En el primer trimestre del año pasado se registraron 5.949 divorcios y 13.247 matrimonios.
¿Por qué una convivencia intensa, forzada, y que serviría para pasar más tiempo juntos, termina en peleas, disgustos y mucho dolor? Más allá de la convivencia con nuestras parejas, la pandemia nos puso una realidad inevitable… ver cómo nos relacionamos verdaderamente con todo en nuestras vidas.
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Desde cómo nos miramos y cómo somos en realidad, hasta cómo tomamos, comemos, nos toleramos y no toleramos. Es decir, un encuentro con aspectos que están dentro de nosotros, que de una u otra manera quedaron opacados por otros roles que desempeñábamos fuera de casa.
El final de una relación no fue porque las parejas se desgastaron, sino que muchos, por primera vez, se conocieron y conocieron al otro de verdad. Dejaron de enfrentarse al otro idealizado que estaba presente en el imaginario. En el encierro no hubo espacio para imaginar, suponer, idealizar, hubo el choque con aspectos que estaban ahí, pero no había suficiente tiempo juntos ni interés real para verlos.
Algo positivo queda de esas separaciones (y de las de hoy). La posibilidad de entablar nuevas relaciones aterrizadas, sin máscaras, donde cada uno ya aprendió a aceptar sus características y a determinar lo que puede o no puede aceptar en una pareja. Es una nueva oportunidad para ser uno mismo y no tener que esconder aspectos personales. Ahora se puede aceptar al otro desde la realidad y no desde la fantasía romántica que todos en algún momento tuvimos.
Autora de la columna: Flavia Dos Santos.