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Era como si todo conspirara para aquel momento: luces altas, público expectante, el pulso de Noruega vibrando en el recinto de Førde.
Sebastián Olivares, enfundado en el enterizo azul oficial de la selección de Colombia, ceñido al cuerpo, sus tirantes tensos como cuerda lista, hizo su entrada a la plataforma con paso firme y señalando al cielo con los ojos cerrados.
Llevaba los colores nacionales bordados en el pecho; no llevaba cinturón. Sus manos, impregnadas de magnesio; muñequeras blancas, tapizadas, y cintas cuidadosamente enrolladas.
Sus ojos, fijos en la barra, eran una mezcla de concentración, respeto y sed de victoria. Un grito de fuerza para tocar la barra. El público se redujo a un murmullo eterno en su mente y una última indicación de su entrenador, Luis Arrieta: “Abra el pecho”. El monitor mostraba: Snatch, categoría 71 kg, primer intento: 149 kg. La marca espera; los rivales observan.
Respiró profundo. Puso las manos en la barra, rodillas firmes, el cuerpo en equilibrio entre la calma y la explosión. Espalda recta, mirada fija. En un movimiento preciso, la barra comenzó a ascender, como si le perteneciera al instante. Pero fue en ese final, cuando el empuje debía romper la gravedad, que el drama lo encontró: el codo izquierdo cedió.
Un chasquido silencioso; un crujido imperceptible al oído ajeno; un dolor abierto en el segundo que todo el mundo contuvo. Sebastián sintió cómo el codo se doblaba con un estremecimiento que le recorrió el cuerpo entero. Fue un segundo eterno en el que el dolor se mezcló con la incredulidad. La barra fue hacia atrás.
Él se desplomó, pero no perdió la conciencia: “No me desmayé”, escribió más tarde en sus redes sociales. Sus pupilas dilatadas —me lo imagino— clamaban dolor y sorpresa. El rostro, entrecerrado, como si pellizcaran cada músculo. La respiración, entrecortada.
Desde abajo, alguien gritó: “¡Nooooo!”, mientras los entrenadores se levantaban. Los focos cegaron por un segundo y sus manos quedaron temblando sobre las rodillas. Las piernas cedieron. Se le vio llevar la otra mano al codo, como buscando apoyo: un gesto instintivo de defensa.
Luego, la medalla, el podio y el aplauso se sintieron lejos, muy lejos. No llegó a desvanecerse; que su voz interior pidió calma; que sintió la tristeza en el estómago más que en el brazo. “Me encuentro bien, aún procesando toda esta situación”, confesó después. “Confío en Dios y sé que esto no es un final”, recalcó.
Ese matiz de la esperanza cruzaba sus palabras como el reflejo tenue del amanecer después de la tormenta.
El 15 de julio de 2025, en aquel Coliseo Miguel Calero de Cali, lleno hasta el eco, Sebastián escribió una página digna de leyenda. En arranque registró resultados sólidos: 141 kg en su primer intento, luego 146 kg, y aunque falló uno de 149 kg, sus marcas ya hablaban. En envión comenzó con 175 kg válidos; luego dio el salto: 191 kg.
Ese último levantamiento no solo rompió el récord panamericano, sino que se inscribió en la historia como récord mundial de los 71 kg. Con un total de 337 kg, dominó la categoría absoluta. Con apenas 20 años, Sebastián se convirtió en campeón absoluto del Panamericano: un joven que cruzó la cancha del deporte con una fuerza de viejo titán.
La prensa colombiana celebró la hazaña; la afición lo reclamó como héroe, y las redes sociales multiplicaron su nombre en cada rincón.
Nacido en Cartagena y fortalecido en la Liga del Tolima, donde llegó hace poco más de año y medio, Olivares ha recorrido el sendero clásico: días de gimnasio; huesos que han consultado el dolor; viajes con mochila contenida; entrenamiento en la madrugada; técnicos que arrugan cejas; familia y amigos que empujan la esperanza.
Ha sido medallista juvenil a nivel mundial, ha sumado preseas para Colombia en torneos regionales, ha sentido el peso de las comparaciones y ha cargado sobre sus hombros la idea de que un colombiano puede mover el mundo, kilo a kilo.
La delegación colombiana aterrizó en Noruega sin médico de delegación, sin metodólogo asignado y con recursos ajustados. Esa carencia no fue casualidad, sino reflejo de un presupuesto minúsculo y decisiones que priorizaron lo básico: solo viajaron los atletas, el cuerpo técnico y un fisioterapeuta.
Se dice que el costo de traer especialistas —o mantenerlos en la delegación— fue considerado demasiado elevado en la logística general. Esa falencia de acompañamiento médico y metodológico en el terreno, que en competencias de este nivel puede marcar la diferencia entre una lesión manejable y una retirada definitiva, hoy pesa más que cualquier pesa sin levantar.
Imagina: Sebastián, en ese instante de sufrimiento, sin un médico de guardia junto a él, sin un plan de contingencia diseñado en el calor de la competencia. Esa vulnerabilidad estructural le restó margen de maniobra justo cuando el cuerpo exige respuestas inmediatas.
Las lesiones son traicioneras y silenciosas. En el mundo de la halterofilia, el codo es un héroe ingrato: debe resistir fuerzas que duplican el peso corporal, tensiones que nacen del impulso y terminan en bloqueo. Cuando ese límite se cruza, el resultado puede ser abrupto.
En el caso de Sebastián, el golpe no fue solo físico: fue simbólico. El sueño se dobló justo cuando la barra lo llevaba a la cima. Pero, como todo gran atleta sabe, las derrotas no dictan destino: el que comprende el dolor lo transforma en escenario de vigor. Sebastián lo sabe. Esa promesa es la que él vestirá como nuevo uniforme. Y quienes lo seguimos, también la vestiremos con él.
Lo de Sebastián no se reduce a levantar kilos: es la encarnación de una generación que aspira a que el deporte no sea fuga, sino legado. Que su caída hoy no sea una derrota final, sino un punto de giro en un trayecto que seguro seguirá ganando argumentos.
Si la halterofilia colombiana quiere seguir demostrando su poderío al mundo, necesita estructurar el apoyo en todo sentido: médico, metodológico, deportivo, integral. Esa es la musculatura que no se ve, pero que puede sostener torres. Esa que se ve amenazada por el presupuesto al deporte.
Discúlpenme por ser tan reiterativo, pero es verdaderamente preocupante. Por eso dolió más verlo salir de competencia: porque si algo tenía este Mundial para Colombia era un titular anunciado —“Sebastián Olivares es oro”—.
Se lo había ganado en tarima, kilo a kilo, desde las ligas del Tolima hasta la selección nacional. Era el chico que venía de tocar el techo y que llegaba a Noruega con esa extraña serenidad del que sabe que su cuerpo está listo para otra página grande.
Sin embargo, si algo ha demostrado Colombia en este deporte, es su capacidad de volver más fuerte. Con una estructura de apoyo a la altura —médica, metodológica y de planificación—, el próximo capítulo de Sebastián debería escribirse sobre el mismo terreno que lo trajo hasta aquí: técnica, disciplina y esa cabeza fría que hace de los grandes, grandes de verdad.
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