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Los 12 corredores de la muerte: la otra geografía del crimen y el poder armado en Colombia

Doce zonas del país se han convertido en puntos donde confluye el paso de cocaína, la minería ilegal, las armas e incluso el tráfico de migrantes. En estas arterias las comunidades sobreviven bajo el sometimiento de disidencias y guerrillas —algunas de ellas hoy en procesos de paz con el Gobierno— que expanden su poder hacia Venezuela, Ecuador, Panamá y Brasil.

Cindy A. Morales Castillo

27 de septiembre de 2025 - 06:05 p. m.
El presidente Petro tiene diez tableros de negociación dentro de su política de paz total.
Foto: Jhonathan Bejar

Corredores de la muerte. El nombre remite a los pasillos carcelarios donde los condenados esperan la ejecución, pero aquí en Colombia fue como se bautizaron 12 franjas estratégicas del país, donde confluyen las economías ilícitas y la guerra y donde los grupos armados han levantado su propia arquitectura de poder.

Según el informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) no se trata de vías marcadas en los mapas, sino territorios de paso que se han vuelto ejes de control para el narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando, y en los que las comunidades viven sometidas a las dinámicas de control social ejercidas por grupos como el Clan del Golfo, el ELN, las disidencias de las FARC e incluso redes transnacionales.

“Lo que tienen en común estos corredores es que generan una zozobra, un miedo permanente entre las comunidades por la presencia de distintos grupos armados. Algunos se usan para el tráfico de drogas, otros para armas, personas o reclutamiento, pero todos producen violencia y control social. Por eso hablamos de corredores de la muerte”, dijo a Colombia+20 Leonardo González, director de Indepaz.

El informe advierte que cada corredor tiene sus particularidades: unos están ligados directamente a la producción y exportación de cocaína; otros, al tráfico de migrantes, de armas o de madera; algunos más a la minería ilegal o al reclutamiento forzado de menores. Sin embargo, todos cumplen la misma función de arterias del crimen: espacios de circulación, de conexión entre enclaves estratégicos, donde se dirime la disputa territorial entre estructuras ilegales.

El crimen y las alianzas transnacionales

Uno de los hallazgos centrales del documento es la dimensión transnacional de estos corredores. No son fenómenos exclusivos en Colombia, sino redes que se extienden hacia países vecinos y que convierten las fronteras en líneas porosas. Al menos cinco de los 12 corredores implican a países vecinos donde los grupos han tejido alianzas con otros grupos armados. “La lógica de estos corredores es transnacional: muchos conectan con Venezuela, Ecuador, Panamá o Brasil. Los grupos armados no respetan fronteras, se mueven de un lado a otro y extienden sus economías ilegales más allá de Colombia”, explicó González.

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Esa movilidad ha hecho que regiones como el Catatumbo o el Darién se conviertan en epicentros de una violencia que rebasa cualquier límite nacional. En el norte de Santander, por ejemplo, los grupos armados controlan rutas que pasan de un lado a otro de la frontera con Venezuela, usándolas tanto para el tráfico de cocaína como para resguardarse de las operaciones militares.

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En el Chocó, el corredor del Darién es hoy escenario del tráfico de migrantes hacia Centroamérica, dominado por el Clan del Golfo, que convirtió el desplazamiento forzado en un negocio multimillonario. Y en el sur, las conexiones con Ecuador y Brasil han extendido el conflicto a zonas como Esmeraldas, donde la violencia ligada al narcotráfico colombiano ha dejado su huella en los últimos años.

El mapa revela además dinámicas de las que poco se conoce. “En La Guajira y la Sierra Nevada encontramos un corredor mucho más violento de lo que aparecía en el radar. Allí se enfrentan el Clan del Golfo (autodenominado Ejército Gaitanista de Colombia), las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada y el ELN, y eso se traduce en homicidios casi a diario”, señaló González. El Caribe, históricamente percibido como una retaguardia de los grupos armados, se ha convertido en un foco activo de disputas, con impactos directos en la seguridad de las comunidades y las economías locales.

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Paradójicamente, muchos de los grupos que hoy dominan estos corredores son los mismos que dialogan con el Gobierno en el marco de la política de paz total. Disidencias de las FARC como la de Calarcá Córdoba (Estado Mayor de los Bloques y Frente) o la de Wálter Mendoza (Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano), el ELN o el Clan del Golfo aparecen tanto en las mesas de negociación como en los informes sobre control territorial y economías ilegales.

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Esto convierte a los corredores en el verdadero punto ciego de los procesos: son espacios donde se mide la capacidad real de esas organizaciones de comprometerse con la paz y, al mismo tiempo, donde se pone a prueba la voluntad del Estado de transformar las condiciones que alimentan la violencia.

“Yo creo que cuando (los negociadores de esos procesos de paz) hacen la caracterización del conflicto, tienen en cuenta los estudios que se han venido haciendo y las alertas tempranas. Desconocerlo es muy difícil: al sentarse en una mesa con un actor armado, es necesario caracterizar el territorio y ahí los corredores son evidentes”, dice González.

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Sobre si los procesos de negociación y la falta de implementación del Acuerdo de Paz han impulsado la consolidación de los grupos armados, como sugieren expertos y/o opositores de estos diálogos, González afirma: “Las mesas lo que hicieron fue frenar la tendencia de crecimiento que venía desde el anterior gobierno. Estas mesas tienen las comisiones de seguimiento que entre otras verifican que los grupos cumplan con los ceses y acciones contra la población, por lo que de alguna manera son un freno a esta expansión”, dice González.

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Comunidades atrapadas en el sometimiento

Los corredores no solo son rutas del crimen, sino también han sido espacios donde las comunidades viven bajo un régimen de sometimiento impuesto por las armas. El informe documenta cómo en esas franjas se repiten de manera sistemática confinamientos prolongados, desplazamientos masivos y la imposición de lealtades forzadas. Las poblaciones quedan atrapadas en medio de órdenes de grupos que definen desde lo que se puede sembrar hasta quién puede circular.

El reclutamiento de menores es otra dinámica recurrente. Jóvenes captados en Cauca o Tolima terminan en campamentos en Guaviare, a cientos de kilómetros de sus familias, como parte de una estrategia para romper vínculos y asegurar su permanencia en la guerra. González lo resume así: “La gente vive bajo reglas impuestas por actores armados, y esa es la dimensión más grave: no solo la economía criminal, sino el control cotidiano sobre la vida”.

Esa realidad se replica en distintas regiones del país. En el suroccidente, las disidencias del Bloque Occidental de Mordisco crearon el frente Andrés Patiño para abrir un acceso al Pacífico por el Micay, luego de perder el control de Tumaco, que era su principal puerto de exportación. En esa ruta convergen intereses del narcotráfico y de la minería ilegal, con un costo altísimo para las comunidades afrodescendientes y campesinas que sufren confinamientos y la pérdida de sus territorios.

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Para Indepaz, estos corredores representan el verdadero termómetro de la política de paz total. No basta con pactar ceses al fuego o abrir mesas de negociación. Si el Estado no logra transformar la realidad en estas franjas, se explica en el texto, la violencia seguirá reproduciéndose y la negociación con los grupos armados corre el riesgo de quedarse en el aire.

“No se trata de operaciones militares únicamente —advierte González. Lo que se necesita es presencia estatal con mayúscula: salud, educación, justicia, vías y alternativas económicas. La intervención militar puede contener, pero no desmonta la lógica del corredor”.

El informe deja en claro que los corredores son hoy la mayor prueba de fuego para el gobierno: si no hay capacidad para desmontar su estructura y garantizar derechos básicos a las comunidades, la paz total podría quedar como una promesa retórica frente a una realidad marcada por la continuidad del poder armado.

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Los doce corredores de la muerte

Este corredor conecta la Amazonía con el Pacífico, atravesando zonas cocaleras, ríos estratégicos y pasos hacia el litoral nariñense. Es clave porque articula la producción en Putumayo con los laboratorios del Cauca y las salidas marítimas hacia Centroamérica y México. En la región actúan principalmente disidencias de las FARC, que controlan cultivos, cristalizaderos y puertos ilegales en el Micay, junto con bandas locales que funcionan como brazos logísticos. La cocaína sale en lanchas rápidas hacia altamar, bajo acuerdos con carteles extranjeros. Las comunidades campesinas y afrodescendientes son las más afectadas: viven en medio de enfrentamientos, confinamientos y presiones de los grupos que las obligan a sembrar coca o a pagar “impuestos”.

Este corredor se extiende desde la selva húmeda del Chocó hasta las cordilleras que conectan con Risaralda, Quindío y Tolima. Es un paso estratégico porque articula el Pacífico con el centro del país y permite el transporte de cocaína, oro y armas a través de ríos como el Atrato y el San Juan. Allí ejercen fuerte presencia el ELN y el Clan del Golfo, que se disputan tanto la minería ilegal como el control de los corredores fluviales. Los pueblos afrodescendientes e indígenas que habitan el Medio y Alto Atrato viven bajo confinamientos recurrentes y bloqueos de alimentos, en medio de un deterioro ambiental acelerado por la extracción aurífera con mercurio.

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Se trata de un corredor marcado por la riqueza aurífera y cocalera, donde el Clan del Golfo ha establecido un dominio férreo sobre la minería ilegal y la producción de cocaína. Disidencias de las FARC intentan disputar el control en municipios como Tarazá, Segovia o Remedios, mientras redes de microtráfico expanden su influencia hacia el Valle de Aburrá. La violencia contra líderes sociales y ambientales es altísima, y las comunidades campesinas enfrentan extorsiones permanentes y desplazamientos forzados.

Este corredor costero combina el interés estratégico de la Sierra Nevada con las salidas marítimas hacia el Caribe. La zona es utilizada para exportar cocaína y mover contrabando, con la participación de bandas sucesoras del paramilitarismo y redes transnacionales. “Un hallazgo importante fue lo invisible que resultaba este corredor en La Guajira —dice González—. Hoy es escenario de disputas entre gaitanistas, autodefensas de la Sierra y el ELN, con homicidios casi a diario en municipios como Dibulla o Uribia”. Las comunidades indígenas kankuamas, arhuacas y wiwas son las más golpeadas por esta violencia.

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El Catatumbo es uno de los corredores más explosivos de Colombia: concentra la mayor densidad de cultivos de coca del país y tiene una frontera porosa con Venezuela. Allí confluyen el ELN, varias facciones de las disidencias de las FARC y carteles internacionales, que manejan el contrabando de gasolina y el tráfico de armas. Las comunidades campesinas e indígenas están atrapadas en medio de enfrentamientos y operaciones armadas, con altísimos niveles de homicidios y desplazamientos. El reclutamiento forzado de menores y la violencia sexual forman parte de la estrategia de control de los grupos armados.

Este corredor recorre las llanuras del oriente colombiano, conectando el Meta con Vichada y llegando a las fronteras con Brasil y Venezuela. Su importancia radica en la facilidad para el transporte aéreo y fluvial de cocaína, además del paso de armas y contrabando. Disidencias armadas controlan pistas clandestinas y campamentos de producción, mientras redes ilegales se encargan del envío internacional. Las comunidades campesinas enfrentan extorsiones y presiones para incorporarse a la economía cocalera, en medio de una deforestación acelerada por cultivos ilícitos y ganadería ilegal.

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El corredor de Urabá y el Darién se ha convertido en un punto neurálgico del crimen transnacional. Miles de migrantes cruzan cada mes por la selva hacia Centroamérica, un flujo que el Clan del Golfo controla y convierte en negocio. Cada paso tiene un precio: el que no paga, arriesga la vida. Además de la migración, el corredor es clave para el tráfico de cocaína hacia el Caribe, aprovechando las costas de Antioquia y Chocó. La crisis humanitaria golpea tanto a migrantes como a comunidades locales en Necoclí y Acandí, donde se entrelazan extorsión, violencia y ausencia estatal.

Fotografía de archivo fechada el 28 de septiembre de 2021 que muestra a migrantes haitianos en su camino hacia Panamá por el Tapón del Darién. EFE/ Mauricio Dueñas Castañeda ARCHIVO
Foto: EFE - Mauricio Dueñas Castañeda

Históricamente asociado a la presencia insurgente, este corredor conecta el centro del país con la Amazonía y el sur. Las disidencias mantienen corredores de movilidad y control sobre cultivos ilícitos, articulando sus operaciones con el Guaviare y el Caquetá. “Un hecho reciente es la creación del frente Andrés Patiño —advierte González—, con el que las disidencias buscan abrir un acceso hacia el Micay tras perder Tumaco como su principal puerto de exportación”. Los campesinos enfrentan presiones para colaborar con las estructuras armadas, mientras los intentos de sustitución de cultivos han fracasado por falta de alternativas.

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Este corredor conecta el sur andino con Buenaventura, principal puerto del Pacífico. Es estratégico para el narcotráfico, pues permite que la cocaína producida en Cauca y Huila llegue al litoral. Disidencias, el ELN y bandas locales se enfrentan por el control del territorio, lo que genera altos niveles de violencia en municipios como Santander de Quilichao, Toribío y Buenos Aires. El reclutamiento de jóvenes es una práctica sistemática, y las comunidades afrodescendientes sufren desplazamientos y asesinatos selectivos.

La red de ríos que atraviesa el Medio Atrato convierte a este corredor en una vía esencial para el transporte de cocaína y oro extraído ilegalmente. El ELN y el Clan del Golfo se disputan el control de estas rutas, en una confrontación que se prolonga desde hace más de una década. Las comunidades indígenas emberá y afrodescendientes viven confinadas, con restricciones de movilidad y bloqueos de alimentos impuestos por los grupos armados. La violencia sexual contra mujeres y niñas se ha documentado como una práctica de control social en la región.

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Este corredor conecta varios departamentos de los Llanos Orientales y llega a la frontera con Venezuela. Es un espacio de confrontación directa entre el ELN y las disidencias, con enfrentamientos frecuentes en zonas rurales. El contrabando de combustible y el tráfico de cocaína son las principales economías ilegales, además de la extorsión a comerciantes y transportadores. La población campesina vive en medio de la guerra abierta, con asesinatos selectivos, desplazamientos y reclutamientos forzados

✉️ Si le interesan los temas de paz, conflicto y derechos humanos o tiene información que quiera compartirnos, puede escribirnos a: cmorales@elespectador.com o aosorio@elespectador.com.

Por Cindy A. Morales Castillo

Periodista con posgrado en Estudios Internacionales. Actualmente es la editora de Colombia+20 de El Espectador y docente de Narrativas Digitales de la Universidad Javeriana.@cinmoralejacmorales@elespectador.com

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