"Los privilegiados a veces somos ciegos frente a nuestros privilegios": Leopoldo Fergusson

Leopoldo Fergusson, profesor de economía de la Universidad de Los Andes y uno de los ganadores este año del Premio Juan Luis Londoño, pronunció este discurso en la ceremonia de premiación el pasado jueves, que tituló "Por un mundo más grande". Una reflexión produnda sobre democracia e igualdad a través de su vida académica.

Leopoldo Fergusson* / Especial para El Espectador
16 de marzo de 2019 - 05:03 p. m.
Leopoldo Fergusson durante la ceremonia de premiación del Premio Juan Luis Londoño de la Cuesta. / Cortesía de Fedesarrollo
Leopoldo Fergusson durante la ceremonia de premiación del Premio Juan Luis Londoño de la Cuesta. / Cortesía de Fedesarrollo

Quiero empezar con una confesión en tono, no académico, sino de farándula criolla: recibir el premio Juan Luis Londoño exacerbó la conciencia de que prácticamente se fueron “Mis primeros 40 años”… Podemos llamarlo un momento Jorge Barón de la vida.

Les pido disculpas entonces por remontarme hasta mi niñez. Pero algo de historia personal sirve para ver de dónde vienen mis intereses intelectuales y, sobre todo, para reconocer a algunas de las personas (no podré mencionarlas a todas) a quienes les debo tanto. No me engaño: si recibo hoy este reconocimiento no es solo por mérito propio. No hay logro personal, y especialmente en la academia, que no sea una conquista colectiva. Por eso me siento especialmente contento de recibir este premio junto a mi amigo Juan Fernando Vargas: que entreguen el premio a los dos no divide nuestra alegría, sino que la multiplica y por mil … sugiero a la fundación que haga lo mismo con la plata del premio (es en broma, claro).

(Aquí puede leer también el discurso de aceptación del otro ganador, Juan Fernando Vargas: "La apertura democrática no funciona sino con protección de las nuevas fuerzas políticas")

Mi gratitud es también porque el azar ha jugado un papel muy importante. Les describiré un camino en el que cada evento afortunado se va enlazando con el siguiente.

Una suerte que no tuve fue conocer Juan Luis; no puedo por lo tanto compartir con ustedes una anécdota personal que nos vincule. Pero creo que el relato de esta trayectoria es el vínculo. Me explico: enfatizaré varios eventos de enorme buena fortuna en mi vida, pero lo cierto es que para la gran mayoría de colombianos no hay secuencia de eventos que pudiera llevarlos a vivir lo que yo he podido. Y esta desigualdad está en la esencia de la lucha de Juan Luis como investigador y como formulador de políticas. En buena medida, verán que esta conciencia de mi propio privilegio, y sobre todo la preocupación por la distribución tan concentrada de los privilegios, también ha dictado mi trabajo como economista. 

Siempre he creído que una buena marca generacional es el primer presidente que uno recuerda. En mi caso es Belisario Betancur. Crecí viendo una paloma de la paz en los cerros orientales de Bogotá, sabiendo que la violencia era una realidad y la búsqueda de la paz un anhelo difícil allá alto en la montaña … algunas cosas parecen no cambiar.

Combinen esto con haber crecido en una familia con cierta conciencia social, una actitud algo nerd y ética del trabajo. Tal vez lo único que tengo que decirles es que mis padres son médicos sesenteros, que en mi casa El Capital de mi padre estaba en la biblioteca con su lomo retirado por si las moscas (entiendan por “moscas” las estupideces del Estatuto de Seguridad de Turbay), que recuerdo a mi papá y a mi mamá siempre trabajando, a mi papá en grupos de estudio y reuniones con personajes que iban desde colegas psiquiatras hasta matemáticos (todos algo locos) y a mi mamá devorando libros.

Viví mi adolescencia en los noventa, cuando mucho en el país parecía nuevo y por inventarse, aún más que hoy. Nueva Constitución, nuevos partidos políticos, nuevo acceso al mundo que hasta entonces parecía lejano y casi misterioso. Hasta una chocolatina importada podía causar conmoción en el recreo de un colegio que también era nuevo.

Fui la sexta promoción de uno de esos oasis de excelencia que tiene este país, similar a algunos pero distinto del que pueden conocer la gran mayoría de estudiantes colombianos. De allí agradezco muchas cosas, pero sobre todo que el aplicado (no solo el matón, el indisciplinado, o el rico) también podía ser admirado. Eso me dio un espacio especial a mí, un tipo tímido, con cierto desorden obsesivo compulsivo, que encontraba (o encuentra, debo reconocer) algo de satisfacción sádica de tener cada tarde una pila de tareas ordenadas al lado izquierdo que va despachando para ponerlas en el lado derecho. Tal vez el mayor favor que me hicieron fue no solo no diagnosticarme el OCD sino fomentármelo.

Creo que ya pueden imaginar al adolescente decidiendo qué estudiar. Caí en la economía, como tantos, para sacrificar lo menos posible: estudiar matemáticas sin abandonar el mundo real, acercarme a las humanidades sin olvidar los números. Una intuición económica temprana del costo de oportunidad, y un esfuerzo por minimizarlo. Por lo mismo, abandoné la idea inicial de hacer un doble programa con ciencia política a cambio de tomar, cada semestre, alguna materia de historia o de filosofía.

(Vea aquí el discurso de la representante del jurado, Adriana Camacho: Leopoldo Fergusson y Juan Fernando Vargas recibieron el Juan Luis Londoño)

Mientras hacía la Maestría en Economía me fui a trabajar a Investigaciones Económicas del Banco de la República. Yo estaba más inclinado por la economía institucional y política, y no me interesaban los temas monetarios o financieros. Así, el Banrep no era mi destino natural.

Pero trabajé en temas fiscales con Mauricio Avella, quien tenía además un gusto contagioso por la historia. Y, además, ¿en dónde si no en los impuestos y el gasto público se refleja cómo funciona en la práctica una democracia, más allá de las declaraciones de intenciones que puedan tener las normas y códigos? Ese interés por los temas fiscales persistió y cuando tomé un curso que dictó Gustavo Suárez en el verano tomé notas tan obsesivas que tenía un pichón de libro de texto. Ese es el origen de nuestro libro que, atravesado por el doctorado de los dos, publicamos en 2010.

Mi tesis de maestría también fue en fiscal, y gané mi primer premio Juan Luis Londoño, en la segunda edición de un concurso anual de mejores tesis de maestría que estableció la Universidad (llamémoslo Juan Luis Londoño-Andes para distinguirlo de éste Juan Luis Londoño-Juan Luis Londoño). Acá puedo presumir. Creo ser el primero en ganar los dos premios. Y si alguien me derroca, hay un record que nadie me quita: ser el primero en ganar los dos premios que hizo equipo (y, desde hace unos meses, también un hijo maravilloso) con la ganadora de la primera edición del Juan Luis Londoño-Andes.

Después de un tiempo en el Banrep, para tener “carnet blanco” (y no amarillo de trabajador temporal contratado por Personal Eficiente y Competente… sí, el Banrep terceriza) era necesario ocuparse de sus temas misionales. Al tiempo, nada menos que Alberto Carrasquilla (saliente decano, por asumir el Ministerio de Hacienda), Roberto Steiner (Director del CEDE, por viajar al Fondo Monetario), y Juan Carlos Echeverry (saliente Director de Planeación, por asumir la decanatura de Los Andes) me contactaron para persuadirme de irme a Los Andes a liderar un proyecto que acababan de iniciar Roberto y Juan Carlos. Esto era como si a un joven futbolista se le acercan Ronaldo, Messi, y Mbappé a proponerle jugar para ellos. Ya en el juego, de Roberto aprendí mucho sobre investigación (y a caminar muy rápido), y de Juan Carlos traté de absorber ejemplos como profesor, pues le ayudé a diseñar y fui su profesor complementario del taquillero curso Pobreza y Riqueza.

Llegué a Los Andes exactamente el 7 de agosto de 2002. Medio en broma, por la coincidencia yo solía decir que no podía trabajar en el gobierno con Uribe al mando y por eso había dejado el Banrep, aún pese a su independencia constitucional. Era una época en que no era fácil decir esto sin que el interlocutor supusiera (con mucho desatino) que yo apoyaba la lucha armada revolucionaria … otras cosas que no cambian. Valorando a mucha gente que trabajó en ese gobierno, lo que me preocupaba era su grado de respeto por la democracia. No solo por Uribe, que fue la manifestación de un fenómeno más amplio, sino por todo lo que los colombianos (muchos desde el privilegio) parecíamos estar dispuestos a sacrificar con tal de derrotar a las Farc. En la seguridad democrática, estábamos más casados con lo de seguridad que con lo de democrática. Mis investigaciones han mostrado el costo de no abordar un compromiso más balanceado.

Sobre esto volveré, pero para no perder el hilo de la historia, en Los Andes entre 2002 y 2005 consolidé mi gusto por la investigación y terminé de convencerme de que para entender los problemas más graves de nuestra sociedad tenía que entender más que economía. Dicté con Pablo Querubín un curso de Economía Política de la Política Económica, la semilla del libro que publicamos el año pasado. Juan Fernando es el coautor oculto del libro, pues diseñamos juntos el curso pero él se fue a su doctorado antes de que pudiéramos dictarlo.

Muchas cosas influyeron para que me dedicara a estudiar economía política. Pero ninguna tanto como otro golpe enorme de suerte. En julio de 2002, en la escuela internacional de verano, tomé el curso de economía política del desarrollo de Jim Robinson. Juan Fernando, Pablo y yo entablamos una relación con Jim que persiste desde entonces. Y no solo eso: Jim pronto pasaría su sabático en Los Andes. Y yo, recién llegado, trabajé para él.

Además de su curiosidad, su originalidad, y su enorme generosidad con sus estudiantes, de Jim he intentado absorber un entusiasmo por aprender que no he visto en nadie más. Desde entonces vivo en cada nuevo proyecto esa secuencia de los economistas políticos. Primer acto: observamos algo en la sociedad que nos preocupa y quedamos achantados. Segundo acto, la preocupación muta en una gran felicidad privada porque descubrimos que es un tema muy interesante de estudiar. Tercero acto, nos dedicamos a la tarea conciliando la preocupación con el entusiasmo porque tal vez, si lo hacemos bien, podemos contribuir en algo a mejorar las cosas.

(Puede leer también este texto de Jim Robinson sobre Colombia y el postconflicto: Colombia: ¿El final del comienzo?)

A Jim le debo no solo esto sino haber podido entrar a MIT, con todo lo que eso implica. Entre otras cosas, estudiar con Daron Acemoglu, quien directamente y con su ejemplo fue y continúa siendo un motor de mi trabajo. La energía de Daron es tan abrumadora que es una especie de recordatorio constante de que no estoy haciendo suficiente.

Después del doctorado regresé a Los Andes, liderado por la súper dupla de Alejandro Gaviria en la decanatura y Ana María Ibáñez en el CEDE. Y desde ahí, con estancias en Harvard, Chicago y MIT (les advertí que he sido un privilegiado) trabajé en lo que hoy se reconoce. Como esta historia se alargó, le aposté a que Adriana Camacho como miembro del jurado, o mi querido co-premiado, harían un buen resumen nuestros trabajos. Y en lugar de entrar en detalles voy a cerrar volviendo al inicio para hablar del privilegio, las desigualdades, y del significado de la elección de este año más allá de nosotros.

En un esfuerzo por reducir a su esencia qué aportan nuestras investigaciones, yo diría que si Juan Luis se ocupó de entender las desigualdades económicas, nosotros buscamos entender la desigualdad política. Nuestra pregunta no es solo por qué unos tienen mucho más poder económico que otros, sino por qué unos tienen mucho más poder político que otros. Por esto quiero decir que la democracia no oye con la misma fuerza a todas las regiones o grupos sociales en Colombia. 

Para convencerlos voy a dar un ejemplo, duro pero necesario, que algunos ya me habrán oído antes. Sé que todos ustedes están familiarizados con los colegios Uncoli, la red de colegios internacionales de Bogotá en donde estudiamos los privilegiados. Son 25 colegios que, en un número inventado pero realista, pueden graduar cada año entre 80 y 100 estudiantes por colegio, o un total de 2.000 a 2.500 estudiantes.

Ahora imaginen que algunos miembros de las fuerzas armadas disfrazan de guerrilleros a cada uno de esos estudiantes de una promoción y los asesinan. ¿Qué creen que hubiera pasado en el país? ¿Conservaría el presidente su puesto? ¿Y si no su puesto, su popularidad? ¿Pueden creer siquiera que esto podría pasar en Colombia?

Su respuesta, y reconocer que en números precisos desconocidos pero comparables eso exactamente fue lo que sucedió en Colombia (solo que no eran estudiantes de Uncoli sino, por lo general, gente más humilde y solo excepcionalmente bogotanos), les debería mostrar que la vida de todos los colombianos no vale lo mismo. Si así fuera, debería ser igual el peso político de los dos acontecimientos, el real de los falsos positivos (muy mal llamados, un fenómeno bien verdadero y que no tiene nada positivo) y el hipotético de los estudiantes.

(Le puede interesar este análisis de Fergusson a la Ley de Financiamiento: ¿“Cómo voy yo” o “todos ponen”?)

Esta historia les muestra también que los privilegiados a veces somos ciegos frente a nuestros privilegios. No lo fue Juan Luis y yo aspiro a no serlo.

Como infidencia al margen, les cuento algo. Una de las cosas más especiales del premio han sido los mensajes de la gente. En una de esas llamadas, que agradezco de corazón pero tiene un toque final que no deja de impresionarme, el interlocutor me dijo: ¡ah y Leopoldo, deje de dar lora con los falsos positivos! “Deje de dar lora con los falsos positivos”. La frase retumba como recordando que en el privilegio con frecuencia preferimos no mirar precisamente lo que más deberíamos enfrentar si queremos tener una sociedad viable. Me parece un recordatorio importante ahora que discutimos cómo vamos a enfrentar la verdad y la memoria.

Les doy otro ejemplo de la ceguera del privilegio, este relacionado con los impuestos que es una de mis luchas recientes. Aunque estoy generalizando, siento a veces que los privilegiados creemos que nuestro éxito es producto de nuestro esfuerzo. No vemos todo el tapete rojo que nos tendió la vida. Y entonces somos paradójicos. Indignados si suben los impuestos: “¡cómo nos van a gravar nuestro esfuerzo!” Pero eso sí, salimos a defender subsidios y exenciones como supuesta estrategia para promover el crecimiento. ¿No dizque éramos unos duros para hacer las cosas por nuestro propio esfuerzo?

Finalmente, destaco el significado especial que tiene que este año se le entregue el Juan Luis Londoño-Juan Luis Londoño a dos economistas políticos. Si se dice que la economía es la ciencia lúgubre (dismal science), la economía política es la ciencia lúgubre en esteroides. Más que explicar cómo mejorar el mundo, los economistas políticos explicamos por qué anda tan mal. No solo eso, sino que destacamos lo difícil que es cambiarlo.

Por ejemplo, en nuestra investigación mostramos: que la violencia persiste no tanto porque el Estado no pueda controlarla sino porque en ocasiones no quiere, porque la distribución de sus costos es tan asimétrica que hay algunos (y más allá de los obvios) que ganan con el conflicto y el desorden; que un Estado débil que quiere fortalecerse debe hacer muchas cosas bien al mismo tiempo, pues si deja un flanco débil aquellos que se benefician políticamente de la debilidad lo aprovecharán; que hay mecanismos que consolidan la fortaleza del clientelismo, la debilidad del Estado, y la pobre provisión de bienes públicos; hablamos, en fin, de círculos viciosos, trampas, maldiciones.

Pero el Juan Luis Londoño es un premio a quien con sus investigaciones haya contribuido al bienestar de los colombianos. De modo que esto es un reconocimiento a que sí hay algo útil que se puede aprender. En últimas, nos muestra que si queremos mejorar las políticas (en donde tanto investigó y trabajó Juan Luis) hay que mirar la política. Hasta que no nos quepa en la cabeza que maten a miles de campesinos o líderes sociales, a veces con cuenta gotas y a veces al por mayor, de la misma manera que no nos cabe en la cabeza que maten a miles de bogotanos privilegiados; hasta que no reconozcamos nuestro papel para contribuir en la construcción de Estado pagando impuestos y combatiendo los beneficios injustificados; hasta que no le demos, en suma, una voz política más efectiva a los grupos que no la tienen; hasta ese momento, este país no saldrá de la violencia ni de la pobreza. Entender la economía política, una aspiración ambiciosa pero que por lo mismo vale la pena, nos puede acercar a ese momento.

Como ven, estoy muy contento, consciente de mi enorme privilegio, pero preocupado porque sea tan raro en nuestra sociedad. Este mundo de los que asistimos a esta ceremonia es muy chiquito. Tenemos que agrandarlo. Colombia ha logrado pasos enormes, pero falta y mucho.

Debo cerrar. Y debo reiterar mis agradecimientos. A todos los que pude nombrar en este relato, y a los que no pude nombrar pero se reconocen en alguna etapa, sepan que los llevo muy adentro y su presencia en mi vida es el mayor de todos los privilegios. A mi familia toda, que me llena de orgullo, desde los mayores que ya se fueron pero siguen tan presentes hasta los menores que todavía no caminan, entre ellos mi hijo de 10 meses que le da un nuevo significado a estos logros de la vida. A María Ximena Cadena. María: has estado ahí, de formas distintas, desde el quinto de estos veintitrés párrafos (me perdonas la falta de romanticismo al darle a esto una evaluación cuantitativa). A mis colegas de Los Andes, una especie de segundo hogar liderado hoy por otra dupla de oro con Juan Camilo Cárdenas y Nano Zuleta; no puedo imaginar mejor lugar de trabajo. A todos mis coautores de quienes tanto he aprendido, y muchos son, además, fenomenales amigos. Y uno muy especial: a mis estudiantes y asistentes de investigación, esos que ingenuos me agradecen cuando soy yo el afortunado.

Muchas muchas gracias.

Por Leopoldo Fergusson* / Especial para El Espectador

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