Valamadre fue mi mejor amigo de la niñez. Callejeamos juntos como hasta los nueve años: íbamos por todos los barrios aledaños al nuestro: Alcantúz, La Esmeralda, El Brillante… a pillar dónde había cuerdas para la ropa hechas con cable, donde las señoras despistadas colgaban los chiros viejos y las penas, para robárnoslas. Así que ya sabíamos adónde caer; y llegábamos bien preparados (Lea aquí más crónicas de Usme).
Al rato caíamos a la escena, analizábamos el área, nos encaletábamos y atacábamos cuando no había chismosos por ahí cerca. Para robar las cuerdas cargábamos un cortafrío, una navaja y un palo. Con el palo espantábamos a los perros y al hambre, porque solíamos masticar astillas hasta que volvíamos a la casa, a eso de las ocho de la noche. Y eran horas y horas que pasábamos robando cobre para venderlo por chatarra –1500 pesos el kilo, recuerdo–, para ir a nadar a las piscinas de El Virrey. Aunque esas piscinas casi no nos gustaban, porque eran viejas, destapadas y hacía un frío ni el hijueputa. Las que estaban de moda nos gustaban más, las nuevas: las piscinas de Famaco, aunque la entrada valía más, a luca-quini, pero no importaba.
Un día decidimos, después de varias semanas de camello, bajar a la chatarrería a vender el cobre y una olla exprés que Valama –así le decía de cariño– le había robado a la abuelita –que tenía un esposo loco: Vampelt, de bigote amarillo, (gran fumador de Peche). ¿¡Qué hace un niño con un abuelastro loco!? Pues robarlo– y nos dieron 3.200 pesos por los dos kilitos de cobre y la ollita. Segundos después, nos fuimos directo para El Virrey ¿o a Chuniza?... bueno, para la piscina esa de Famaco. Corrimos desde «Asocharra El Barbas», la chatarrería más grande de Serranías, y llegamos tremendamente sudados, destilando gotas negras de sudor, tiznadas por el duro trabajo y por la mugre que recogíamos en la loma donde robábamos papas criollas para llevar a nuestras casas. Pagamos rápidamente la entrada –ya le habían subido 100 pesos más– y nos metimos fue de una.
Nadamos ahí como una horita suave, felices, hasta que llegó el instructor y nos sacó de la piscina chuzándonos las costillas con un palo de escoba que medía como tres metros. Salimos de la piscina tratando mal al mancito ese, oliendo a puro cloro, con los ojos ardiendo, con la piel reseca y súper muertos del hambre, desdichados porque no teníamos ni para un pan –que en ese tiempo costaba 50 pesos–, para ir comiendo por el camino. Nos vestimos rápido y salimos al flete de ahí y retornamos a nuestras calles, a nuestras amadas calles de barro, a caminar entre maleza y escombros, entre perros flacos y enfermos, entre el olor a hambre revuelto con lluvia, leña quemada y pobreza –los mismos olores de ahora–, que invadían nuestras pistas de juego, nuestros laberintos donde, además de jugar, soñábamos y robábamos. (Lea más crónicas de Usme).
Y eran precisamente esas calles las que nos mantenían con vida, después de todo, ¿verdad? Porque de ahí, de las calles, sacábamos el cobre, el sustento, las papas criollas y nuestros juegos, ¡porque eso sí jugábamos! Y siempre inventábamos algo nuevo, por ejemplo, poníamos a nuestros soldaditos a cargar bloques y ladrillos de construcción para ver cuál se partía primero, los envolvíamos con la basura que hallábamos y les prendíamos fuego. Jugábamos “comandos” en las laderas del caño picho del Brillante, o hacíamos túneles en la arena amarilla y carreteritas con el cemento que desperdiciaban los maestros. O a veces, cuando llovía, simplemente armábamos barquitos de papel y nos metíamos al parque El Virrey, para ponerlos a surcar por las zanjas, hasta que llegaba el celador y nos hundía la aventura, con todo y tripulación, en el fondo de un charco pestilente, pestilente como su boca.
Y cuando no había lluvia, ni piscina, ni barquitos, cazábamos bichos o, a veces, las palomas blancas que vivían en el techo de la iglesia de lata del barrio Tercero, – aunque por allá, a ese barrio, casi no subíamos, porque teníamos una liebre ahí: el Pulga– dizque para venderlas como mascotas. Un día cogimos una paloma blanca, bien blanquita, y la llevamos al barrio y Nano (un bazuquerito de entonces), nos ofreció mil pesos por ella. Nosotros, contentos, le dijimos que sí, pero al final tocó fiársela porque no tenía plata, pues estaba en la inopia. «Nada de nervios –nos dijo– mañana les pago, todo bien que mañana les roto los pesos, ¡relájense, chinos! Están es hablando con un man serio». Desde ese día Nano se desapareció, como si se lo hubiera llevado el diablo o el espíritu santo, ¡no supimos! Abandonamos el negocio de las palomas y nos dedicamos a cazar escarabajos y a robar cebolla y cilantro de la finquita de la calle 109 sur, al lado de las barras de la Loma del Sucre.
Las idas a piscina se acabaron cuando escuchamos el chisme de que un señor gordo de allí arribita nos estaba buscando para quemarnos las manos porque resultó ser que el cable de cobre que le habíamos robado no era de la ropa sino de la luz. Y también por Vampelt, que nos pilló saqueándole el cajón de su chatarra y nos amenazó con sapiarnos con los tombos y mandarnos al Bienestar Familiar.
La piscina se volvió una ilusión cula, una especie de paloma psicodélica que nos daba pereza cazar por escurridiza. Desistimos. Unas semanas después descubrimos una laguna –la Laguna del Pato– que quedaba pasando las fincas del barrio La Invasión, y allí no cobraban por nadar, solo que el frío era más valamadre aún y los ahogados asustaban al cien. Ahí la empezamos a parchar, tragando zanahoria y fresas. Nadábamos tranquilos –sin que nadie nos azarara el parche con un palo–, mientras escuchábamos voces en el viento y dibujábamos paisajes sobre el agua. Nadie nos vigilaba, solo el frío nos cobijaba, como nos cobija ahora esta sed de vida, esta sed de recuerdos que compartimos bebiéndonos esta pola en La Piscina, no en la de El Virrey, la del Santa Fe, k15#23-64 (dirección antigua) mientras nos jalamos el ‘cable’ porque seguimos igual de vaciados, igual a cuando teníamos nueve o diez años.
* Estos textos fueron publicados originalmente en la revista “Surgente”, producto literario de jóvenes escritores de la localidad de Usme, liderados por el escritor Rodolfo Celis @Fito Celis.