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Xiomara Gómez llegó a los Llanos del Yarí hace 34 años. Era apenas una niña cuando sus padres salieron de Cundinamarca con cinco hijos a bordo, huyendo de la violencia y, como cientos de colonos, abrieron trocha por esta sabana que prometía buenas tierras y la tranquilidad suficiente para empezar una nueva vida. La familia caminó varios días desde San Vicente del Caguán antes de asentarse en un lugar al que llamaron El Palmar. Con el tiempo se juntaron con los vecinos, organizaron la Junta de Acción Comunal, construyeron la escuela y trazaron los primeros caminos por estas sabanas que conectan el departamento de Meta con Caquetá.
Enfundada en una camiseta alusiva al Festival del Jaguar, Xiomara se limpia las manos para atender la entrevista en una de las cabañas que está pintando junto con otras integrantes de la Asociación Ambiental de Mujeres Trabajadoras por el Desarrollo del Yarí (Aampy). Sus esposos y vecinos les ayudaron a construir cuatro cabañas y ahora las apoyan en la jornada de pintura.
En estas construcciones de madera, que dominan una pequeña colina con una vista privilegiada sobre la llanura, están afincadas las ilusiones de estas familias, porque allí piensan desarrollar un proyecto turístico que traiga visitantes que quieran admirar la belleza de este territorio en el que habitan, entre otros, el jaguar, el águila arpía, el mico aullador, la danta, el venado y cientos de pájaros endémicos de este ecosistema.
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Recogemos a Xiomara en un caserío conocido como Playa Rica, a unas tres horas en carro desde San Vicente del Caguán. El recorrido se hace por una carretera en buen estado, en la que aparecen de vez en cuando vestigios de la guerra que se libró con las antiguas FARC-EP. “Aquí quedaba la finca del Mono Jojoy, la bombardeó el Ejército cuando se acabó la zona de despeje”, explica. Más adelante, una estructura de ladrillo y cemento, que sostenía gigantescas canecas con combustible, marca la entrada a lo que algún día fue un enorme taller en el que la guerrilla tenía docenas de camionetas último modelo.
En su voz se nota la sabiduría de las personas que han vivido mucho en poco tiempo. “Aquí hemos tenido que pasar por muchas bonanzas. La primera fue la de las pieles, luego la maderable, también tuvimos la del maíz. Ahí se empezó a talar más el bosque para sembrar plátano, después vino la bonanza cocalera que nos afectó bastante, porque se contaminaron con químicos las fuentes de agua, luego vino la bonanza ganadera, de la que todavía nos sostenemos gracias a la carne y la leche”, cuenta Xiomara.
El problema, dice, es que la coca ha vuelto por estas llanuras de atardeceres multicolores porque el Estado incumplió las promesas del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), creado en virtud del Acuerdo Final de 2016. Los apoyos financieros no llegaron para las 1.231 familias que firmaron el pacto. Eso sí, aclara, ninguna de las 40 mujeres que hoy son parte de la Asociación ha vuelto a sembrarla.
Lo que siembran hoy es canangucha. Antes de la jornada de pintura hicieron una sembratón en la ribera de un caño que está metros más abajo. Con esa palma buscan restaurar esta fuente de agua con la que esperan surtir a los futuros turistas y, de paso, quieren conectarla con otro morichal cercano.
El cielo se oscurece y la lluvia se asoma en el horizonte. Todos se alegran. Necesitan que llueva para que las plantas que las mujeres cuidan en el vivero de la Asociación sobrevivan. En una finca que tienen alquilada en la vereda Alto Morrocoy, en jurisdicción de La Macarena, Meta, cuidan cerca de 160 especies vegetales para restaurar el ecosistema que han afectado durante varias décadas. Para llegar allí tenemos que seguir por la carretera en la que aparecen vallas -estas sí nuevas y relucientes- de las disidencias conocidas como Estado Mayor Central de las FARC, o “Los Mordiscos”, como les dicen haciendo alusión al jefe de ese grupo armado, conocido como Iván Mordisco.
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Lorena Escalante es la viverista, tiene cinco hijas y la piel curtida por estar bajo el sol. Conoce muy bien las especies nativas de este ecosistema, gracias a la observación y a la formación que le dio el programa Amazonia Sostenible para la Paz.
Ella “rescata” las semillas que no se comen los loros, los micos o los cerdos salvajes. Las lleva a la sala-cuna y las cuida en las siguientes fases hasta que pueda repartirlas en las fincas de los vecinos. “Cada planta cumple una función, hasta las que creíamos que eran maleza. Las sembramos donde vemos un clarito (terreno deforestado) para restaurarlo y creamos como un corredor para que los animales no se expongan corriendo por el potrero”.
Este trabajo es financiado por el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (GEF), del Programa Paisajes Sostenibles de la Amazonia a través de PNUD, el cual pretende conectar 62 mil hectáreas de bosque amazónico, con un compromiso de protección y restauración de bosques que han asumido 48 familias campesinas.
En el Yarí no hubo transición
Raúl Ávila es el presidente de Corpoyarí, una organización campesina que articula a 36 juntas de acción comunal y a varias organizaciones, entre ellas Aampy. Llegó brocha en mano a pintar las cabañas y sus curtidas manos de campesino ayudaron a sembrar moriche en la ribera del caño. Buscamos algo de sombra bajo los tanques de agua que ellos mismos levantaron hace unas semanas. Asegura con firmeza que la cooperación internacional y el fortalecimiento de sus organizaciones sociales fueron lo “único bueno” que les dejaron los procesos de paz que han visto pasar por aquí.
Del primero, entre 1998 y 2002, recuerda que “dejó algo de desarrollo”, se movió la economía y la agricultura se fortaleció. “Pero después de la ruptura y el fin de la zona de despeje solo quedan recuerdos amargos”, afirma. Los relatos de los habitantes de esta zona del país hablan de bombardeos, asesinatos, desaparición de líderes sociales señalados de ser guerrilleros y una estigmatización que todavía cargan a cuestas. Por eso empezaron a fortalecer sus organizaciones para reclamar y denunciar. Así nació Corpoyarí en 2008 y en los años siguientes otras organizaciones de mujeres, como Aampy, o colectivos de jóvenes.
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Cuando le pregunto a don Raúl cómo va la implementación del Acuerdo Final de 2016, me lanza una mirada que combina la ironía con algo de fastidio. “Ese es un tema que no me gusta ni hablarlo”, asevera mientras sacude las manos. “Nosotros pensamos que iba a ser un acuerdo serio y por eso lo apoyamos. Pero después de un tiempo el conflicto continuó y las necesidades en los territorios siguieron en las mismas, no se vio ningún cambio. ¡Cuál proceso de paz, ahí no hubo nada!”, reclama.
Ese sentimiento es generalizado. Al preguntarles a los habitantes de estas veredas si vivieron algún momento de paz tras la firma del acuerdo en noviembre de 2016, todos coinciden en señalar que esa sensación duró solo algunos meses.
“¿Cómo fue la transición?”, les planteo. Sus caras de extrañeza lo dicen todo.
“Unos entregaron las armas y se concentraron en el espacio Urías Rondón, pero otros se quedaron por ahí con los fusiles y luego vinieron a decirnos que iban a seguir la lucha porque sus antiguos jefes los habían traicionado a ellos y a la causa, que ese acuerdo había quedado en nada”, relata una profesora.
El territorio está en disputa
Durante un tiempo los desarmados pudieron vivir con la comunidad, pero hubo desacuerdos con los que se quedaron en armas y los excombatientes tuvieron que seguir su reincorporación en otros lugares de Caquetá, relatan los campesinos.
En esta zona de la sabana se reorganizaron “Los Mordiscos”, pero en la cordillera, hacia la histórica zona de reserva campesina de El Pato, se reagruparon un año más tarde “Los Marquetalianos”, como denominan aquí al grupo conocido como Segunda Marquetalia, liderado por Luciano Marín (Iván Márquez) y quien fuera uno de los farianos líderes de la zona, Hernán Darío Velasquez (el Paisa, quien habría sido asesinado en diciembre de 2021), entre otros mandos medios que firmaron el Acuerdo Final y luego se rearmaron.
Esa división se acentuó durante los últimos cinco años, y todos reconocen que hubo una especie de acuerdo en el que cada grupo se quedaba en su zona. Nadie da razón sobre cómo ni por qué se rompió el acuerdo, lo cierto es que los dos grupos se están enfrentando en la zona de El Pato y las comunidades de la zona de reserva campesina han quedado en la mitad.
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La situación es tan tensa, que luego de recorrer los Llanos del Yarí fuimos a visitar a las comunidades de la cordillera, pero nadie quiso hablar. El silencio es la mejor protección para los liderazgos que se han venido construyendo desde finales de los años 60 y que se han heredado hasta hoy.
El alcalde Julián Perdomo reconoce que la situación se hace insostenible. “San Vicente es el municipio a nivel nacional con más víctimas, tenemos más de 66.000 reportadas. La situación no mejoró con el Acuerdo de Paz y para nadie es un secreto que aquí sigue el tema de las extorsiones a los comerciantes y ganaderos, y que ahora el enfrentamiento entre los dos grupos se empezó a tensionar desde el pasado 11 de mayo, cuando un grupo de hombres fuertemente armados ingresaron a la zona de El Pato. Se reportan más de 40 desplazamientos hacia Neiva y aquí tenemos siete personas que hemos atendido desplazadas”, relata.
Hablamos con él justo el día en que había convocado una movilización a favor de la paz. La lluvia impidió la marcha, pero él insistirá, ya que todos los días recibe reportes de nuevas incursiones de unidades del EMC en zonas que estuvieron controladas por la Segunda Marquetalia.
La tensión se hace evidente en la carretera que del casco urbano de San Vicente conduce a la vereda de Miravalle, a donde llegamos buscando hablar con los líderes del grupo de excombatientes que adelanta su reincorporación en esas montañas que miran directo al cañón del río Pato, donde un equipo mixto de rafting (comunidad y exguerrilleros) se prepara para participar en el Mundial de esa disciplina en Italia. Hay grafitis de la Segunda Marquetalia y encima están los de FARC-EP.
Estas tensiones ya se trasladaron a los pobladores de la sabana que temen ir a El Pato o los de la cordillera que prefieren no ir al Yarí. Temen que al ser señalados como apoyos del grupo que controla el territorio haya represalias en su contra por traspasar esa frontera.
Los concejales Wilmar Fierro y Eduardo Cedeño advirtieron, aun antes de las amenazas proferidas por el EMC FARC contra las elecciones, que el certamen electoral de octubre puede estar manchado por actos violentos, como en las viejas épocas, cuando la antigua guerrilla impedía el libre ejercicio del voto y hacía renunciar a los candidatos.
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Colombia+20 pudo comprobar que a los pequeños comerciantes del pueblo les han llegado citaciones para pagar extorsión por parte de ambos grupos armados. Varios de ellos exhibieron los “paz y salvos” que expiden los jefes de finanzas de las dos disidencias y que tienen validez por un año.
Los concejales temen que con el fin del cese al fuego entre la fuerza pública y el EMC FARC, la guerra afecte también a la naturaleza. Los dos explicaron que con ocasión de los diálogos que mantenían con el Gobierno, “Los Mordiscos” habían parado la deforestación y las quemas con amenazas de millonarias multas a los campesinos y ganaderos. “Ahora, sin mesa de diálogo, creemos que ellos dejarán la vía libre para que se vuelva a tumbar y a quemar. Mal que bien, ellos regulan esos daños y ponen orden en el territorio ante la ausencia del Estado”, reconocen.
Por todo eso, los liderazgos consultados, insisten en que es necesaria y urgente la instalación de la mesa de diálogo entre el Gobierno y estas disidencias, y que se abra una amplia participación a las comunidades e incluso a las autoridades locales, porque como reclama el alcalde, a ellos no los han tenido en cuenta.