Era un niño, solo un niño que no sabía lo que significaba la moral. Ni siquiera recordaba haber escuchado aquella palabra tan corta que con los años estaría tan presente en su vida, hasta el punto de que luego, muy luego, dijo y escribió que todo lo que sabía sobre la moral de los hombres lo había aprendido jugando al fútbol. Después aseguró que “Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo”, y que no había nada más despreciable que el respeto basado en el miedo. Por aquellos tiempos de sus primeros 10 ó 12 años, mil novecientos veintitantos, Albert Camus mentía o mintió y se escapaba de la casa de su abuela y sobre todo, de ella, y, sin embargo, no tenía conciencia de morales ni de lo que estaba bien o mal.
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Lo castigaban si no obedecía o si se quedaba con unos céntimos de las vueltas de los mandados, si no dormía la sagrada siesta de todas las tardes con la abuela y se escapaba, pero aún no tenía claro que los azotes de ella y sus regaños fueran porque hubiera actuado bien o mal. Como escribió antes de morir en el borrador de su última novela, “El primer hombre”, “En realidad nadie le había enseñado lo que estaba bien o lo que estaba mal. Había ciertas cosas prohibidas y las infracciones eran rudamente sancionadas. Otras no. Sólo sus maestros, cuando el programa les dejaba tiempo, les hablaban a veces de la moral, pero también entonces las prohibiciones eran más precisas que las explicaciones”.
Su infancia se había llenado de prohibiciones, y cada vez aparecía otra. Y otra. Y una más, y con cada nueva prohibición, él se inventaba una manera de evadirla. Un día, su abuela, Catalina Cardona, que era la que administraba el poco dinero que ganaban su madre y su tío, le prohibió jugar al fútbol durante los recreos. Los zapatos se le gastaban y no había dinero para estar comprando unos nuevos. “Ella misma compraba para sus nietos unos sólidos y pesados zapatos cerrados que esperaba inmortales. En todo caso, para aumentar su longevidad, hacía poner en las suelas unos enormes clavos cónicos que presentaban una doble ventaja: era necesario gastarlos antes de gastar la suela y permitían verificar las infracciones a la prohibición de jugar”.
Todas las tardes, antes de llegar a su casa, Camus restregaba las suelas de sus zapatos en el barro para tratar de disimular el desgaste de los clavos. Creía que en medio de la confusión la abuela no se daría cuenta, pero siempre descubría el ardid. Entonces lo azotaba una y otra vez, ante la mirada larga y lánguida de su madre, quien le decía que tuviera cuidado, que los zapatos eran muy caros en realidad. El fútbol bien valía los castigos, para jugarlo o para verlo. Una tarde le dieron unos cuantos céntimos para que fuera a hacer las compras que se necesitaban y para que llevara a hornear una comida donde el panadero del barrio. “En la casa no había ni gas ni hornillo y se cocinaba en un infiernillo de alcohol”.
De vuelta a la casa, a Camus, Jacques Cormery en la novela, se le cayeron unas monedas, pero logró recuperarlas. Unos pasos más adelante, recordó el partido de fútbol del día siguiente en aquello que en el barrio llamaban estadio y se maldijo por no tener un centavo. A veces, explicó en “El primer hombre”, a él y a sus compinches los dejaban ingresar gratis para los segundos tiempos. Sin embargo, le habían comentado en el colegio que para el juego previsto no les abrirían las puertas. Era un encuentro decisivo y las graderías estarían colmadas. Con las monedas de su abuela en el bolsillo, decidió inventarse que se le habían caído entre las rendijas del retrete del edificio de su casa, seguro de que nadie iba a tratar de buscarlas entre tanta inmundicia.
“La explicación de Jacques era plausible. Le evitaba que lo echaran a la calle para que buscara la moneda perdida y descartaba cualquier eventualidad. A Jacques simplemente se le hizo un nudo en la garganta cuando anunció la mala noticia. Su abuela estaba en la cocina picando ajo y perejil en la vieja mesa verdosa y gastada por el uso. Se detuvo y miró a Jacques, que esperaba el estallido. Pero ella callaba y lo escrutaba con sus ojos claros y helados”. Le preguntó si estaba seguro. Él respondió que sí. “Vamos a ver”, escribió Camus que le contestó la abuela, y que se enrolló la manga de su brazo derecho y salió. Unos minutos más tarde, regresó, lo llamó y le dijo que no había nada, que era un mentiroso.
Él balbuceó que tal vez la corriente se había llevado la moneda. “Tal vez. Pero si has mentido, pagarás el doble”, fueron las palabras de la abuela. Camus admitió en su novela que sí, que había pagado el doble, “porque en ese mismo momento comprendió que su abuela no había hurgado en la porquería por avaricia, sino por la necesidad terrible que hacía que en esa casa dos francos fueran una fortuna. Lo comprendió y por fin vio claramente, en un acceso de vergüenza, que había robado esos dos francos al trabajo de los suyos”. Con el paso del tiempo tomó conciencia de tantas cosas, que se preguntó una y mil veces cómo podía haber pasado por encima de todo aquello por el simple “placer de asistir al partido del día siguiente”.
A aquella vergüenza se le sumaron otras menos graves, como cuando su abuela lo hacía tocar el violín frente a sus familiares, y más que la de la música, cuando lo invitaba a cine los jueves o los domingos para que le leyera los letreros que ponían en las películas. “Como las películas eran mudas, se proyectaban numerosos textos escritos que servían para aclarar la acción. La abuela no sabía leer, de modo que el papel de Jacques consistía en leérselos”. Él temía que los espectadores más cercanos se molestaran, y se molestaban y le entonaban diversos Shhhhh, shhhhhhhhh, e incluso en más de una ocasión le mandaron algún papelito hecho pelota para que se callara, pero nada de eso le preocupaba a la abuela.
Ella lo obligaba a que le leyera, y en ocasiones, a que hablara más duro, pues no lo escuchaba. Cada sesión en el viejo teatro del barrio era una especie de pesadilla, que llegó a su punto más alto cuando él no pudo explicarle qué habían dicho en la escena definitiva de una película, y ella se salió del cine, “mientras él la seguía llorando, descompuesto ante la idea de que había arruinado uno de los pocos placeres de la desdichada y malgastado el pobre dinero que tenían”.