Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Lo que más tristeza me ha causado en tiempos recientes fue enterarme de que Fabiola Lalinde había incurrido en la torpeza de morirse. Me dije que seguramente se trataba de una noticia falsa, pues yo estaba seguro de que Fabiola no moriría jamás o, lo que es todavía mejor, de que no podía morir. Yo pensaba que si Fabiola le entregaba su alma al Señor, los ríos se saldrían de madre, las placas tectónicas entrarían en brutal colisión, los océanos se tragarían a las islas más desdichadas, los pájaros de todos los pisos térmicos sellarían una alianza para acabar con la humanidad, y el planeta entraría en huelga y pararía de girar alrededor del Sol. (Columna de Rodrigo Uprimny en memoria de Fabiola Lalinde).
Muchos de nosotros —aunque en este nosotros todavía no sé a quiénes incluir, salvo a los que amamos la vida— no nos habíamos dado cuenta de la condición mortal de Fabiola, y la noticia nos cayó como un baldado de agua fría. A Fabiola Lalinde se la llevó la muerte enamorada el sábado 12 de marzo de 2022, sin haber cumplido sus primeros ochenta y cinco años de vida. (Más: La cruzada de Fabiola Lalinde por los derechos humanos).
Es largo y tortuoso el camino que recorrió Fabiola para encontrar a su hijo Luis Fernando Lalinde Lalinde, desaparecido por integrantes del Batallón Ayacucho el 3 de octubre de 1984. Un minucioso recuento de los sucesos lo encuentran en el documental Operación Cirirí: persistente, insistente e incómoda, pero el resumen ejecutivo va más o menos así. El 2 de octubre, Luis Fernando, un militante de las juventudes marxistas-leninistas de veintiséis años, salió de Medellín para Verdún, un pueblo de casas coloridas en el municipio de Jardín, Antioquia. Allí, al parecer, había un herido del Ejército Popular de Liberación (Epl), una guerrilla marxista-leninista que estaba en tregua con el Gobierno. No obstante el cese al fuego bilateral, comandos del Ejército habían iniciado la Operación Cuervo con el objetivo de arrinconar a una columna del Epl.
Luis Fernando buscó al herido y recorrió las trochas polvorientas hasta altas horas de la noche. Según testimonios, fue detenido por una patrulla militar a las cinco y treinta de la mañana del día siguiente. Lo ataron al tronco de un árbol, lo humillaron, lo torturaron y se lo llevaron arrastrado a un recóndito paraje en la frontera con Caldas, donde lo asesinaron. Después lo catalogaron como un guerrillero N. N., alias Jacinto, capturado y dado de baja en un intento de fuga.
Desde entonces, Fabiola se dedicó a buscarlo. Con una energía inaudita y una constancia admirable, con sus diminutos ojos marrones que siempre parecían estar a punto de cerrarse. Esperó tardes enteras en fríos salones de comisarías, conoció un montón de edificios militares y afrontó una legión de burócratas que negaba que el Ejército hubiera detenido a su hijo: “Empezó el vaya y vuelva. Que a la cárcel, que a la inspección, que al batallón, que al juzgado”. Con cada página del calendario que pasaba, Fabiola se quedaba más y más sola; antiguos compañeros de Luis Fernando pararon de visitarla, ya ni siquiera los curiosos seguían curioseando y la soledad se tornó casi insoportable. De modo que se guareció en los abrazos de otras madres cuyos hijos también hacían parte de la incipiente, pero ya por entonces muy larga, lista de desaparecidos.
Decidió afiliarse a la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, “el gremio más triste del mundo”, como ella misma lo definió. Más tarde, gracias a la diligencia del médico Héctor Abad Gómez, el caso llegó a la órbita del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. En septiembre de 1987, muerto ya Abad Gómez por metrallas paramilitares, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos declaró responsable al Estado por “el arresto y posterior desaparición” de Luis Fernando.
El Estado, sin embargo, volvió a embestir. Y de nuevo se estrelló con la firmeza y la fe inquebrantables de Fabiola. La suya fue una resistencia numantina que no se desbarató ni siquiera cuando, en retaliación por haber revelado la estulticia sicarial con que operaban las instituciones, policías plantaron en su casa dos kilos de pasta de coca. Por lo cual Fabiola fue recluida en la cárcel El Buen Pastor, en Bogotá.
Encerrada con mujeres pobres condenadas por delitos bagatela, Fabiola concibió su Operación Cirirí: buscar, hasta donde fuera humanamente posible, e incluso más allá, a su hijo. La bautizó así en referencia a ese pajarito que, cuando uno de sus pichones es capturado por un gavilán —el cual dobla en tamaño al cirirí—, es capaz de perseguir con tanta ferocidad al captor que en ocasiones recupera a su polluelo. Salió de prisión diez días después, y levantó vuelo con miras a vencer al enorme gavilán que había engullido a su hijo.
Documentó todos los vejámenes que padeció, sin olvidar nada, con precisión de lepidopteróloga. Compuso un archivo inmenso y variadísimo que la Unesco declaró patrimonio de la humanidad, en 2015. Hubo exhumaciones mal hechas y luego exhumaciones bien hechas. Hubo errores grotescos a la hora de identificar el ADN mitocondrial, corregidos, tiempo después, por científicos que sí hicieron su tarea con rigor. De todo hubo, hasta que el 18 de noviembre de 1996, tras 4.428 días con sus noches —“ellos regresan en sueños, cuando se logra dormir un poco”, confesó también en 2015—, que son el equivalente a 70.848 partidos de fútbol, a Fabiola le entregaron los restos de Luis Fernando. En una pequeña caja de cartón, reposaban el cráneo y sesenta y nueve huesos mudos de su hijo. Se desmoronaba, finalmente, la retórica oficial. Nunca existió un alias Jacinto, pero sí un Luis Fernando Lalinde Lalinde: “La identidad es dignidad”, dejó dicho su madre.
***
Quizás el mérito principal de Fabiola no reside en haber encontrado respuestas para mejorar el futuro del país, aun cuando sin duda las encontró, sino en haber planteado las preguntas que nadie más se atrevía a plantear. Y encima hacerlo en un país tremendo en que nadie nunca pregunta nada porque todo el mundo cree siempre tener la razón. A Fabiola hay que buscarla en sus preguntas inteligentes, quirúrgicas, simples. Dónde está Luis Fernando, fue el primer interrogante que sembró. Dónde están sus restos, fue el segundo. Por qué, por qué, por qué. Cómo hemos permitido todo esto, fue la última de sus preguntas, una que los colombianos nos deberíamos hacer más a menudo.
Si a Fabiola la hubiera escuchado la clase política beligerante de aquella época, tal vez, solo tal vez, el país hubiera optado por la palabra en vez de las balas, o quizá, solo quizá, hubiéramos entre todos tomado el derrotero de la conversación, ahorrándonos decenas de miles de muertos. En la orgía de sangre que era Colombia, Fabiola tomó la resolución de vencer en franca lid al mismo Estado vesánico que había amarrado del cuello a su hijo a un árbol de yarumo, torturado y asesinado a sangre fría, para luego despojarlo de su nombre.
Enfrentada al dolor más insoportable, Fabiola eligió la vida, eligió vivir. Como en los versos de Czeslaw Milosz: “La vida era intolerable, pero fue tolerada”.
Desde cierto ángulo, la batalla de Fabiola se basa en una paradoja: la de una madre —es decir, un cuerpo, una presencia— que busca, en todo instante, a su hijo desaparecido —es decir, la ausencia de un cuerpo, un no cuerpo—. Es la imagen de la peregrina que lleva a cuestas una ausencia irremediable y que, sin embargo, ahí dónde va, allí lleva la vida. Aunque suene a lugar común, y en gran medida lo es, Fabiola era vida en estado de ebullición a pesar de estar habitada por la muerte de Luis Fernando.
Veo ahora una infinidad de fotos de ella. Fabiola abrazada con sus otros tres hijos —Jorge, Adriana y Mauricio—, tan valientes como ella. Fabiola sosteniendo la escultura de un frágil cirirí que le regaló al rector de la Universidad Nacional en la ceremonia en que donó a esta institución la totalidad de su archivo. Fabiola sonriendo. Fabiola llorando. Fabiola arañando la tierra seca con sus propias uñas durante la diligencia de mayo del 92 en que fueron hallados un cráneo, un sacro y una vértebra, los huesos que permitieron la plena identificación de Luis Fernando. Fabiola de frente, Fabiola de espalda. Fabiola sentada frente a un brigadier general del Ejército la tarde en que, por fin, le pidieron perdón.
En todas esas fotos, y en tantas otras que inundaron las redes sociales, percibo a esa misma Fabiola Lalinde de cuando emprendió su Operación Cirirí, hace más de tres décadas: la amplia frente, el ligero prognatismo, el pelo corto y caído levemente de lado, las orejas de soplillo, los pómulos un poco salidos, la mirada adusta pero cargada de ternura, y esos ojos color castaño que parecían constantemente estar a punto de cerrarse y que, ahora sí, se han cerrado por siempre jamás, pero que sin explicación alguna, y desafiando la ley severa de la muerte, siguen alumbrando al mundo entero.