metacognición. Cuando debemos decidir rápido, cometemos más errores, pero paradójicamente, nuestra capacidad metacognitiva puede mejorar. En otras palabras, aunque respondamos con rapidez y aumente la probabilidad de equivocarnos, nuestro cerebro activa mecanismos de control que nos permiten detectar errores y ajustar nuestras decisiones sobre la marcha. Esto sucede porque, bajo presión, el cerebro depende más de la evidencia que surge después de la decisión para evaluar si nos equivocamos.
Si usted da una respuesta apresurada en un test, su mente puede detectar internamente un conflicto o inconsistencia, y esto le permite corregir la respuesta o mejorar la estrategia en la siguiente oportunidad. En cambio, cuando tenemos todo el tiempo del mundo, los errores suelen venir de información confusa o poco clara, lo que hace más difícil reconocerlos.
En experimentos recientes, los participantes realizaron tareas rápidas y lentas y luego calificaron si querían cambiar su decisión. Los resultados mostraron que, bajo plazos cortos, aunque se cometían más errores, las personas eran más hábiles para detectar esos errores y ajustar su comportamiento. Esto demuestra que la metacognición se activa no solo antes de decidir, sino también después de la decisión, permitiendo un refinamiento constante de nuestra toma de decisiones y mostrando cómo el cerebro combina información previa y posterior para aprender y mejorar. (Puede ver: La ciencia como la cenicienta)
¿Por qué no cambiamos de opinión tan a menudo?
Aunque la investigación muestra que cambiar de opinión suele mejorar la calidad de nuestras decisiones, en la práctica las personas lo hacen con menos frecuencia de lo que podrían.
Esto se debe a varios factores relacionados con cómo funciona nuestra mente y cómo nos relacionamos socialmente. En primer lugar, explica Rangelov en una columna en The Conversation, cambiar de opinión implica un esfuerzo cognitivo adicional. No basta con reconocer que tal vez nos equivocamos; también debemos evaluar cuidadosamente la decisión inicial, reconsiderar alternativas y analizar nueva información. En la vida cotidiana, muchas decisiones no justifican este esfuerzo extra. Por ejemplo, escoger una marca de refresco con sabor a naranja rara vez tendrá consecuencias significativas. Estudios muestran incluso que cuando se ofrecen demasiadas opciones, las personas se sienten menos satisfechas con sus elecciones, un fenómeno conocido como “la paradoja de la elección”. En estos casos, cambiar de opinión requeriría un esfuerzo mental que no siempre vale la pena.
En segundo lugar, existen razones sociales que desincentivan los cambios frecuentes de opinión. En relaciones personales y entornos laborales, se valora la consistencia y la previsibilidad: si alguien cambia de idea constantemente, los demás pueden percibirlo como poco confiable o indeciso. Por ello, muchas personas evitan modificar sus decisiones para mantener una buena imagen social y fortalecer la confianza en sus relaciones.
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En conjunto, estos factores muestran que no se trata solo de si cambiar de opinión podría mejorar la decisión, sino también de un equilibrio entre esfuerzo cognitivo y las normas sociales que regulan cómo nos comportamos ante los demás. En la práctica, nuestra resistencia a cambiar de opinión refleja una combinación de economía mental y adaptación social.
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