“No nos bañamos dos veces en el mismo río”
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—Heráclito
Y la vida pasa. Lo difícil es recordar qué es eso que fuimos, qué somos, qué seremos. Un viaje por los recuerdos de lo que fui para ahora ser, una resistencia ante el olvido.
Cuando supe que viviríamos en Usme, recordé de inmediato las caminatas matutinas de los domingos hacia este pueblo que tiene la panadería en la esquina de la plaza, los piqueteaderos, las carnicerías, donde mi madre compraba la carne de res porque allí es más barata que en Bogotá, la Registraduría donde saqué mi tarjeta de identidad, el parque en el que me inicié como jugadora de baloncesto, el hospital en el que me cosieron la cabeza y el río. Cuando el río suena, piedras lleva, y este sí que me estremece; sin embargo, para llegar a conocerlo y sumergirme en él tuvo que pasar bastante tiempo.
Hace mucho no se celebraba tan fervientemente año nuevo en casa. Cuando se podía usar pólvora, acostumbrábamos a quemar el muñeco del año viejo. Era divertido ver cómo en cada esquina del barrio había una hoguera. Dejamos de hacerlo cuando un vecino, entrado en tragos, encendió el volador del muñeco haciendo que revoloteara sobre nosotros justo antes de quemarse por completo. Vivíamos en Monteblanco, en una casa prefabricada. Como el lote era grande, disfrutábamos de la cosecha de los árboles de durazno y brevas. Para llegar a la avenida Usme debíamos subir alrededor de media hora o más, dependiendo de las condiciones climáticas, porque la pavimentación era apenas una ilusión; así que las calles eran unos barrizales enormes, sin alcantarillado, por donde los excrementos viajaban a lo largo del camino. Mientras los adultos bailaban, con mis amigos usábamos las hojas de periódico y los cuadernos del año anterior para encender la fogata y así poder jugar a las escondidas. Siempre me gustó la cercanía de la quebrada Yomasa, el sonido constante del agua pura que bajaba a tan solo unos metros de distancia. Me escondía muy cerca a la orilla, pero el sueño vencía el juego a eso de las tres de la madrugada. Era hora de descansar. Nuevo año.
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NO HAY CLASE anunciaba el letrero puesto en la entrada de la Escuela Serranías. La felicidad me invadió, quería irme a mi casa, pero, entonces, vi a mi hermana mayor que, abrazada a su primer novio, me dijo:
—¡Vamos pal río! Tranquila, que no pasa nada.
Eso me generó desconfianza. Nunca habíamos salido tan lejos y sin permiso. Ir hasta Usme fue todo un reto. No me gustaba caminar. Después adquirí ese hábito. Finalmente, llegamos. Como era la más pequeña me dejaron cuidando los uniformes de todos y no pude hacer nada más que observar el agua cristalina, parecidísima a la que llega por el tubo a mi casa. Aquella tarde, me dieron ganas de llorar cuando mi madre preguntó cómo nos había ido y qué tareas teníamos. Me sentí usada, todos ellos de quinto y yo apenas una impúber de segundo. Además, ni siquiera me mojé en el Tunjuelo, terriblemente frío, según decían todos.
Con mi hermana menor jugábamos en los potreros donde ahora quedan el Portal de Usme y el centro comercial Altavista. Había una laguna que funcionaba como piscina para algunos, pues varias veces vimos personas que allí se bañaban. Nunca nos metimos, pero sí incursionamos por ese potrero desértico en el que solo se hallaban árboles a lo largo del muro que rodeaba la ladrillera Santafé. Una vez encontramos la casa de un habitante anónimo, vagabundo. Había un colchón, material de reciclaje: plástico, madera y cartón. Supongo que entramos por el baño, olía hediondo. Sentimos miedo de pensar que llegara el dueño, por lo que abandonamos el sitio rápidamente. Después de una oleada de violencia, nos prohibieron bajar por allí solas. La loma era baldía, solitaria, pero bella, al fin y al cabo. Un contraste de paisajes que me gustaban.
Nos atraía caminar sin rumbo y por ello fuimos a dar al bosque que atraviesa todo el Danubio Azul, por Cuatro caminos. Por ahí baja la quebrada Hoya del Ramo, que ya estaba contaminada entonces. De ese lugar tengo malos recuerdos porque allí encontramos a Jerry, nuestro perro de toda la vida, muerto por envenenamiento. Era un sitio pantanoso, enrastrojado y lleno de basura. Se contaba que en él se ahogaron varias personas y una manada de cerdos. Contra el muro de la ladrillera, donde se leía el grafiti: “¿Qué éramos y qué hicimos?”, desembocaba todo lo que se tiraba al caño desde la Fiscala Alta.
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Hace poco regresé al barrio y las urbanizaciones revolvieron mis recuerdos. Yo vivía en el sector del Porvenir conocido como El Plan, frente al cerro y al lado de una ladrillera. Adentro se escuchaba el ruido de las máquinas y había un pozo de agua para el corte y lavado de los ladrillos. El bosque ahora tiene senderos de cemento y señalización. Uno puede pasar con facilidad la quebrada por unos puentes de madera, cosa que no era posible hacer antes, pues solo había una pequeña calzada de tierra. En Cuatro Caminos se adecuó el paso peatonal, aunque todavía uno puede mirar hacia donde antes estaba el muro e imaginarse como era toda la zona, porque aún no se ha construido nada allí. Asimismo, las ranas les cedieron su charco a los habitantes de Altos del Portal. A veces evoco el canto del cucú cucú todas las noches. El desierto se acabó y ni hablar de los oasis.
En Usme todavía me siento como parte de una invasión. Mi familia celebró el hecho de adquirir casa, pero en el pueblo se escuchan voces contra las urbanizaciones. Debía levantarme temprano y eso significaba dormir poco. A medianoche aún estaba despierta. Salí a congraciarme con mis vecinos. La escasa pólvora y el reflejo de los juegos pirotécnicos me presentaron este nuevo año. La música no ha cambiado y ahora soy yo la que baila con Los 50 de Joselito, mientras los niños juegan en el parqueadero, vigilados de cerca por el celador para que no dañen ningún carro. Al cabo de unas horas, estaba llorando por culpa de la cebolla, pero el tomate me sirvió de remedio.
El cilantro me recordó a doña María, la que llega hasta mi casa recogiendo los hollejos para los marranos y ofertando la cosecha: las habas, el cilantro y el nabo para los pájaros. Los fines de semana la veo echando pola en El campeón y pienso que se lo merece como recompensa a la rutina diaria de la ganadería. María huele a tierra y viste siempre con botas campaneras y cachucha. Un día me contó cómo fue que llegó a Usme. Vivía en Nazaret, un corregimiento de Sumapaz, desde donde se tardaba dos días en bestia, guiándose por el río, para llegar hasta la estación del ferrocarril de La Requilina. En uno de esos viajes se enamoró y se quedó viviendo aquí. Le pregunté por el lago de la hacienda La Esperanza, que estaba donde ahora solo hay apartamentos. Me dijo que ese era un lago artificial construido por un señor de apellido Matallana, un antiguo dueño de estas tierras, famoso por maltratar a sus trabajadores. También me contó que donde ahora está la estación de servicio Santa Librada había una laguna natural en la que decían que el patrón arrojaba a sus obreros muertos cuando se le iba la mano en los castigos.
El carro del mercado estaba listo: carpa, leña, papas, carne y ají. Emprendimos el descenso hacia el típico paseo de olla en familia. Cansada como iba, pensé en lo fácil que les tocaba el transporte a los que viven a solo treinta metros del Tunjuelo. La orilla estaba completamente llena: carros, buses, motos y una infinidad de carpas. Debíamos encontrar un rinconcito para nosotros. Mi madre miraba el escenario con amargura. Nos había advertido que llegáramos temprano. Cuando nos acercamos a un lugar que creímos despejado, unas personas vestidas solo con chingue nos advirtieron que aquel rincón ya era usado como baño público. Al menos ese mierdero no iría directamente al río.
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La gente se sentía feliz sumergiéndose en el agua. Yo no pude. No he podido. No sé nadar y creo que es por miedo. Un miedo que debe sentir el Tunjuelo, que cruza por entre canteras y cemento, desviado de su curso natural, que lo obliga a inundar los barrios de su cuenca baja. Miedo de morirse solo, porque los capitanes, sus peces de antaño, abandonaron el barco. Miedo al agua. Miedo que sentí cuando tuve que aprender a coger bus para mi nueva casa. Aquél año terminaba mis estudios en La Fiscala, pero ya vivía en Usme y el paso por el camino de la ladrillera era peligroso. Miedo que me hace ser más usmeña que antes.
*Presentamos un cuento que hace parte del taller de lectoescritura A los Dijes, dictado por el autor Rodolfo Celis en esta localidad del sur de Bogotá. Estos textos, publicados originalmente en la Revista Surgente, son producto de un espacio para incentivar el arte y la cultura en la ciudad.