El Magazín Cultural

¿Colombia es un país verdaderamente feliz? (Opinión)

Un análisis sobre las variables que deberían tenerse en cuenta a la hora de señalar a Colombia como el país “más feliz del mundo”.

Valeria Akl Gómez
20 de octubre de 2022 - 11:08 p. m.

Desde hace unos cuantos años venimos escuchando que Colombia ha figurado en rankings como el World Hapiness Forum. Dicen allí que el nuestro es uno de los países más felices del mundo, lo cual se ha tornado en motivo de orgullo para entidades que promocionan el turismo y la inversión internacional como Procolombia. Y se ha forjado un estereotipo alrededor del imaginario del colombiano como una persona cálida, alegre, acogedora, siempre dispuesta al jolgorio, pese a las terribles circunstancias de violencia que han azotado al país.

La felicidad es un estado de ánimo que resulta difícil de medir e interpretar. El ranking de World Happiness Forum determina el significado de la felicidad a partir de la percepción de individuos encuestados al rededor del mundo, lo que puede resultar subjetivo, puesto que cada persona, en su propio contexto, puede tener una idea distinta. Este, como muchos otros factores de la experiencia humana, tiene sus matices y complejidades que requieren de análisis profundos y cualitativos.

En el imaginario colectivo y gracias a la representación en los medios, la felicidad se entiende como un estado de ánimo que debe ser alcanzado y mantenido a toda costa. En la industria del entretenimiento vemos que algunos personajes no caben en esta concepción de felicidad: han sufrido de problemas de salud mental y, en varios casos, han recurrido al suicidio para acabar con su sufrimiento. Tal es el caso de Robin Williams y Anthony Bourdain, ambos hombres que, en apariencia, parecían completamente satisfechos con su vida y sus carreras.

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Robin Williams, de hecho, era un reconocido comediante y actor. Sus películas resaltaban la belleza de estar vivo y ser humano. Detrás de cámaras, sin embargo, sufría de depresión y murió de una sobredosis en el 2014. Sobra afirmar que la manera en que se entiende la felicidad, está sujeta al espíritu de la época y depende de nociones filosóficas que pueden ser hedonistas o espirituales. En la edad moderna, tras la fundación de la que sería una de las grandes potencias internacionales, Estados Unidos, la felicidad estaba directamente vinculada hacia el trabajo. En cómo este proporcionaba legitimidad y esperanza. Con el sudor de su frente, un hombre que venía de la nada podría encontrar su lugar en el nuevo mundo y construir un futuro mejor para él, su familia y la nación.

Una vez asentado el capitalismo tras la Revolución Industrial, el consumo se convirtió en ese gran motor que proporcionaría felicidad a los individuos, y el culto al trabajo y el esfuerzo agotador se enquistó aún más en la sociedad. De hecho, en la película El Club de la Pelea (1999), se hace una crítica a lo vacía que resulta esta visión protestante del trabajo y del capitalismo tardío. Donde se muestra la manera en la que hombres asalariados recurrían a actividades violentas para canalizar su tristeza, generada por sus trabajos corporativos, reclamando su humanidad por medio de violentos duelos.

Con estos ejemplos no deseo repetir la petulante frase de “el dinero no compra la felicidad”, de hecho un estudio de la Universidad de Yale demuestra que tener estabilidad financiera incrementa el bienestar y la felicidad en las personas. Eso explicaría, de acuerdo con el estudio, por qué a medida que la desigualdad ha ido aumentando, la felicidad ha disminuido de manera significativa en países de diferentes hemisferios. Meik Wiking, un investigador de la felicidad que fundó el tanque de pensamiento The Happiness Research Institute, ha determinado que la felicidad reposa sobre una combinación factores como la genética, las relaciones interpersonales, la salud, los ingresos, el trabajo, el sentido del propósito, las libertades, la gobernanza y la confianza.

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La felicidad, adicionalmente, se consolida gracias a espacios que proporcionan bienestar, donde factores como el estrés y la incertidumbre se vean reducidos y donde el sentido de comunidad es endosado. La pandemia nos dejó un clima cultural donde la incertidumbre elevó nuestros niveles de estrés y ansiedad, y debido a los aislamientos obligatorios, las comunidades locales y las sociedades civiles se vieron profundamente fracturadas.

Esto sumado a las consecuencias que han traído las redes sociales, donde lo real y la ficción se confunden con frecuencia y donde estamos enterados de la vida de los demás, haciendo que nos veamos en constante comparación, no solo con nuestros amigos, sino con celebridades que han tenido la delantera. Estos ambientes de duda y comparación que proporcionan las redes sociales, son el cóctel perfecto para la insatisfacción y el desarrollo de problemas de salud mental.

Así mismo, Wiking argumenta que la felicidad depende de variables de gobernanza eficientes que proporcionen un alto nivel de confianza en las instituciones, donde las libertades son respetadas, donde existe un sistema de apoyo por parte del Estado para sus ciudadanos y donde la existencia de las sociedades civiles resulte funcional. En Colombia estas variables rara vez se cumplen: basta con solo ver los niveles de corrupción en el país y la falta de confianza en los gobiernos. Según el Barómetro de Edelman Trust, Colombia es el cuarto país que más desconfía de su gobierno, y el quinto país que más desconfía de sus medios de comunicación.

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Recientemente, Bogotá fue reconocida como una de las ciudades con el peor tráfico a nivel mundial. La congestión, además de estropear el flujo vehicular, genera efectos perjudiciales en la salud de los habitantes. De acuerdo con Traffic Index, en promedio, un bogotano pasa hora y un poco más en un medio de transporte al día, lo que sumado serían 20 días al año. Días que podrían ser invertidos en vacaciones o en pasar tiempo en familia.

No sobra mencionar que está comprobado que permanecer en el tráfico durante varios minutos puede desatar ataques de pánico y efectos adversos en la salud de las personas. Es importante rescatar que, a pesar de la polarización política, el hastío hacia los gobernantes, la desconfianza en las instituciones y el caos, Colombia ha logrado convertirse en un faro de esperanza que puede brindar acomodo en épocas de colectiva resignación. Tal es el caso de la legalización del aborto, en una realidad donde las mujeres están siendo fiscalizadas por decidir sobre sus propios cuerpos.

Hago hincapié en el caso de Estados Unidos, la llamada tierra de los libres, donde las mujeres están siendo vigiladas y castigadas por tener agencia sobre su biografía. Donde el país más rico del mundo obliga a las mujeres a parir, pero no proporciona sistemas de apoyo como licencias de maternidad. El fallo de la Corte Constitucional colombiana, además de histórico, es un ejemplo de democracia para el sistema político internacional.

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Por otra parte, Colombia atraviesa por un periodo de cambios estructurales que ha traído incomodidades para gremios, inversionistas y ciudadanos. El lema de la fórmula vicepresidencial del ahora Presidente ha sido también motivo de confusión, interpretándose como una tendencia a la fiesta y al derroche, sin notar que, en realidad, invita a repensar la sociedad colombiana para que exista confianza en las instituciones. Para que la felicidad, como la hemos definido en este artículo, sea el pilar de una sociedad cada vez más justa e igualitaria.

Para nadie es un secreto que Colombia es un país lacerado por la violencia, la falta de presencia estatal y una creciente brecha de desigualdad socioeconómica. Las generaciones jóvenes hemos heredado un país que difícilmente brinda un sistema de seguridad y certeza y, aunque somos la generación más educada y con mayor acceso a la información, somos la peor paga. Esto sumado a circunstancias como el cambio climático, que a medida que pasen los años tendrá consecuencias todavía más devastadoras.

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Con todo esto, es inevitable que surjan sentimientos colectivos de desolación y que ocurran fenómenos como la fuga de cerebros. Es en estos momentos de profundo desacomodo, nuestros gobernantes tienen que evitar su recurrente improvisación y buscar medidas de largo plazo que fortalezcan la democracia, cada vez más frágil; vigoricen las instituciones y garanticen la justicia social. Sin esto, la promesa de “vivir sabroso” se quedará en una utopía y la calidad de vida seguirá siendo percibida como un privilegio secundario.

Por Valeria Akl Gómez

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