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Aby Warburg y su Atlas de la Memoria: un viaje visual por la historia de la cultura moderna

Aby Warburg es uno de los autores que me animaron a embarcarme en la tarea de escribir crónicas visuales. En esta nueva entrega de “El Teatro de la historia” intentaré darle reconocimiento a su particular manera de abordar el análisis iconográfico.

Mauricio Nieto Olarte

17 de diciembre de 2025 - 07:10 p. m.
Panel 39 del “Atlas Mnemosyne”, de Aby Warburg. 1929.
Foto: Instituto Warburg
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El Teatro de la historia, esta serie de cortos ensayos sobre imágenes que he publicado en El Espectador, tiene el propósito de invitar a los lectores a viajar en el tiempo, hacer de las imágenes ventanas y espejos que nos ayuden a entender la historia de nuestra forma de pensar. Por muy buenas razones, las fuentes que los historiadores consideran más confiables son los documentos escritos, pero las imágenes, cuya interpretación es menos obvia, ofrecen aspectos del pasado que muchas veces no son visibles en los documentos escritos.

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El Teatro de la historia no es un proyecto de historia del arte, pero claro que se puede beneficiar de los autores y debates de ese maravilloso campo.

Aby Moritz Warburg (1866-1929) nació en Hamburgo en el seno de una opulenta familia de banqueros judíos y su destino como primogénito era hacerse cargo de los prósperos negocios familiares. No obstante, sus intereses eran otros y decidió ceder los derechos de administrar la fortuna familiar a su hermano Max a cambio de que se le proporcionaran todos los libros y recursos necesarios para dedicar su vida al estudio de la historia. La promesa se cumplió y Warburg se dedicó a tratar de entender el origen y significado del arte moderno.

Uno de los resultados de este acuerdo familiar fue la consolidación de una enorme colección privada de libros e imágenes que dio origen a la Biblioteca Warburg de Estudios Culturales, la cual, en el momento de su muerte, en 1929, había acumulado más de 65.000 volúmenes. Esta biblioteca personal fue más tarde la base del Instituto Warburg de Londres, hoy uno de los centros más importantes del mundo dedicados al estudio de la historia del arte.

Esta magnífica biblioteca se construyó con un orden particular de los numerosos volúmenes que nos enseña sobre la original manera de entender la historia de Aby Warburg, quien quiso ir más allá de las tradicionales clasificaciones disciplinares, cronológicas o geográficas.

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En los albores del siglo XX, las ciencias sociales ya se habían consolidado en disciplinas y campos del conocimiento independientes que crearon tajantes barreras entre arte, ciencia, religión y política, fragmentación que facilitó la emergencia de expertos especializados, pero también generó obstáculos a una genuina comprensión de la compleja historia de las culturas humanas. La manera en que Warburg ordenó su colosal biblioteca fue un deliberado intento por romper con las convencionales distinciones entre el conocimiento, la estética, la religión y las emociones.

Un privilegiado círculo social e intelectual, amigos cercanos a Warburg, se beneficiaron tanto de la riqueza de sus colecciones como de su original manera de abordar la historia del arte. Si bien su obra escrita no es tan extensa, no son pocos los intelectuales de comienzos de siglo XX que reconocen su influencia. Entre ellos Ernst Cassirer, autor de Filosofía de las formas simbólicas; Erwin Panofsky, prolífico autor sobre el arte de Renacimiento; Fritz Saxl, responsable de cuidar su legado, o Ernst H. Gombrich, tal vez el más conocido de los historiadores del arte de su generación y director del Instituto Warburg de Londres desde 1964 hasta 1976.

En buena parte, gracias la biografía intelectual de Warburg que Gombrich publicó en 1970, y a la reciente aparición de algunos de sus escritos y conferencias, hoy se reconoce su trabajo como pionero en lo que los historiadores del arte han llamado “iconología”. Su trabajo está marcado por un esfuerzo metodológico que procuró ir más allá de la descripción de los motivos en la obra de arte para interpretar significados profundos a partir de una mejor comprensión de los contextos históricos y culturales de su producción. Más que querer explicar las obras de arte en sí mismas, las imágenes se estudiaron como vehículos para entender la memoria cultural, y a través del análisis iconográfico, Warburg se convirtió en una especie de etnógrafo de la modernidad europea.

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“Dios está en los detalles” solía repetir Warburg sobre la tarea del análisis de obras de arte. Como el mismo lo reconoció: “mantengo una agotadora lucha por descifrar las pinturas…”. Su amigo cercano, el filósofo Ernest Cassirer, decía que Warburg “vivió siempre en medio de la tormenta”. Podríamos pensar que con su cordura pagó el precio de su obsesiva pasión por descifrar la cultura humana: pasó buena parte de sus últimos años atormentado por crisis mentales y diagnósticos de bipolaridad y esquizofrenia.

En su último proyecto, el Atlas Mnemosyne, Warburg parece radicalizar su obsesión sobre la imagen al punto de casi renunciar a los textos y las palabras para centrarse en el poder de lo visual. En diciembre de 1927, Warburg comenzó a ensamblar un conjunto de paneles de madera cubiertos con tela negra, en los que se fijaron cerca de mil imágenes que se deberían agrupar a manera de mosaico o collage que permitiera apreciar conexiones simbólicas entre el arte, la ciencia y las creencias de diferentes culturas y distintos momentos históricos. En la imagen vemos el retablo número 39, alusivo a la simbología en el arte de Botticelli. La ausencia de textos explicativos de estos ensambles nos da cierta libertad de interpretación.

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En mi caso, el Atlas me hace pensar en una especie de gabinete de curiosidades, un gigante collage, una puesta en escena en la cual las imágenes, sus detalles y motivos comunes evocan elementos clave de la memoria cultural de occidente.

La disposición de las fotografías sobre los retablos es, en apariencia, caprichosa y misteriosa, pero le permitió a él, más a que a sus espectadores, apreciar patrones simbólicos que las tradicionales disertaciones sobre historia del arte solían ignorar.

Al mismo tiempo que Warburg ensamblaba su colección de imágenes, Ludwig Wittgenstein publicaba su Tractatus lógico-philosóphicus (1921). En contextos y áreas del conocimiento distintas, dos de los pensadores más enigmáticos e influyentes de inicios del siglo XX guardan similitudes curiosas: nacieron en el seno de opulentas familias judías, despreciaron sus herencias familiares y vivieron en los límites de la cordura; pero más interesante, parecían compartir ideas similares sobre los límites del discurso filosófico. Queriendo mostrar los límites de la lógica misma, Wittgenstein concluyó su única publicación en vida con la sentencia: “De lo que no se puede hablar con claridad es mejor guardar silencio.”

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En su Atlas Mnemosyne, Warburg parece renunciar a la teoría del arte y a las palabras mismas para buscar en las artes visuales elementos centrales de la cultura moderna que la tradicional narración histórica o el análisis iconográfico y las palabras difícilmente logran expresar. Con un repertorio muy amplio de imágenes y pocas palabras, el Atlas de Warburg es un proyecto inconcluso, seguramente infinito, que busca mostrar la multiplicidad de relaciones que hacen parte del proceso histórico de la creación artística y de lo que hoy denominamos la cultura moderna, cuya complejidad se resiste a definiciones o descripciones unívocas o narrativas lineales.

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Por Mauricio Nieto Olarte

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