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El reloj de la Reserva Federal (Fed) avanza hacia una de sus decisiones más delicadas del año. El próximo miércoles 17 de septiembre, el banco central estadounidense definirá el rumbo de las tasas de interés en un escenario marcado por la paradoja: la inflación no cede lo suficiente y el mercado laboral muestra fisuras preocupantes.
Los datos de agosto pintaron un cuadro en dos tonos. Por un lado, el índice de precios al consumidor (IPC) subió 0,4 % (el mayor repunte en lo que va de 2025) y la inflación subyacente, que excluye alimentos y energía, se ubicó en 3,1 % interanual.
Por otro, las nóminas apenas sumaron 22.000 nuevos empleos y la tasa de desempleo escaló a 4,3 %, su nivel más alto en casi cuatro años.
En este contexto, los mercados ya descuentan un recorte de al menos un cuarto de punto en septiembre. Algunos analistas, respaldados por la presión política del presidente Donald Trump, incluso hablan de un recorte “grande” de medio punto. Pero la Fed se mueve con cautela: Jerome Powell, su presidente, ha reiterado que el mandato dual (inflación y empleo) obliga a calibrar cada movimiento.
El telón de fondo es más complejo que una simple batalla entre inflación y empleo. Los aranceles impuestos por Trump han añadido un componente externo que presiona los precios al alza. No se trata ya solo de la demanda interna o de los costos energéticos, sino de una política comercial que se ha convertido en un motor inflacionario en sí mismo. Desde electrodomésticos hasta insumos agrícolas, los sobrecostos han obligado a las empresas a trasladar parte de esos incrementos a los consumidores, lo que explica por qué la inflación subyacente no cede con la velocidad esperada.
Y es que calibrar estos dos asuntos es una tarea por adelantado imprevisible bajo la segunda administración de Trump en la Casa Blanca, quien además se ha empecinado contra la jueza federal Lisa Cook para poner una silla a favor en el banquillo de las próximas reuniones del banco central. Una pieza en el ajedrez que funcionaría como presión interna en la junta de la Reserva Federal.
A ello se suma una tensión política inédita: la Fed, históricamente celosa de su independencia, enfrenta un entorno donde la presión desde la Casa Blanca es explícita. Trump ha buscado influir no solo con declaraciones, sino también con movimientos en la composición del directorio, lo que genera la percepción de una Reserva Federal más expuesta al vaivén electoral que en ciclos anteriores.
En la práctica, el dilema de septiembre no solo es monetario, sino también institucional: ¿puede la Fed mantener su credibilidad en un contexto donde la política monetaria se cruza con la política partidista?
Este escenario ha encendido las alarmas dentro y fuera de Estados Unidos. Para los mercados emergentes, un giro en las tasas de la Fed (actualmente entre el 4,25 % y el 4,5 %) puede significar volatilidad cambiaria, salida de capitales y encarecimiento del financiamiento externo. Pero al mismo tiempo, si el banco central actúa con excesiva prudencia, corre el riesgo de estrangular un mercado laboral ya debilitado, en el que las contrataciones pierden fuerza y la tasa de desempleo alcanza máximos de cuatro años.
Los inversores están atentos no solo al anuncio, sino al “guion” para lo que resta de 2025. Hoy, los contratos de futuros asignan un 80 % de probabilidad a dos recortes adicionales antes de fin de año.
Más allá del corto plazo, la gran pregunta es si la política monetaria puede amortiguar un doble riesgo: un mercado laboral debilitado y una inflación que se resiste a volver al 2 % objetivo.
El dilema escapa de un asunto meramente técnico. Es esencialmente político y social. La estrategia de aliviar la presión sobre los hogares sin encender nuevamente la inflación ha puesto a Trump en el centro de las críticas. Su postura frente al control del banco central y el ritmo de ajuste de tasas genera preocupación global por su impacto directo en los mercados internacionales.
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