Los niños de Aldemar Granada le pusieron un nombre a la avioneta que asperjaba el glifosato: le decían “La quitaorgullo”. Cuando el aparato aparecía en el horizonte, significaba que iban a sufrir todos: los finqueros ricos y los pobres, los comerciantes y los transportistas, los que tenían coca y los que no. Las aspersiones en el sur de Bolívar no respetaron a nadie.
Aldemar Granada es uno de los 146 campesinos cultivadores de cacao de la Asociación de Productores Agropecuarios de la Zona Alta de San Pablo (Asocazul), una organización que intentó entre 2005 y 2013 ofrecer a los habitantes de San Pablo, Cantagallo y Simití proyectos productivos que les permitieran abandonar la coca y las economías ilegales, de la mano del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio. Todo lo hicieron con apoyos de la cooperación internacional y un crédito colectivo con Bancolombia, que fue gestionado por ellos.
“Estábamos cansados con el conflicto armado que se genera con todo este tema de la coca”, asegura Manuel Durango, uno de los afiliados. “Lo que queríamos era salir en un proceso que nos permitiera criar a nuestros hijos de forma legal, garantizar el estudio, la alimentación de nuestros hijos”, añade.
Asocazul gestionó créditos y recursos con el compromiso de que quien tuviera matas de coca tendría que arrancarlas. Pero, como dice Manuel Durango, “de quien no esperábamos el daño fue de quien nos lo hizo, el mismo Estado”.
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Al menos 40 de estas familias que ya no tenían coca en sus fincas fueron afectadas por las aspersiones aéreas con glifosato, realizadas de manera ininterrumpida entre 2001 y 2015 en el sur de Bolívar.
En algunos casos, como el de Rosa Pineda, “fumigaron” sus cacaoteras hasta en tres oportunidades en años diferentes, con pérdidas totales para ella y su familia. En otros, como el de Diomedes Páez Tarazona, la fumigación ocurrió una sola vez y destruyó 5.500 colinos de cacao recién arriados hasta su finca “con cinco mulas”, cuando apenas llevaban una semana de haberse sembrado. Tras el paso de la avioneta “no quedaba nada”, explica Diomedes, quien finalmente abandonó la tierra.
En total, 118 hectáreas de cacao fueron arrasadas por las aspersiones con glifosato, afectando directamente a 42 familias, aunque a la postre todas las 146 familias terminaron pagando las consecuencias, pues la asociación no tuvo cómo afrontar el crédito con Bancolombia y el proyecto se vino abajo, según explica Esther Julia Cruz Celis, fundadora de Asocazul.
Por este caso cursa una demanda contra la nación desde 2013, que espera un fallo del Consejo de Estado en última instancia, con pretensiones que alcanzan los $3.246 millones por daños a los afectados. No obstante, los campesinos esperan mucho más que una reparación económica.
“Nuestra intención va más allá: queremos el reconocimiento de la verdad y la no repetición”, explica Andrés Santiago Mejía, vocero de Asocazul. “Que nos respondan de dónde estaban recibiendo la georreferenciación de los predios, por qué asperjaron sobre esas coordenadas donde había proyectos de cacao”.
Asocazul quiere que su caso sea juzgado además por la Justicia Especial para la Paz, y esta solicitud se hizo a la Sala de Reconocimiento, encargada de evaluar si lo acepta como parte de algún macrocaso.
Fuentes de la JEP explican que en 2022 se abrirá un macrocaso sobre la responsabilidad de paramilitares, terceros y agentes del Estado en el conflicto, ahí cabría la denuncia de Asocazul, toda vez que las aspersiones fueron realizadas por la Policía Antinarcóticos, en el marco de la estrategia contrainsurgente del Plan Colombia. “Se debe reconocer que la responsabilidad fue del Estado, con ese precedente nosotros quedaríamos satisfechos, porque se sabría la verdad”, dice Mejía.
Esther Julia Cruz Celis, promotora e impulsora del proyecto, ha sido una firme opositora al glifosato en su región. “Cuando empezaron las fumigaciones de pronto el Gobierno creyó que los campesinos nunca iban a despertar”, señala Cruz Celis. “Hoy los campesinos reclaman sus derechos y tienen conocimiento del tema ambiental”.
“Lo que se pretende es la descampesinización del campo en el marco de una política de Estado: limpiar los territorios”, asegura la abogada Rosa Mateus. “Son políticas para atacar y sacar a los campesinos, la política contra las drogas siempre ha sido perseguir al eslabón más débil de la cadena”.
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Una nube de veneno
Aldemar Granada dice que el glifosato es como una neblina o “un vapor que quema”. Cuando cae, aparecen unas gotas aceitosas muy finas que lo impregnan todo, también a los animales y a las personas: “Después viene la rasquiña”, asegura. Él sufre una dermatitis crónica después de las fumigaciones, su padre Eleázar recibió el chorro de veneno en el cuerpo mientras trabajaba en un cultivo de cacao y murió de cáncer años después.
El testimonio de Granada es clave, porque la Policía Antinarcóticos reconoció que había destruido sus cultivos legales de yuca y cacao, incluso lo citó a conciliar en Cartagena, aunque nunca hubo acuerdo sobre el valor de los perjuicios.
“No nos quedó sino mirar la avioneta tirándoles veneno a nuestros cultivos”, se queja Manuel Durango.
Hasta 2020 había un total de 263 demandas contra la nación por hechos similares, 41 a favor de campesinos y comunidades víctimas de las aspersiones, mientras que 57 favorecieron al Estado. Siguen 156 procesos sin resolverse, y uno corresponde a Asocazul.
Según un informe de la Oficina en Washington para Asuntos de América Latina (WOLA), la propia Dirección Antinarcóticos admitió que en menos del 6 % de quejas recibidas se habían realizado visitas en campo y las compensaciones por daños no llegaban ni al 1 %.
“Este caso puede marcar un hito muy importante de cara a nuevas fumigaciones”, sostiene la abogada Rosa María Mateus. Si el fallo es favorable a los campesinos, en el Consejo de Estado y la JEP aquello podría “suspender o cancelar todos los planes que se tengan con aspersiones aéreas e incluso terrestres”, puntualiza la abogada.
Para Daniel Ortiz, investigador del Centro de Alternativas al Desarrollo, las aspersiones con glifosato buscan “combatir un problema agrario con métodos de guerra”. “Han pasado tres décadas desde que comenzaron las fumigaciones, y se insiste en ellas”, explica Ortiz añadiendo que lo único que han generado es algo que se conoce como efecto mercurio: “La lógica es que se extiende la coca a todo el país y, por lo tanto, el glifosato”.
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Rafael Antonio Galvis es un colono santandereano que también forma parte de Asocazul. No olvida la mañana en que la avioneta arrojó glifosato a los potreros que quedaron “amarillos”, al platanal de cuatrocientas matas y a su cultivo de cacao. Él y los hijos pequeños salieron al patio de la finca para agitar banderitas blancas que no disuadieron a los policías.
Hasta su finca, en el corazón de la serranía de San Lucas, llegó el sacerdote Francisco de Roux cuando acompañaba el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio para escuchar su testimonio. “Yo estoy de acuerdo en que acaben la coca”, concluye Rafael Antonio, “pero que el Gobierno invierta”.
Su reclamo condensa bien el brutal círculo vicioso de las aspersiones, que atacan a los campesinos, pero nunca resuelven el problema del narcotráfico: “Es un rencor grande, hay mucha gente que a través de esos atropellos del Gobierno han cogido las armas, cualquier grupo les echó mano”.