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Cuando Carlos II de Inglaterra murió, el 6 de febrero de 1685, Inglaterra parecía haber abandonado las guerras religiosas que se habían librado hasta el momento. Su padre, Carlos I, había perseguido a los puritanos a tal punto que, semanalmente, barcos llenos de este grupo religioso zarpaban hacia el nuevo mundo, escapando del fuego episcopal anglicano. Esta persecución y el enfrentamiento entre las corrientes religiosas ocasionó la Primera Guerra Civil Inglesa entre las fuerzas parlamentarias y los realistas.
En noviembre de 1648, Oliver Cromwell, el jefe del ejército parlamentario, y otros dirigentes radicales habían empezado a hablar de la providencia y necesidad de que el rey muriese para instaurar una república, introducir la tolerancia religiosa y un sistema eclesiástico basado en la igualdad de sus miembros.
Luego de ser derrotado en batalla, el 26 de enero de 1649, Carlos I fue sentenciado a muerte por decapitación. De este modo, ya desde la infancia, la vida de Carlos II estuvo marcada por intereses religiosos. Mientras se abolía la monarquía en Inglaterra tras la ejecución de su padre, a Escocia se le permitió elegir su propio camino. Así, aquel niño fue nombrado rey de Escocia en febrero de 1649. Los que estaban a favor de la monarquía se unieron en torno a Carlos como su figura y, así, comenzó la Tercera Guerra Civil Inglesa. Por un lado, estaba la Escocia presbiteriana; por otro, el Parlamento inglés, dominado por puritanos.
Irónicamente, Carlos II no era presbiteriano, de hecho, a aquella religión la calificaba de no apta para caballeros. Tal vez fue esta falta de vínculo religioso la que hizo que perdiera de forma aplastante. Oliver Cromwell venció a los realistas en las batallas de Dunbar y Worcester, y Carlos fue obligado a huir a Francia. El resultado fue el inicio del Commonwealth en Inglaterra, fuera del alcance de las ambiciones de Carlos.
La tierra del rey que huyó fue gobernada por Cromwell y su ejército, quienes, para evitar aparentar ser una dictadura militar, nominaron una asamblea compuesta por radicales que querían deshacerse de cualquier control estatal de la religión, moderados que deseaban algunas mejoras, y hasta conservadores que querían mantener el statu quo, caracterizado por proteger los intereses de la nobleza.
El supuesto equilibrio fue la causa de que el Parlamento no pudiera sacar adelante ninguna reforma; además, muy pocos tenían experiencia legislativa previa. En la cabeza de Cromwell, la dictadura que una vez trató de evitar se volvió inevitable. No dudó en utilizar su facultad de disolver parlamentos, acabó con el Consejo de Estado previo e instauró su propio consejo, el ejército gobernó distritos y recaudó impuestos, le prohibió a los realistas y a los católicos votar y, por supuesto, persiguió a los “blasfemos”. Inglaterra había ejecutado a un rey para apoyar a otro disfrazado. La Primera Guerra Civil Inglesa no había dado los resultados milagrosos que había prometido.
Así que, con la muerte de Cromwell, se allanó el camino para que el rey que había huido marchara de nuevo sobre Londres en 1660 y, con el apoyo de un ejército escocés, fuera coronado rey de Inglaterra. Luego de ser vilipendiado, Carlos I fue declarado mártir y hasta santo por la iglesia anglicana. Luego de ser celebrado, el cadáver de Oliver Cromwell fue exhumado, ahorcado y decapitado, para tratar más allá de la muerte a quien realmente había sido un traidor.
Ya con la corona puesta, si en algo se destacó Carlos II, fue en la expansión del dominio inglés. Se casó con Catalina de Braganza, la hija del rey Juan IV de Portugal, y como parte de su dote, le entregó el Tánger y Bombay. El 24 de marzo de 1663, el rey concedió las tierras de la Carolina de América del Norte a ocho nobles. En 1665, los corsarios británicos arrebataron a los Países Bajos el puerto de Nueva Ámsterdam en la costa este de América y fue rebautizado como Nueva York, y en 1681, el rey concedió al empresario cuáquero William Penn el territorio de Pensilvania a cambio de que el padre de Penn cancelara la deuda que el rey tenía con él.
Sin embargo, internamente, no logró acabar con el enfrentamiento religioso. Las heridas que se enquistan dentro de una nación no se curan con leyes y acuerdos jurídicos. En 1672, Carlos firmó la Declaración de Indulgencia, en la que manifestaba su intención de suspender todas las leyes que penalizaban a los católicos y a otros disidentes religiosos. El mismo año, Carlos apoyó abiertamente a la católica Francia e inició la tercera guerra anglo-neerlandesa, con una cláusula secreta en la que se obligaba a promover la religión católica dentro de Inglaterra. Sin embargo, luego de la oposición del Parlamento, retiró la Declaración y se mostró de acuerdo con el “Acta de Examen”, que obligaba a los funcionarios públicos que recibieran la eucaristía en la forma prescrita por Inglaterra y los forzaba a denunciar ciertas enseñanzas de la iglesia católica como supersticiosas e idólatras. El Parlamento tampoco lo apoyó monetariamente con la guerra contra los Países Bajos y tuvo que firmar la paz en 1674.
Puritanos, presbiterianos, anglicanos y católicos giraron en torno los mismos desacuerdos: que inglés o latín, que confesión o relación directa con Dios, que los santos, ángeles, imágenes, ceremonias y ritos. En rito se habían convertido las guerras religiosas en Inglaterra, como si ya se hubieran tornado en parte esencial de la alabanza a Dios, y Carlos II, quien había prometido tolerancia religiosa al ser coronado, no fue capaz de derrotar aquella serpiente que se mordía la cola.
En 1678, sin herederos y con la perspectiva de que a Carlos lo sucediera en el trono su hermano católico Jacobo, el duque de York, Titus Oates, un antiguo clérigo anglicano, denunció falsamente una conjura papista para asesinar al rey y reemplazarlo con su hermano. A su turno, Carlos cometió el error de enviar a su primer ministro anticatólico a que investigara el caso. La histeria anticatólica dentro de la población no demoró en propagarse y numerosos inocentes fueron ejecutados por una conspiración que nunca fue verdad.
El anticatolicismo también permeó el Parlamento. En 1679, el primer conde de Shaftesbury propuso expedir la “Ley de Exclusión”, que pretendía apartar al duque de York de la línea sucesoria. Carlos II, temeroso de que la ley fuese aprobada, disolvió el parlamento. En 1680 y 1681 volvió a hacerlo y, así, gobernó como monarca absoluto hasta el fin de su reinado.
El 6 de febrero de 1685, Carlos II murió de apoplejía. Nació en medio del anglicanismo, creció apartado de una Inglaterra puritana, se fortaleció y cayó con la religión presbiteriana, gobernó con una supuesta tolerancia que nunca logró aterrizar, y finalmente lo sucedió el catolicismo. Quiso ser el paréntesis en la danza ritual que Inglaterra bailaba desde hacía años, pero el 6 de febrero de 1685, Inglaterra supo que estaría destinada a seguir bailando.