En universidades y empresas de distintos países comienza a repetirse un fenómeno que, aunque habría parecido exagerado hace unos años, hoy preocupa seriamente a empleadores y académicos: jóvenes de la Generación Z que llegan a la vida adulta con dificultades para desenvolverse de manera autónoma, tomar decisiones, manejar la frustración y cumplir estándares básicos de profesionalismo. Lo inquietante es que, en muchos casos, el problema no está solo en ellos, sino en la intervención constante de sus padres, quienes han extendido su presencia mucho más allá de lo razonable e invaden espacios que antes pertenecían exclusivamente al estudiante o al trabajador.
Las cifras, aunque provienen de estudios realizados en Estados Unidos, ilustran patrones que se están observando en algunos sistemas educativos y laborales del mundo, incluyendo el colombiano. En encuestas recientes realizadas por Resume Templates, 63 % de jóvenes trabajadores reconocen que un padre presentó solicitudes de empleo en su nombre; 77 por ciento llevó a su papá o mamá a una entrevista laboral; 73 % admite que sus padres los ayudan a completar tareas del trabajo, y 44 % reconoce que uno de ellos habló con su jefe sobre una promoción. Estos comportamientos representan un nivel de participación parental sin precedentes en la vida laboral de los hijos adultos.
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Los empleadores también reportan señales preocupantes. Según cifras de Intelligent, más de la mitad afirma que los recién graduados tienen dificultades para mantener contacto visual en entrevistas, piden salarios que consideran desproporcionados para su experiencia o se presentan vestidos de manera inapropiada. Casi un tercio señala el uso de lenguaje poco profesional y uno de cada cinco menciona que algunos jóvenes se rehúsan a encender la cámara en entrevistas virtuales. Para muchos reclutadores, estas conductas evidencian vacíos importantes en habilidades sociales, madurez emocional y comprensión de las normas básicas del entorno profesional.
Este fenómeno, sin embargo, no empieza en la universidad ni en el mundo laboral. Se gesta desde mucho antes, en la escuela. En los colegios es natural que las familias participen en el proceso educativo, pero en los últimos años esa participación se ha transformado en una intervención constante, intensa y, a veces, desbordada. Cada vez más docentes reportan sentirse acorralados por padres que cuestionan cualquier retroalimentación, que exigen explicaciones por cada calificación, que intervienen en conflictos entre compañeros sin permitir que las y los niños los resuelvan y que incluso condicionan las decisiones pedagógicas. Esta presión no solo deteriora el clima escolar, sino que afecta la autoridad educativa y limita las oportunidades de aprendizaje emocional y social que se construyen precisamente a partir del manejo de dificultades.
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La intención de estos padres suele ser buena: proteger, acompañar y evitar sufrimiento. Pero el efecto es devastador. Los jóvenes carecen de experiencias para tolerar la frustración. Se sienten desbordados frente a tareas que antes eran normales: un desacuerdo, una retroalimentación dura, una fecha límite. Les cuesta manejar la ansiedad porque nadie les permitió aprender por ensayo y error. Su sentido de autoeficacia disminuye: si mamá o papá resuelven todo, el mensaje implícito es que ellos no pueden. Y ese mensaje, repetido durante años, termina moldeando una generación talentosa, pero emocionalmente vulnerable.
El desafío para universidades y empleadores es considerable. La formación profesional no puede limitarse a transmitir conocimientos técnicos; debe incluir habilidades socioemocionales que permitan enfrentar la ambigüedad, sostener conversaciones difíciles, recibir críticas, negociar desacuerdos y actuar con responsabilidad. Las empresas, por su parte, necesitan diseñar procesos de inducción y acompañamiento que reconozcan la vulnerabilidad emocional de muchos jóvenes sin caer en paternalismos que refuercen la dependencia.
A las familias, quizá, les corresponde la reflexión más dura: acompañar no es reemplazar. Amar no es intervenir en cada conflicto, hablar por los hijos ante cada dificultad ni anticiparse a cada posible incomodidad. La autonomía se aprende a través de la experiencia, del error, de la responsabilidad asumida y del esfuerzo propio. La adultez no llega por decreto: se construye.
La Generación Z tiene talentos inmensos, creatividad, sensibilidad social y habilidades tecnológicas excepcionales. Pero para que su potencial se despliegue plenamente, necesitamos que quienes la rodean entiendan que proteger no es impedirles crecer, y que la confianza más importante es la que les permite caminar solos.
*Decana de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Javeriana
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