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Babilonia en todas partes: tras las ruinas del fabuloso Megacentro

Una reacción sobre la lectura de Hotel en Shangri-La de Octavio Escobar, obra que recibió el Premio Nacional de Literatura de la Universidad de Antioquía en 2004 y que recientemente fue publicado en una nueva edición por Panamericana Editorial.

Jefferson Echeverría
08 de octubre de 2021 - 05:57 p. m.
La novela "Hotel en Shangri-La" reúne seis relatos que se entrecruzan en el ficcional Megacentro Babilonia.
La novela "Hotel en Shangri-La" reúne seis relatos que se entrecruzan en el ficcional Megacentro Babilonia.
Foto: Panamericana Editorial

Octavio Escobar, aparte de introducirnos en la tentadora atmósfera del consumo y las excentricidades que suelen acaparar los centros comerciales, nos formula también un vínculo auténtico con los horrores de la desunión, la ironía, los adioses, la vejez prematura, la nostalgia y el odio. Parece ir más allá del verdadero significado de Shangri-La (pues esto es más asunto de Joaquín Sabina y James Hinton), o de presenciar el instante en que los hipopótamos por fin harán algún espectáculo que justifique la larga expectativa plasmada en los inmensos globos o en los lustrosos volantes cuyo nombre, ELHIP, ha causado una gran sensación, sobre todo, en el público infantil.

Es la actitud en cada una de las almas, en principio perdidas por sus propios dilemas, lo que Escobar nos pretende, en definitiva, confrontar mediante las diversas voces enlazadas a un mismo destino. Confirma una revelación más directa, muchas veces comprensible, a las heridas provocadas por el ayer. Quizás lo hace para enseñarnos que en el rumbo de las frustraciones siempre germinan los deseos materiales como pretexto único para ocultar y, a la vez asimilar, los verdaderos vacíos en el que todos son prisioneros. El triunfo de la ambigüedad es el camino inevitable, sepulta la locura a una suerte de emociones comunes, y las esperanzas tan solo son reducidas a un impulso relativo que casi siempre finalizan en las más incomprensibles señales de opulencia.

Por eso, tal vez inspirado por un instinto de lealtad a la obra, o más bien seducido por los estragos de un carácter infantil (típico de un snob), decidí leer a Escobar una vez más en un centro comercial anónimo. En una entrada casi triunfal (no tanto como lo hubiera esperado del Babilonia), me entregué a la siniestra labor de vislumbrar alguna luz de neón que refulgiera a ELHIP o, por lo menos, exhibiera, a través de unos caracteres prominentes, el verdadero nombre del bar que tan celosamente Chaparro había resguardado en algún repliegue de su memoria. Aunque la idea de por sí era inútil, también me impuse una segunda pesquisa mucho más soñadora, pero necesaria: encontrar en aquel centro comercial los rastros de las almas cautivas por sus propias angustias, de la misma manera como estaban descritos en la Babilonia hipnótica de Escobar.

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Primero traté de buscar; entre la interminable galería de mujeres transitando a pasos cadenciosos, a veces con un mohín de superioridad y sin muestras de amor, algún aire (por muy mínimo que pareciera) que asemejara a la atormentada Sandra. Tenía algunas candidatas. Múltiples estilos de cabello, a veces rapados, otros multicolores y exóticos, encajaban perfectamente con figuras esbeltas, como si estuvieran a la vanguardia ecológica. En los ademanes de grandeza notoria era también necesario señalar un grado minúsculo de aceptación al fracaso, sobre todo en ese margen de traición a la nostalgia familiar. Y los rostros de aquellas jóvenes parecían inmortalizar esa misma actitud incoherente de una Sandra inclinada más al exotismo y a la soberbia que a la lealtad de un secreto sagrado y cómplice. También se perfilaban en cada uno de sus gestos hirientes el aparente y a la vez triste secreto que Sandra ocultaba con su religiosa manera de avergonzar a su familia. Apenas me fui acercando a cierto espacio donde solo los letreros imponentes restringían el paso con un énfasis multicolor, la Sandra en otros rostros me hacía comprender la pronta e inevitable situación a la que por fin su ego se vería vulnerado. Seguramente cualquier Laura Antonia (su hermana en otras hermanas) la estaría librando de su inesperada vergüenza, todo con el propósito de reforzar por enésima vez aquel pacto de antaño, tan inquebrantable y sincero, que ni siquiera un Armatoste advenedizo lo rompería con sus ínfulas de heroísmo ancestral.

A medida que ascendía por una escalera eléctrica, decidí encontrar algún enyesado que emulara perfectamente a Sebastián Martínez. Como este capricho era más complicado que el anterior, no insistí tanto en la búsqueda y más bien me entregué, sin vergüenza, a contemplar los anuncios de ropa: descuentos por doquier erguidos en letras redondas despertaban constantemente el instinto animal de adquirir alguna chaqueta, jean o zapatos. En un vago intento por alejarme sin prisa, repentinamente me vi abordado por un asesor de aspecto cansado que me ofrecía una rifa sin siquiera haberla comprado. El éxito definitivo de la oferta solamente consistía en contestar una serie de preguntas sobre cultura general. Frustradas las nobles intenciones por evadir al hombre, terminé por caer en su absurdo juego.

La amabilidad fingida del hombre me anunció que había ganado un viaje. No precisamente era el jugoso premio gratis a cualquier destino con todo pago a cortesía del Megacentro lo que había presenciado. Lamentablemente las ruinas del Babilonia para aquel centro comercial tan solo permitieron gozar de un viaje a Santa Marta únicamente con el hotel pago por dos noches: lo que era la comida y el transporte debía asumirlo por mi cuenta. Pero, sin esperarlo, en medio de la falsa conmoción, comprobé que estaba adoptando los mismos ademanes del vulnerado Martínez. Faltó mostrar la fractura en el pie para revivir la triste figura de un hombre que escondía su frustración conyugal a través de algunos caprichos, apenas comprensibles, (por ejemplo, el de comprar algún disco de los Beatles) con tal de que le permitiera olvidar las angustias reprimidas y los reproches de Ana Mercedes, su mujer, que hacía de la inconformidad un propósito cotidiano e hiriente.

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Al terminar el modesto ceremonial de la premiación, salí sin prisa, abandonado a una suerte psicológica como la de Jorge Ángel. El dolor inventado en el pie se había disuelto y tan solo quería buscar algún bar que exhibiera una melodía de Coltrane, o por lo menos mantuviera las mismas decoraciones ajedrezadas sobre sus mesas. También deseaba la aparición en una barra modesta de un nostálgico socio de Chaparro que me ofreciera un Martini seco y, si fuera posible, simulara prestarme atención cuando alardeara mi premio, mientras este, a duras penas, contestara lacónico e inexpresivo. El fracaso era definitivo. El bullicio en los nuevos bares impedía que se estableciera ese grado de intimidad. Era tanta la algarabía polifónica que ni siquiera hice el mínimo esfuerzo por entrar. A lo mejor, en medio de aquel desorden, sí se hallaba el espectro de aquel hombrecito anónimo, ensimismado y sin esperanza, recordando en su fuero interno las hazañas que tuvo no solamente en su destino como barman sino también de ajedrecista frustrado; solo que la expectativa de comerse alguna pieza lo mantenía medianamente vivo, principalmente como único artificio para soportar sin triunfo su largo peregrinaje por las jornadas nocturnas.

Al pasar frente a un local deshabitado, se me ocurrió creer que en este lugar alguna vez habitó un anciano de treintaidós años llamado Samuel Tobón. Seguramente, en un día inesperado, había revelado a otro contemporáneo suyo el secreto más prominente que contenía los antidepresivos. A lo mejor, cercano a una columna deteriorada, se hallaba el teléfono donde el treintagenario, en una conversación amena, no detenía su discurso impregnado de una elocuencia magistral. Tal vez el conjuro de una memoria privilegiada le dio aquel día el impulso suficiente para estimular ese, su último suspiro de una gloria efímera, antes de abandonar para siempre la tienda de discos que en esa época producía una cercanía familiar a todos los melómanos empedernidos y, hoy por hoy, estaba destruida por la inmediata furia de la era digital. Seguramente las cenizas póstumas de su pasado estarán recluidas en un sanatorio mental, tratando de recordar las medidas exactas de la capilla Sixtina para rehusarse con obstinación infantil a las verdaderas trampas de la vejez.

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En las afueras del centro comercial, un grupo de skaters reunidos en círculo hacían malabares con sus patinetas por los alrededores de un parqueadero de ciclas. Mientras ellos también observaban con inocente lascivia a las mujeres que transitaban a un ritmo pausado por culpa del calor insoportable, sus tiernas expresiones me remitieron al leve recuerdo de Mario Alberto y Wilson. ¿Estarían también calificando el nivel de belleza de las transeúntes? Lo único cierto es que elegí para alguno de ellos un pasado lamentable, cuya última consecuencia consistía en el adiós definitivo a una hermandad simbólica, como solamente puede acontecer en Nickelodeon, el estreno inesperado que enloquecía a los amantes del cine dramático y, por supuesto, no podía faltar en las cómodas salas del Babilonia.

En medio de la confusión y todavía aferrado al libro, me distancié del lugar sin prisa, a la espera de que en ese momento los gritos causados por una conmoción irrumpieran la tranquilidad de los lejanos visitantes. Esta súplica significaría el fin de los miedos en María Cecilia y, al mismo tiempo, engrandecería las intenciones del profe: su admirado hombre a quien, junto con Mendieta, solía compartir los triunfos momentáneos en el billar y alertar las fervorosas discusiones por mantener en orden cronológico cada una de sus intenciones procuradas por la fuerza del resentimiento.

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Desencantado, solamente comprobé la presencia de una sola ambulancia que no podía emitir, ni siquiera un aliento, los chillidos estridentes que en algún momento retumbaron hacia un pánico general por todos los rincones del imperio babilónico de Escobar.

Por Jefferson Echeverría

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