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El surcoreano Byung-Chul Han se ha convertido en una suerte de Rock-Star de la filosofía. Uno de los filósofos más leídos del presente, inició su vida universitaria como estudiante de metalurgia, hasta que una explosión que por poco lo hace volar en pedazos lo hizo considerar un camino profesional más manso, como el de los libros. Viajó entonces a Berlín para especializarse en el pensamiento de autores como Heidegger y Walter Benjamin. Hoy vive en una casa vacía con un piano, a duras penas si hace entrevistas o videos, y se declara muy perezoso para dedicarse consistentemente a algo que no sea su jardín. Pero el gusto por las piezas relucientes difícilmente se deja atrás. En la filosofía, Byung-Chul Han ha sido un coleccionista de “piezas” -expuestas en libros que a menudo no superan las 70 páginas- que nos embelesan conceptualmente: la sociedad del cansancio, la muerte en clave budista, nuestras ansias de una vida contemplativa, la desaparición de los rituales.
Cuando hablamos de la desaparición de los rituales, no hacemos referencia al lastimoso hecho de que no sabemos cómo tomar la taza de té, ni al confundirnos cuando tenemos tres tenedores a la izquierda del plato. Los rituales que hemos perdido hunden sus raíces en nuestra historia como humanos. Los más elementales marcan los ciclos naturales: para que el tiempo no fuera, como decía el escritor inglés G.K. Chesterton, una serpiente infinita que pasa ante los ojos, creamos el año nuevo, uno de los pocos rituales que nos quedan. Los rituales son al tiempo lo que las cosas al espacio, nos orientan, nos ubican en el período de vida individual y grupal que nos fue asignado. Ellos marcan nuestro paso de la niñez a la adultez, de esta a la tercera edad y a la muerte. Y al hacerlo, generan ese tipo de comunicación silenciosa que se da entre los miembros de una comunidad.
Parte del hecho de haber renunciado a los rituales es que nos parecen formalidades ideadas para perder el tiempo. La clave acá la da la última palabra de la oración anterior: tiempo. Si bien, hace doscientos años, la conquista del espacio -las ciudades unidas por el ferrocarril, la navegación por los océanos y los sueños de ir a la Luna- era un imperativo, hoy luchamos por conquistar el tiempo… nuestro tiempo, el de los demás. Vivimos frenéticos, con agendas a reventar. La era digital, dice Chul Han, es una no tanto de la exigencia como de la autoexigencia; el rendimiento se ha convertido en una carrera propia contrarreloj. Salgo temprano para lograr las metas del día a través de un absurdo multi-tasking, regreso a casa exhausto para ir al gimnasio con el fin de rendir más en el trabajo al día siguiente. El exceso de trabajo no ha creado prosperidad colectiva, sino lucro privado. La calidad de vida no se ha visto incrementada sino, por el contrario, disminuida en la sociedad del rendimiento. Chul Han caracteriza ese mundo -que ya no es de la vigilancia, sino el de la autovigilancia-, como uno en el que la tarea nunca termina, porque ahora el reto “es conmigo”. No hará falta señalar que la era digital es la era del “burn-out” digital.
Pero la falta de tiempo es sólo un aspecto de lo que nos aqueja. Lo que verdaderamente nos impacta son las privaciones que con ello viene, sobre todo la ausencia del tiempo para la contemplación. Pareciera un reclamo budista o de hippies desenfadados que odian trabajar, pero la mayoría de los productos de nuestra cultura -científicos, artísticos, ideológicos-, han nacido del no hacer. Crear requiere contemplación. Considérese por ejemplo, la teoría de la Relatividad de Einstein. Hay que recordar que él mismo relató cómo le fue revelada en un sueño. Si no podemos soñar, dormidos o despiertos, la vida cargada de pensamiento se vuelve algo que simplemente nos esquiva.
Una de las más curiosas ironías es que a medida que vivimos en un mundo más desprovisto de “tiempo muerto”, menos parece suceder en nuestra propia vida. Sólo la absurda rutina del día anterior en la cual no podremos, con el pasar de los días, saber qué hicimos la semana pasada; no hay acontecimientos qué marcar en el calendario. Vivimos una pobreza del acontecer para citar las palabras de Walter Benjamin, tan cuidadosamente abordado por Chul-Han en “La Crisis de la Narrativa”. Podríamos creer lo contrario: mi vida está llena de aventura, de variedad, tengo mil amigos. Pero la verdad la muestran las redes. En Youtube hay más de 5,1 billones de videos, la mayor parte de los cuales tienen una sola visualización: la de quien los sube. Son la letanía del no acaecer en nuestras vidas: alguien se acuesta en su cama, vienen varios minutos de la filmación de las cortinas alrededor. Nada sucede. Un chico filma la pelea épica entre sus juguetes, con tanto desatino que posiciona mal la cámara; en el video sólo se oyen los golpes y las explosiones simuladas por su filmador. Poco nos ocurre en la era digital. El concepto de acontecer -para no hablar del de aventura- pareciera una cosa del pasado.
Es por ello que nuestra capacidad narrativa está en crisis para Chul Han. El contar historias ha sido sustituido por el empresarial y proactivo “storytelling”, una edulcorada y sentimental versión que posiciona una compañía o un producto como parte de una narrativa tan esencial como aquella que nos contábamos alrededor de la fogata en la tribu nomádica primitiva. El “storytelling” tiene por objetivo crear sentimientos auténticos por aquello que no está enraizado en el orden de los sentimientos auténticos: unos nachos con sabor a jalapeño, una tarjeta de crédito. Somos un mundo que añora la autenticidad de la experiencia real. Pero mientras el contar historias acerca de quienes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos genera, como los rituales, comunidad, el “storytelling” genera “community”, como cuando hacemos uso de esa expresión que aman los americanos para referirse a sus mega-empresas: “business community”. Si tuviera que caracterizar el presente en una sola sentencia, decía Chul Han en uno de sus libros más recientes, sería la pérdida del mundo, y con él, la del otro.