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                                                                                                                              Caminar hacia Optina Pustyn en busca del alma rusa

                                                                                                                              Durante varios siglos, especialmente el XIX, millones de creyentes ortodoxos peregrinaban hacia el monasterio de Optina Pustyn, donde creían que yacían el alma y la identidad rusos.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ilustración: Jonathan Camilo Bejarano

                                                                                                                              Eran viejos, y algunos, muy viejos, y andrajosos unos, y enfermos otros, pero no importaba. Caminaban con sus bastones, vestidos de negro riguroso, al lado de sus mujeres, de sus hijos y nietos, unos mejor ataviados que otros, con hambre casi todos, pero sin desfallecer. Caminaban y rezaban en casi inaudibles murmullos, y a veces hablaban, y se contaban antiguas historias de cuando algunos monjes medievales habían construido el monasterio de Optina Pustyn, a mediados del siglo XV, convencidos de que allí encontrarían el alma rusa de la Santa Rus, y de que luego la preservarían. Caminaban con fe, con la cabeza erguida y la fuerza de sus antepasados, seguros, como aquellos, de que Dios estaba en cada uno de ellos si eran pobres y no sufrían por su pobreza, si oraban y jamás se cansaban de orar, si seguían al venerable anciano que los guiaba, y como él, desdeñaban las tierras y los siervos y las riquezas de la Iglesia. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              (Lea también:Clandestina de sí misma)

                                                                                                                              Caminaban sabiendo que más tarde o más temprano divisarían la cúpula en forma de cebolla del monasterio, y que luego llegarían, y que ahí, en Optina Pustyn, se encontrarían con sus ancestros, que eran todos los rusos, y con ellos mismos, y con Dios y con Cristo, y que comprenderían en un segundo por qué Moscú había sido declarada la tercera Roma, luego de que el cristianismo pasara de Roma a Bizancio, y de ahí a lo que alguna vez se llamó Moscovia. Caminaban, por momentos, hasta arrastrando los pies, pero eso no importaba. Caminaban. Avanzaban. Anotaban en un gastado papel uno por uno los 200 kilómetros que habían recorrido hacia el sur de Moscú, y se relataban unos a otros casi una historia por cada kilómetro. Que los sacerdotes, con la caída de Costantinopla, habían proclamado que los ortodoxos rusos tenían la misión de salvar al mundo cristiano. Que ortodoxo significaba ritual perfecto. Que decir ruso era decir ortodoxo. 

                                                                                                                              (Lea también: El proyecto filosófico Latinoamericano)

                                                                                                                              Caminaban, y cada vez eran más. Hundían sus pies en el lodo, en la nieve, en los charcos, y seguían, inmersos en los primeros años de mil ochocientos, y en los segundos y en los terceros, aunque en realidad vivieran en los mil setecientos o antes, porque eran los Viejos Creyentes del Viejo Credo, que se separaron de la Iglesia tradicional por implantar reformas rituales que para ellos eran dictadas por el Anticristo. Caminaban con sus largas barbas, contraviniendo las órdenes de Pedro el Grande, quien como zar, ungido por Dios, había dictaminado, decidido, promulgado en 1700 que todos sus súbditos debían afeitarse, so pena de prisión. Caminaban tomándose del brazo o agarrados de la mano, unidos todos, solidarios todos, rebeldes todos, decididos a preservar las antiguas creencias, sus rituales y su Dios, enfrentándose al Zar, cuyo título para ellos había dejado de provenir de CéZar desde que se había aliado con el Anticristo, desobedeciendo sus decretos, y condenando su interés por volver a Rusia un paraje de la Europa de Occidente. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              (Le puede interesar:De qué hablamos cuando hablamos de identidad)

                                                                                                                              Caminaban con sus ropajes eslavos, los de sus padres y sus abuelos y más allá, y se hablaban en ruso, y de cuando en cuando cantaban cantos rusos, para provocar a los cultores de las nuevas leyes occidentalizadoras, que ordenaban a los rusos vestirse como franceses, hablar francés y cantar también en francés. Caminaban, sin que les importara mucho si tardaban un día, o dos o tres, si se gastaban sus zapatos o si se les acababa la comida. Caminaban y seguían caminando, porque sabían que se plegarían a ciertas palabras de Gógol: “Me detuve en el monasterio de Optina y me llevé conmigo un recuerdo que jamás desaparecerá. Está claro que la gracia vive en aquel sitio. Se puede percibir hasta en los signos exteriores de la adoración. En ningún sitio he visto monjes como aquellos. A través de todos ellos sentí que conversaba con el cielo”. Sabían que luego de sus palabras recordarían que Gógol se dejó morir después de haber escrito que la salvación de Rusia dependería únicamente de la reforma espiritual de cada quien.

                                                                                                                              Discutirían sobre si se dejó morir, o si lo mataron los comentarios de un crítico de apellido Bielinsky y los de toda la sabia crítica literaria rusa y del gobierno, e incluso los de los religiosos progresistas, pues ninguno pudo comprender jamás cómo Gógol había dejado por fuera de sus consideraciones los ideales políticos del pueblo y las necesidades materiales de ese pueblo. Orlando Figes escribiría que “Se sentía indigno ante los ojos de Dios y decidió dejarse morir de hambre. Después de indicar a su sirviente que quemara el manuscrito inconcluso de su novela inconclusa, se dirigió al lecho de muerte. Las últimas palabras que pronunció antes de expirar, el 24 de febrero de 1852, a los 43 años, fueron: ‘Traedme una escalera. ¡Rápido, una escalera!’”. Luego de su muerte, los peregrinos que buscaban el alma rusa, que era decir la identidad rusa, seguían caminando y siguieron caminando por años. En 1878 se encontraron en el camino a Dostoievski, que buscaba consuelo por la muerte de su hijo Aleksei, y años después se toparon con Tolstói, que se debatía entre Dios y la razón, entre la religión y la tierra.

                                                                                                                              Caminaban, y en su andar representaban a millones de rusos que necesitaban creer, pues creer los salvaba, les daba fuerza para soportar las penas de la vida. Caminaban y creían, y como Dostoievski, que se redimían de sus pecados con la fe, y se convencían de que la razón sólo podía llevarlos a la angustia, y de ahí, al asesinato y al suicidio, como los personajes de Crimen y castigo y de Los hermanos Karamazov. Caminaban unidos, aunque hicieran parte de las decenas de sectas que se dispersaban por Rusia, al occidente y al oriente de los montes Urales, en Siberia y hacia el sur, todas, surgidas de los Viejos Creyentes. Caminaban, y en su caminar parecían un cuadro de Repin o de Chagall, o de alguno de los cientos de pintores que se dedicaron a recorrer Rusia para encontrar la identidad rusa, el alma rusa, y pintarla. Ellos también caminaban, deambulaban, y dejaban en los pueblos a sus alumnos, que se multiplicaban en otros pueblos llamándose Ambulantes. Unos pintaban. Otros se mezclaban con los peregrinos de Optina. Unos más escribían y plasmaban lo que ocurría, lo que veían, lo que iba sucediendo mientras ellos caminaban.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Caminaban. Ingresaban al monasterio y a la ermita. Se ensimismaban ante los íconos de las paredes, andaban, salían, volvían, oían los cantos de los sacerdotes, callaban. Sentían. Ante todo, sentían que habían encontrado el alma rusa, y que esa alma los había poseído a ellos. Caminaban, inundados del ser rusos, seguros de que ellos representaban la identidad rusa, que no era ni mejor ni peor que la de otras naciones. Sólo era la suya.

                                                                                                                              Ilustración: Jonathan Camilo Bejarano

                                                                                                                              Eran viejos, y algunos, muy viejos, y andrajosos unos, y enfermos otros, pero no importaba. Caminaban con sus bastones, vestidos de negro riguroso, al lado de sus mujeres, de sus hijos y nietos, unos mejor ataviados que otros, con hambre casi todos, pero sin desfallecer. Caminaban y rezaban en casi inaudibles murmullos, y a veces hablaban, y se contaban antiguas historias de cuando algunos monjes medievales habían construido el monasterio de Optina Pustyn, a mediados del siglo XV, convencidos de que allí encontrarían el alma rusa de la Santa Rus, y de que luego la preservarían. Caminaban con fe, con la cabeza erguida y la fuerza de sus antepasados, seguros, como aquellos, de que Dios estaba en cada uno de ellos si eran pobres y no sufrían por su pobreza, si oraban y jamás se cansaban de orar, si seguían al venerable anciano que los guiaba, y como él, desdeñaban las tierras y los siervos y las riquezas de la Iglesia. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              (Lea también:Clandestina de sí misma)

                                                                                                                              Caminaban sabiendo que más tarde o más temprano divisarían la cúpula en forma de cebolla del monasterio, y que luego llegarían, y que ahí, en Optina Pustyn, se encontrarían con sus ancestros, que eran todos los rusos, y con ellos mismos, y con Dios y con Cristo, y que comprenderían en un segundo por qué Moscú había sido declarada la tercera Roma, luego de que el cristianismo pasara de Roma a Bizancio, y de ahí a lo que alguna vez se llamó Moscovia. Caminaban, por momentos, hasta arrastrando los pies, pero eso no importaba. Caminaban. Avanzaban. Anotaban en un gastado papel uno por uno los 200 kilómetros que habían recorrido hacia el sur de Moscú, y se relataban unos a otros casi una historia por cada kilómetro. Que los sacerdotes, con la caída de Costantinopla, habían proclamado que los ortodoxos rusos tenían la misión de salvar al mundo cristiano. Que ortodoxo significaba ritual perfecto. Que decir ruso era decir ortodoxo. 

                                                                                                                              (Lea también: El proyecto filosófico Latinoamericano)

                                                                                                                              Caminaban, y cada vez eran más. Hundían sus pies en el lodo, en la nieve, en los charcos, y seguían, inmersos en los primeros años de mil ochocientos, y en los segundos y en los terceros, aunque en realidad vivieran en los mil setecientos o antes, porque eran los Viejos Creyentes del Viejo Credo, que se separaron de la Iglesia tradicional por implantar reformas rituales que para ellos eran dictadas por el Anticristo. Caminaban con sus largas barbas, contraviniendo las órdenes de Pedro el Grande, quien como zar, ungido por Dios, había dictaminado, decidido, promulgado en 1700 que todos sus súbditos debían afeitarse, so pena de prisión. Caminaban tomándose del brazo o agarrados de la mano, unidos todos, solidarios todos, rebeldes todos, decididos a preservar las antiguas creencias, sus rituales y su Dios, enfrentándose al Zar, cuyo título para ellos había dejado de provenir de CéZar desde que se había aliado con el Anticristo, desobedeciendo sus decretos, y condenando su interés por volver a Rusia un paraje de la Europa de Occidente. 

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              (Le puede interesar:De qué hablamos cuando hablamos de identidad)

                                                                                                                              Caminaban con sus ropajes eslavos, los de sus padres y sus abuelos y más allá, y se hablaban en ruso, y de cuando en cuando cantaban cantos rusos, para provocar a los cultores de las nuevas leyes occidentalizadoras, que ordenaban a los rusos vestirse como franceses, hablar francés y cantar también en francés. Caminaban, sin que les importara mucho si tardaban un día, o dos o tres, si se gastaban sus zapatos o si se les acababa la comida. Caminaban y seguían caminando, porque sabían que se plegarían a ciertas palabras de Gógol: “Me detuve en el monasterio de Optina y me llevé conmigo un recuerdo que jamás desaparecerá. Está claro que la gracia vive en aquel sitio. Se puede percibir hasta en los signos exteriores de la adoración. En ningún sitio he visto monjes como aquellos. A través de todos ellos sentí que conversaba con el cielo”. Sabían que luego de sus palabras recordarían que Gógol se dejó morir después de haber escrito que la salvación de Rusia dependería únicamente de la reforma espiritual de cada quien.

                                                                                                                              Discutirían sobre si se dejó morir, o si lo mataron los comentarios de un crítico de apellido Bielinsky y los de toda la sabia crítica literaria rusa y del gobierno, e incluso los de los religiosos progresistas, pues ninguno pudo comprender jamás cómo Gógol había dejado por fuera de sus consideraciones los ideales políticos del pueblo y las necesidades materiales de ese pueblo. Orlando Figes escribiría que “Se sentía indigno ante los ojos de Dios y decidió dejarse morir de hambre. Después de indicar a su sirviente que quemara el manuscrito inconcluso de su novela inconclusa, se dirigió al lecho de muerte. Las últimas palabras que pronunció antes de expirar, el 24 de febrero de 1852, a los 43 años, fueron: ‘Traedme una escalera. ¡Rápido, una escalera!’”. Luego de su muerte, los peregrinos que buscaban el alma rusa, que era decir la identidad rusa, seguían caminando y siguieron caminando por años. En 1878 se encontraron en el camino a Dostoievski, que buscaba consuelo por la muerte de su hijo Aleksei, y años después se toparon con Tolstói, que se debatía entre Dios y la razón, entre la religión y la tierra.

                                                                                                                              Caminaban, y en su andar representaban a millones de rusos que necesitaban creer, pues creer los salvaba, les daba fuerza para soportar las penas de la vida. Caminaban y creían, y como Dostoievski, que se redimían de sus pecados con la fe, y se convencían de que la razón sólo podía llevarlos a la angustia, y de ahí, al asesinato y al suicidio, como los personajes de Crimen y castigo y de Los hermanos Karamazov. Caminaban unidos, aunque hicieran parte de las decenas de sectas que se dispersaban por Rusia, al occidente y al oriente de los montes Urales, en Siberia y hacia el sur, todas, surgidas de los Viejos Creyentes. Caminaban, y en su caminar parecían un cuadro de Repin o de Chagall, o de alguno de los cientos de pintores que se dedicaron a recorrer Rusia para encontrar la identidad rusa, el alma rusa, y pintarla. Ellos también caminaban, deambulaban, y dejaban en los pueblos a sus alumnos, que se multiplicaban en otros pueblos llamándose Ambulantes. Unos pintaban. Otros se mezclaban con los peregrinos de Optina. Unos más escribían y plasmaban lo que ocurría, lo que veían, lo que iba sucediendo mientras ellos caminaban.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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