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¿Quién paga por el paro en la Universidad Nacional?

A juzgar por lo que plantean los trabajadores agrupados en el Comité Pro Mejora Salarial (CPMS), tendrían que hacerlo la universidad y la sociedad.

Juan Gabriel Gómez Albarello* Especial para El Espectador
20 de septiembre de 2013 - 10:00 p. m.
La U. Nacional, bloqueada desde el 27 de agosto por los empleados de planta, volverá a clases el lunes. / Gustavo Torrijos
La U. Nacional, bloqueada desde el 27 de agosto por los empleados de planta, volverá a clases el lunes. / Gustavo Torrijos

Los trabajadores de la Universidad Nacional en paro piden que al final del proceso no haya contra ellos ninguna represalia. Asumo que también esperan que les paguen integralmente sus salarios. Lo mismo pidieron el semestre pasado y tal fue el acuerdo al que llegaron con las directivas.

Esto es equivalente a pedir que el costo del paro lo asuman la universidad y la sociedad. Y no es cualquier costo. Uno tendría que incluir algunos intangibles, como la incertidumbre generada por los bloqueos. En efecto, de aquí en adelante la universidad tendría que seguir funcionando con la expectativa de que cualquier actividad es susceptible de ser reprogramada o cancelada porque en cualquier momento puede haber una parálisis de la vida académica decretada por los trabajadores.

Pero no son sólo intangibles. Suspender o cancelar cualquier actividad académica cuesta, tanto como les cuesta a estudiantes de provincia pagar alojamiento y alimentación durante el tiempo que dura el paro. Alguien podría objetar que lo mismo se hizo con los jueces, que también estuvieron en paro. Entonces, ¿cuál es el problema?

Bastaría hacer un somero ejercicio de contraste. Durante una huelga, el empleador no puede poner en funcionamiento su empresa, pero no le tiene que pagar salarios a los huelguistas. Es un pulso de fuerza entre las partes en el que el costo de ejercer presión o de no hacer concesiones lo tiene que asumir cada una de ellas. En ninguna parte del mundo, sin embargo, hay un fondo público para subvencionar a los huelguistas. Excepto en Colombia, cuando se trata de paros del sector público.

Esta situación es inaceptable. Así pensamos un número creciente de profesores. Por eso nos hemos opuesto al bloqueo y pedimos sanciones ejemplares. Empero, en un sector del profesorado de la universidad abunda la inconsecuencia. A quienes abogan por el entendimiento con el Comité Pro Mejora Salarial (CPMS), les pregunto: ¿habrían aceptado que les hubiesen suspendido el pago de sus salarios mientras duraba la suspensión de las actividades? No hace falta ser un genio para encontrar un extraordinario sentido de comodidad detrás de un grandilocuente espíritu democrático.

Al final de este paro puede quedar un precedente. Las directivas le pidieron a la Procuraduría que investigara y eventualmente sancionara a los trabajadores que paralizaron la universidad. Se trata de una decisión impopular, dada la percepción generalizada acerca del sesgo con el cual actúa el Ministerio Público. Quienes cuestionan a las directivas en relación a este punto hacen caso omiso de que la competencia disciplinaria de la Procuraduría es preferente: en cualquier momento habría podido asumir la competencia por estos hechos. Además, es la mejor manera de sacar el tema de las “represalias” de la mesa de negociación.

¿Por qué sacarlas? Por lo dicho anteriormente. El costo de este bloqueo para la universidad, así como el del semestre pasado, ha sido enorme. De este paro la universidad va a salir renqueando, pero muchos queremos que salga caminando firme. No dudo que ese es también el deseo de los trabajadores en paro. Pero este año se les fue la mano y se les acabó la imaginación.

Apoyar las sanciones de la Procuraduría no significa girarle un cheque en blanco a las directivas ni apoyar un modelo neoliberal de universidad. Significa otra cosa: tener claro que donde no hay autoridad tampoco hay libertad. Sin un mínimo sentido de orden y respeto a lo público, la Universidad Nacional no podrá ser un centro de conocimiento y de crítica social y política.

 

* Profesor asistente de la Universidad Nacional.

Por Juan Gabriel Gómez Albarello* Especial para El Espectador

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