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Oficialmente: está “cerrado por fútbol”

Nací en el 98, pero el primer Mundial que vi consiente fue Alemania 2006, mi primera apuesta perdida. Un libro prestado de Eduardo Galeano me recordó que, a pesar de los contextos, la política que también define al espectáculo, no está mal amar a la pelota. Texto en primera persona sobre la importancia de los mundiales. “Sí, me gusta el fútbol y veré Catar 2022″.

Fernando Camilo Garzón
20 de noviembre de 2022 - 02:00 a. m.
El trofeo que todos quieren, la Copa del Mundo.
El trofeo que todos quieren, la Copa del Mundo.
Foto: Agencia AFP

“¿Dónde dejé el bendito libro?”, casi no lo encuentro. Estaba debajo de otro arrume, porque un amigo, Sebastián Cote, me lo devolvió de afán un día que nos encontramos en la redacción —cuatro años después de que se lo presté para que él escribiera su propio libro, Disparos a Gol—. Y, con la misma prisa que me lo dio, lo saqué otro día que necesitaba la maleta para ir al periódico. Y el sábado, a horas de que empezara el Mundial, casi no lo encuentro.

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Lo leí hace cinco años, era de Eduardo Galeano: “Cerrado por fútbol”. El título me encantó cuando encontré el motivo entre las páginas. En 2010, cuando iba a empezar la Copa del Mundo, el escritor uruguayo puso un letrero en la puerta de la casa: “Cerrado por fútbol”. ¡No molesten! Sentí que ese podía ser yo, perfectamente, y prometí cada cuatro años poner en mi casa el mismo letrero.

Lo más curioso es que haya sido en 2010, en Sudáfrica, mi mundial. Y digo mío porque es el que más he disfrutado. Principalmente —aunque esa sería una contradicción con el propio Galeano— porque fue el primero que gané, o que ganó la selección que siempre me movió las fibras: España. Ese año, desde que hice la polla, en casa les dije: gana España, la de Guardiola y Messi, aunque la dirigiera Del Bosque y la pulga jugara con Argentina. Tuve razón. Esa se la gané a mi papá, que siempre echa el mismo cuento de que nadie le gana a los brasileños.

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No es que antes no hubiese disfrutado ningún Mundial. De hecho, 2006 fue el primero en el que estuve plenamente consiente y en el que perdí mi primera apuesta. Fue con un italiano que me apostó siete lucas y me dijo que me daba todos los equipos, pero que él cogía a Italia. Una selección contra 31, no podía perder. Y cuando Francia cayó en la final, en el Estadio Olímpico de Berlín, sentí una de las primeras desilusiones de mi vida. Peor porque en ese entonces mi papá era mi todo y le hacía caso en lo que me dijera. En ese Mundial, me hizo hacerle fuerza a Brasil, la de Ronaldo, Ronaldinho, Dida, Roberto Carlos, Cafú, Juninho y Kaká —todos ya viejos, menos la estrella del AC Milan y Dinho, la sonrisa del Barcelona—, la misma que Francia sacó en cuartos. ¡Qué desazón!

Cuatro años más tarde, y ya más grande, ya con mis propios ojos, me fui con toda por mi equipo. Adiós, Brasil, para siempre. Y con la roja gané, fui feliz. Era el equipo de Xavi, Iniesta, Piqué, Puyol, Busquets, Villa y Fernando El Niño Torres, que era mi jugador favorito porque tenía mi nombre y, en su momento, era el goleador más letal del mundo. Siempre que lo nombraban en la televisión, me imaginaba que éramos el mismo, que yo era una estrella en el Liverpool, la tierra de los Beatles.

España era mi equipo porque, hasta 2014, Colombia era un cúmulo de decepciones. Siempre mal, goleados y por fuera de los mundiales. Por eso, Brasil también fue inolvidable, porque nunca el fútbol me hizo llorar tanto como cuando nos sacaron en cuartos los locales —ahí entra mi hermano a decirme que lo digo porque no sé, porque no vi ni las derrotas de los 90 de la selección o del América contra Peñarol—. Y por lo mismo, Rusia también fue único, porque, a pesar de que nos sacaron 30 minutos después, no he gritado tanto un gol como el que Yerry Mina le hizo a Inglaterra.

Y ahora está Catar; ese Mundial tan feo, sin la selección de Colombia, jugado entre noviembre y diciembre, en un país sin fútbol que, para llevar el torneo y construir las excentricidades que prometieron, mató aparentemente a miles de trabajadores bajo un sol inclemente. Un país en el que creen que ser homosexual es una enfermedad mental y en el que consideran que las mujeres no pueden decidir por sí mismas, que necesitan la tutoría masculina. Ridículo.

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Entiendo los que dicen que no lo verán. Para hacer su Mundial, el que compraron con sobornos y corrupción, Catar usó a más de dos millones de trabajadores de Nepal, India, Bangladesh, entre otros países. Obreros presos en el país árabe, del que no podían salir sin pagar cláusulas altísimas para rescindir sus contratos de sueldos paupérrimos. Miles murieron y los que lograron salir con vida, volvieron a sus países lastrados con enfermedades que les produjo la sobreexplotación. Así lo informaron múltiples medios internacionales, como The Guardian y Time, o la ONG Amnistía Internacional.

Este Mundial no lo quiere nadie. Ni el propio Joseph Blatter, expresidente de la FIFA, que, sin que se le cayera la cara de la vergüenza, dijo hace unos días que escoger a Catar fue un error. ¡Ya para qué!

Esta Copa del Mundo, no obstante, sí la queremos los que nos gusta el fútbol, pero por el fútbol, nada más. El contexto es deplorable, pero, por favor, que ruede la pelota. Y no, no es que no importe. Ver fútbol no es aprobación a esos vejámenes. Lo que pasó en Catar es una vergüenza, pero qué fácil es culpar al balompié y no a la política, a los negocios, los gobiernos y los dirigentes que dieron pie a este y tantos desastres.

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A propósito, decía Galeano en el libro que creí perdido: “Hay intelectuales que niegan los sentimientos que no son capaces de experimentar ni, en consecuencia, de compartir: solo podrían referirse al fútbol con una mueca de disgusto, asco o indignación. No es menos típica la búsqueda de chivos emisarios para expiar la propia impotencia, y el fútbol es ideal en ese sentido; está allí tan a mano del intelectual como de cualquiera, sin ganas ni necesidad de defenderse: el fútbol es, pues, cómodamente, señalado con el dedo índice como la causa primera y última de todos los males, el culpable de la ignorancia y la resignación de las masas populares”.

No, no me sentiré culpable por ver el Mundial. Me gusta el fútbol. Me pasaba lo de la culpa, sí. Eso que, precoces, llamamos dizque “gusto culposo”. Sin embargo, llegó Galeano: “No niego que el fútbol empieza por gustarme, y mucho, sin que eso me provoque el menor remordimiento ni la sensación de estar traicionando a nada ni a nadie, confeso consumidor del opio de los pueblos. Me gusta el fútbol, sí, la guerra y la fiesta del fútbol, y me gusta compartir euforias y tristezas en las tribunas con millares de personas que no conozco y con las que me identifico fugazmente en la pasión de un domingo en la tarde”.

Gracias, Galeano. Tiene razón: “Con ninguna otra actividad nos sentimos tan identificados los hombres de la cuenca del Plata, y muy particularmente los orientales”. No soy uruguayo, pero esa la considero una verdad universal. Hace nada, en El Espectador investigamos la identidad, precisamente, de nuestro fútbol. Encontramos pocas respuestas, pero sí planteamos muchas preguntas a raíz de la eliminación de Colombia de Catar y la ausencia de bases para entender por qué, acá, el fútbol también lo sentimos como algo tan propio.

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No se entiende, esa puede ser una conclusión. Es pasión. Y acá estoy, ansioso por ver un Catar - Ecuador, y con ganas de que los de Alfaro le pinten la cara a los locales. Con ganas de que el fútbol sea, una vez más, campo de justicia poética.

No creo que vaya a ser así. Catar metió mucho dinero en esta copa. Puso sobre sí los ojos del mundo. Y el fútbol poco les importa, pero algo se querrán llevar, ¿no? Así ha funcionado siempre (Italia 34, Argentina 78, Corea 2002… etc). Ojalá sea limpio, que se burlen de mis suspicacias.

Sí creo, en cambio, que en un mes no seré el mismo, como siempre. Después de un Mundial, a los que nos gusta, nunca somos los mismos. “Cuando el mundial comenzó, en la puerta de mi casa colgué un cartel que decía: Cerrado por fútbol. Cuando lo descolgué, un mes después, yo ya había jugado setenta y cuatro partidos, cerveza en mano, sin moverme de mi sillón preferido”. ¡Qué ganas de que empiece la Copa!

Este será mi primer Mundial como periodista. ¿Será como ese 2010, inolvidable? Seguro, como me pasa con todos porque me vuelven loco. Soy de los que cuenta su vida en mundiales —¿Cuatro años? Falta un Mundial para que eso pase; ¿siete? Falta uno y medio, y así—. Seguro será un Mundial único, hay muchas aristas. Será el último de 32. Todos se quejan y dicen que no será lo mismo. Es probable, pero sé que, como me pasa, como le pasaba a Galeano, cuando pase este mes, tendremos nostalgia de lo vivido. Guardar el letrero —el de “Cerrado por fútbol”— dolerá. Y la espera hasta México, Estados Unidos y Canadá 2026 —¡26!— será, otra vez, una tortura. No molesten, en mi casa es época de Mundial.

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