Por: Álvaro Restrepo
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Francia, uno de los países que más respeto —justamente por el respeto e importancia que les confiere a la educación, la cultura y las artes—, utiliza, paradójicamente, una clasificación, que me parece de una crueldad demoledora para referirse a aquellos niños que “no dan pie con bola”, que no “caben en su cuerpo” y que, por lo tanto, no encajan en el sistema educativo: “l'echec scolaire”, el fracaso escolar. (Le sugerimos: El valor sagrado del cuerpo, la paz y la reconciliación sobre las tablas)
Con frecuencia yo introduzco mis charlas sobre educación con frases provocadoras e incendiarias: “...fui el peor estudiante del mejor colegio de Colombia” y “la educación no sirve para nada... absolutamente para nada... a menos que nos ayude a descubrir quiénes somos”.
En un extenso artículo que escribí en el 2007 (publicado en este diario y en la desaparecida revista Número), que me valió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, narré año a año mi propio fracaso en el Colegio San Carlos de Bogotá, considerado por muchos como uno de los mejores del país por su elevado nivel académico y por la exitosa trayectoria de muchos de sus exalumnos: expresidentes de la República, ministros, industriales, empresarios, banqueros... you name it!
Cuando hablo de esta etapa de mi vida en mis conferencias, un poco en broma y muy en serio, digo que yo fui en el San Carlos una suerte de chico Davivienda: ¡en el lugar equivocado! En ese texto, que llamé LLORA ET LABORA y que subtitulé Memorias de la Carne, narro con especial detalle —y dolor— el primero y el último de mis días en este lugar —para mí— de pesadilla: cuento cómo, el primerísimo día de clases una monja, de cuyo nombre no quiero acordarme, mi profesora de Transition A, (tenía yo en ese entonces seis años) me reventó, a punta de golpes, la nariz y la boca por una instrucción suya en inglés que no entendí. Y al final de esta larga y triste crónica narro cómo —11 años más tarde— mi profesor de Física de 5o Bachillerato, de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, luego de entregarle un examen bimensual lleno de dibujos y poemas angustiosos, me retira del aula para proponerme, ante mi fracaso mantenido durante más de 11 años, un trabajo de ordeñador de vacas en la finca de su padre. Narro también un episodio de abuso sexual por parte de un profesor de gimnasia, de cuyo nombre...
Como era de esperarse, este artículo cayó como una bomba atómica en el colegio, justo cuando se estaba celebrando el 45o aniversario y al rector, de cuyo nombre sí me acuerdo: father Francis Wheri O.S.B, (q.e.p.d.), le conferían la Cruz de Boyacá.
Yo esperaba (y deseaba) que el Colegio me demandara por injuria y calumnia para que se ventilaran y debatieran estos espinosos temas...lo que no fue: en su lugar, un prudente y otorgador silencio para no revolver el avispero: el famoso “¡tapen...tapen..!”.
35 años más tarde mi exprofesor de física, en la inauguración de uno de nuestros estudios de danza en la isla de Barú, me ofrecería disculpas personalmente por su oferta laboral de antaño y el padre Francis, en una entrevista concedida a la revista Semana, cuando se retiró de la rectoría, reconoció que el fracaso en el San Carlos del bailarín Álvaro Restrepo —hoy director del “exitoso” Colegio del Cuerpo— había sido un fracaso del colegio y no de este servidor... Personalmente lo llamé para reconocer y agradecer su nobleza... No pude evitar recordar la anécdota que el gran Álvaro Mutis narró con mucha gracia el día que recibió la Cruz de Boyacá: su profesor de matemáticas, quien lo detestaba, en una izada de bandera delante de todo el colegio, le dijo: “Mutis, a usted nunca le van a dar la Cruz de Boyacá”. (Lea: El undécimo mandamiento)
Ser clasificado y rotulado como miembro de la casta “fracaso escolar” es un estigma que nos acompaña toda la vida, a pesar de todos los esfuerzos por resurgir de las cenizas. Aún recuerdo la estrella negra, por mal comportamiento o bajo rendimiento académico, que la monja de Transition A nos pegaba en la frente, como la marca de Caín, para que la ostentáramos durante todo el día delante de nuestros compañeros y demás profesores.
En el San Carlos, además de las matemáticas, las ciencias y el inglés, los deportes eran también prioridad y motivo, para mí, de pánico profundo. Mi cuerpo de niño artista, miope, un poco fofo y torpe (un ga-fofo), padeció los rigores y la violencia del fútbol, el básket y demás disciplinas cuasi militares a las que nos sometían diariamente.
Mi padre, preocupado también por la educación de un macho, me obligaba a acompañarlo en interminables cacerías deportivas todos los domingos, que yo detestaba por la violencia innecesaria hacia los animales y por las caminatas de más de ocho horas por los helados páramos de las goteras de Bogotá. Al mismo tiempo que apoyó mi deseo de ser pianista, comprándome un piano y pagándome clases particulares, me compró una pera de boxeo que instaló en el garaje, para que compensara la delicadeza y amaneramiento de Nocturnos y Preludios y masacrara esos mismos dedos del touché chopiniano contra el cuero áspero del “punching ball”. Hoy puedo afirmar que lo que más sufrió durante todo mi proceso educativo, tanto en el colegio como en mi casa, fue mi propio cuerpo y por ello decidí crear —como una forma de salvarme (resiliencia)— un colegio para el cuerpo: una propuesta educativa que mezclara placer y disciplina a través de la vocación descubierta y asumida con gozo.
El cuerpo en la educación
Y aquí llego entonces al tema de la educación del cuerpo y al papel y el lugar del cuerpo en la educación:
Quiero introducir las nociones de verticalidad y horizontalidad en la manera como abordamos el cuerpo en el proceso educativo. Y cuando hablo de verticalidad me refiero no sólo a esquemas de poder: jerárquicos, sino a la importancia que otorgamos a las diferentes partes/dimensiones del cuerpo en la educación. De allí la suerte de revolución copernicana que va implícita en esta nueva mirada que propongo:
En el siguiente diagrama he dividido, de manera muy esquemática, el cuerpo en tres zonas/dimensiones/regiones principales:
1) Su Majestad, la Cabeza. (El Pensamiento) (zona racional)
2) El Corazón (El Sentimiento... O, mejor, la sensibilidad) (zona cordial)
3) La Sexualidad (El Deseo) (zona erógena)
En la zona cordial: del corazón, están los sentimientos, las emociones, la sensorialidad (los sentidos), las intuiciones, los pálpitos, lo “femenino”, la creatividad, las artes, la poesía, la percepción, los perceptos (Deleuze). En el mejor de los casos, le dedicamos en el proceso educativo un 10 % a esta dimensión del Ser. Las artes y las humanidades son consideradas decorativas, accesorias, complementarias, (prescindibles) hobbies, actividades extracurriculares. Competencias “blandas”: para seres blandos...
Y por último, la zona más difusa, velada, vedada, espinosa, peligrosa: la sexualidad. El reino de los eufemismos y de la doble moral...de la hipocresía: lo que en la misma Francia llaman “la langue de bois”, la lengua de madera para no nombrar las cosas por su nombre. El deseo, el erotismo, la libido, los instintos (¿animalidad?). De eso se habla poco y con un lenguaje cifrado...
Este cuerpo vertical, compartimentado y escindido (“masculinizado”), debe a mi juicio yacer horizontal para que cada una de estas tres zonas/dimensiones tenga en el currículo la misma importancia: las ciencias y las artes dialogando e interactuando con el cuerpo mental (cabeza), espiritual (corazón), físico (sexo). El cuerpo como un todo en el centro del universo educativo. ¡Guillotina para sa mejesté la tête! Ya sabemos que la mente no está confinada en el cerebro...
En mi praxis cotidiana de pedagogo del cuerpo a través de la danza he comprobado cómo podemos transmitir conceptos y “perceptos” de matemáticas, geometría, física, biología, ética, lenguaje (corp/oralidad), estética, espiritualidad, etc. a través de la disciplina gozosa de la Danza, en un país profundamente corp/oral (para bien y para mal) como el nuestro y que además adora bailar. Propongo entonces como conclusión a esta apasionada y amorosa diatriba, un Golpe de Estado a la cabeza y sus secuaces y declaro al corazón como epicentro de ese nuevo cuerpo total que debemos educar con sinceridad, valentía y creatividad. Es más, propongo un neologismo para lograr la co-dirección de ese cuerpo holístico que debe educarse y nutrirse a través de todos los canales de los que dispone, en su aventura de apropiación del mundo y del conocimiento: la co/razón en el ‘core’ de la experiencia educativa“. La co-responsabilidad de la razón, los sentidos y los instintos en una nueva noción de educación, para que quienes fracasen sean el aburrimiento, la frustración, los compartimentos estancos, la represión, la homogeneización y la hipocresía. Para que dejemos de seguir “sacándole el cuerpo al cuerpo”. Así estaremos educando a un “niño/cuerpo completo”, no sólo para el éxito y la felicidad sino, sobre todo —lo más importante— para la plenitud.