La cultura no se puede medir y, aun así, termina pareciendo un privilegio, algo reservado para quienes “pueden” acceder a ella. Pero la cultura no funciona así: no es un lujo, ni un adorno, ni un bien escaso. Es un derecho vivo, un territorio donde todos deberían poder encontrarse, crecer y reconocerse.
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Esa idea, la de una cultura que realmente les pertenece a todas y todos, guía el trabajo de Diana Díaz Soto, directora de la Dirección de Audiovisuales, Cine y Medios Interactivos del Ministerio de las Culturas. En cada conversación y cada viaje insiste en lo mismo: la cultura solo cobra sentido cuando se construye desde los territorios, cuando quienes la viven pueden contarla con su propia voz.
El DACMI trabaja precisamente en ese cruce entre arte, medios y comunidades: formulando políticas, acompañando procesos, creando incentivos y, sobre todo, escuchando. Porque en un país donde la distancia no se mide solo en kilómetros, sino también en brechas históricas, escuchar es una forma de reparar.
Y ahí entra el periodismo comunitario, no como un accesorio, sino como una columna que sostiene lo que de otra forma nadie contaría. Sin estas voces, la agenda cultural del país sería un edificio sin cimientos territoriales, un mapa incompleto.
El pulso del territorio
Cuando en los ministerios se habla de “ecosistema audiovisual”, el concepto parece abstracto y hasta técnico. Pero en la voz de Díaz ese ecosistema toma forma: es el niño que entrevista a su abuela para un programa escolar; el colectivo de mujeres que registra la ceremonia del maíz en un resguardo; la emisora que anuncia la creciente del río antes que cualquier institución. Son voces pequeñas, pero decisivas.
En palabras de la directora, “el medio comunitario es el único que va a contar quiénes son esos personajes, cómo se construye su realidad, cómo se construye su vida cotidiana”. No es romanticismo: es precisión. Porque si nadie registra lo que ocurre en una vereda, esa vereda no existe en la conversación nacional. Y sin existencia, no hay política pública que alcance.
Es así como el DACMI articula, viaja, convoca y teje redes. Desde Territorio Sonoro, la convocatoria que fortalece a emisoras y medios, hasta Comunicación para la Vida, que une colectivos, procesos infantiles, asociaciones de mujeres y medios comunitarios, la tarea consiste en crear puentes donde antes solo había un camino de tierra.
Un ejemplo lo ilustra bien: cuando un festival de cine en el Meta visita las experiencias de los Montes de María, no solo intercambian conocimientos, también amplían su manera de narrar. Entienden que sus historias dialogan, que sus luchas se reconocen. Ese intercambio es, en sí mismo, producción cultural.
También están los proyectos con comunidades indígenas y afrodescendientes, donde el DACMI impulsa formación, creación y circulación de contenidos propios. Allí la premisa es sencilla: que sean ellos quienes narren su mundo, su historia y sus versiones de los hechos. No traducidos, no filtrados, no adaptados para encajar en una estética ajena.
Las voces transforman decisiones
La pregunta inevitable es cómo esas voces realmente alteran la agenda del Ministerio, cómo pasan del relato a la política. La directora lo explica sin tecnicismos: el plan de acción del DACMI se diseña leyendo los logros, necesidades y preocupaciones que los medios comunitarios expresan en diálogo directo. No se decide desde un escritorio. Se decide en conversación.
“Nuestro plan de acciones es a partir de lo que ellos están solicitando”, asegura. Y aunque parezca obvio, es un giro crucial: la política cultural deja de ser vertical y se convierte en un ejercicio de horizontalidad.
Uno de los avances más significativos ha sido la construcción del indicador de rentabilidad social, un esfuerzo conjunto con emisoras comunitarias del Magdalena Medio. Este indicador busca medir el valor cultural y social de los medios, no su capacidad comercial. Es una apuesta por evaluar lo simbólico, esa parte intangible que rara vez aparece en los informes, pero que sostiene la identidad de un territorio.
Trabajar con territorios implica un aprendizaje constante. No basta con “llegar” a un lugar: hay que saber entrar. A veces el desafío no es la carretera o la conectividad, sino algo más profundo: reconocer que el pensamiento occidental no es la única forma válida de narrar. No todos los proyectos se escriben; algunos se tejen, otros se cuentan a través de la palabra hablada. Y quienes llegan desde las instituciones deben flexibilizarse, desaprender, dejarse enseñar.
El relato que marcó a Díaz ocurrió cuando asistió al Festival de Cine Sordo. Allí la que no podía comunicarse era ella. Presentó su documento, habló ante un auditorio que se reía al verla acercarse a un micrófono que, para ellos, no tenía sentido. Lo entendió después, cuando el intérprete le explicó que su voz no era el canal, sino sus manos.
De ese día salió con un gesto propio en lengua de señas colombiana y con algo más: la convicción de que la inclusión no es una obligación, sino una forma de estar en el mundo.
Otro aprendizaje llegó en un encuentro con personas ciegas, apenas vio que entraban a la sala, detuvo el evento y empezó a describirles el espacio, los colores, las posiciones. Un gesto sencillo que, sin embargo, permite que todos estén en la misma horizontalidad. Esas son las cosas que no aparecen en los planes de acción, pero que transforman la forma de trabajar en cultura.
El desafío no es solo llegar
El Ministerio trabaja por llegar a territorios históricamente marginados, pero la llegada no siempre garantiza el encuentro. Hay lugares donde la institucionalidad es desconocida; otros donde la comunidad ha aprendido, por necesidad, a desconfiar. Por eso es imprescindible trabajar con liderazgos locales, personas que saben cuándo se puede transitar, cuándo hay que detener la jornada por el calor, cuándo un gesto puede ser interpretado como una falta de respeto.
Construir cultura también es entender esas reglas silenciosas, esos códigos que ordenan la vida diaria.
Los logros no caben en una estadística
Trabajar con periodismo comunitario tiene efectos inmediatos, como fortalecer la organización de un medio o mejorar la calidad narrativa, pero su impacto real es simbólico.
Está en las mujeres que narran sus territorios sin pedir permiso; en los niños que producen contenidos sobre su vereda; en los líderes que saben que hay periodistas locales dispuestos a hacer las preguntas que deben hacerse. Está, sobre todo, en que la identidad cultural deja de ser una construcción desde el centro y se convierte en un ejercicio colectivo.
La polifonía es eso: un país que se reconoce a sí mismo desde sus múltiples versiones.
Fortalecer este ecosistema exige cambios en todos los niveles. Hace falta que la ciudadanía comprenda que la cultura no es un accesorio sino un derecho. Que no es un adorno de los gobiernos, sino una condición para comprender, transformar y convivir.
Cultura no es solo arte, es justicia, salud, educación, ambiente. Es la posibilidad de entender desde la diversidad y no a pesar de ella.
Lo que sigue, entonces, es insistir. Continuar fortaleciendo las redes comunitarias, ampliar la presencia institucional en territorios olvidados, promover el acceso a tecnologías emergentes sin abandonar lo ancestral, y, sobre todo, sostener el diálogo horizontal que le da sentido a todo lo demás.
Colombia es un país inmenso, pero sobre todo es un país narrado. Y mientras existan voces comunitarias dispuestas a contar, la cultura dejará de ser un privilegio para convertirse en lo que siempre debió ser: un derecho vivo, cotidiano, compartido.
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